Pizza

Buenos días y buena entrada del veranito.

Este mes participo en un reto que me llamó mucho la atención. Se trata del Reto #fuegoenlaspalbras  de junio, en el blog deRebeca Gonzalo, crónicas de la loca que cazaba nubes.

Para tratar el reto primero escuchemos la canción:



Cosmic Love (letra traducida):


Amor cósmico
Una estrella descendiente cayó de
tu corazón y aterrizó en mis ojos
Grité alto, mientras pasaba rasgándolos,
y ahora me ha dejado ciega

Las estrellas, la luna, todas se han
apagado
Me dejaste en la oscuridad
Ni alba, ni día, siempre estoy en este crepúsculo
En la sombra de tu corazón

Y a oscuras, puedo oír el latido de tu
corazón
Intenté encontrar el sonido
Pero entonces paró, y yo estaba en la oscuridad
Así que en oscuridad me convertí

Las estrellas, la luna, todas se han
apagado
Me dejaste en la oscuridad
Ni alba, ni día, siempre estoy en este crepúsculo
En la sombra de tu corazón

Cogí las estrellas de tus ojos, y entonces
hice un mapa
Y sabía que de algún modo encontraría
el camino de vuelta
Entonces oí el latido de tu corazón,
estabas
en la oscuridad
Así que me quedé en la oscuridad
contigo

Las estrellas, la luna, todas se han
apagado
Me dejaste en la oscuridad
Ni alba, ni día, siempre estoy en este crepúsculo
En la sombra de tu corazón

Las estrellas, la luna, todas se han
apagado
Me dejaste en la oscuridad
Ni alba, ni día, siempre estoy en este crepúsculo
En la sombra de tu corazón


Con la música como inspiración debíamos que escribir un relato de unas 1000 palabras, en el caso de ser un texto narrado, y que incorporara el título de la canción o alguna de las frases de su letra. En mi caso, me planteé el terrible pero divertidísimo reto adicional de incorporar todas las frases de la canción. Espero que os guste.

PIZZA






Llevo nueve años cenando pizza cada sábado. No es que me guste, de hecho detesto ese tipo de comida. Sin embargo, era una costumbre que llevaba haciendo desde que empecé a vivir contigo. Estabas enganchadísima. Te comías hasta los bordes. A mi me hacía mucha gracia verte, sobre todo cuando terminabas y comentabas la misma broma, «Y ahora me he quedado ciega de tanto comer». Aun así, en el fondo, lo que más te gustaba de ello era el relax que ese advenimiento te proporcionaba. Sofá, manta y peli a oscuras acurrucada a mí. Aún puedo oír el latido de tu corazón contra mi cuerpo, visualizar tu mirada iluminada por el televisor como pequeños destellos que se quedaron en mi memoria. Verte en ese estado, produjo una felicidad que aterrizó en mis ojos como algo inesperado. 
       No obstante, desde que te fuiste, desde que me dejaste en la oscuridad del sábado noche, lo he continuado haciendo. Me refiero a lo de la pizza. Las estrellas, la luna, todas se han apagado, incluso el televisor permanece a oscuras, pero ese pan con especias, queso y tomate, continúa en mi vida. Puede que lo veas algo normal, pero lo realmente extraño del asunto es que, durante estos nueve años que llevó comiéndola en soledad, nunca la he encargado. 
       Todo empezó el primer fin de semana que me quedé solo y ausente en la sombra de tu corazón. Nunca pensé que se pudiera echar a alguien tanto de menos. Pensaba en ti a todas horas. Te fuiste y mi mente no dejó de divagar por tu imagen y las reminiscencias destellares que dejaste en la oscuridad. Era normal; en su día cogí las estrellas de tus ojos para hacerlos míos, pero para mí desgracia, solo quedaron en mi memoria. De pronto, sonó el timbre sacándome de mis demonios. Grité alto. No esperaba a nadie y me dio un susto de muerte. Abrí la puerta y había un repartidor de pizza que me miraba con sorpresa, o por lo menos eso deducí de sus actos. Aunque no era de extrañar, estaba envuelto en la oscuridad de mi piso y cualquiera se hubiera sorprendido. 
       Le pregunté que qué quería y me dijo que me entregaba la pizza, una la cual nunca había pedido. Le dije que se fuera, que se había equivocado, además, precisamente pizza era lo último que me convenía. Pero se negó; tenía mi dirección, teléfono, incluso sabía cómo me llamaban..., era evidente que ese producto era para mí, aunque yo no lo hubiera pedido. En eso, como una estrella descendiente, tu memoria cayó de tu corazón hacia el mío. Casi desfallezco en el umbral del piso mientras él seguía con sus argumentos. Pero entonces, a raíz de un ademán mío con el que aceptaba el pedido, paró. 
       Cuando se fue permanecí varios minutos en el hall con la pizza en la mano y medio en trance. Porque lo sentí, o más bien lo escuché, incluso hoy todavía puedo oír el latido de tu corazón que percibí en aquel momento. No te podía ver, pero me asaltó la certeza de que allí estabas. 
       Y así me quedé, en la oscuridad contigo. 
    Devoré la pizza con fruición y sin desamparo. Derramé pedazos por el sofá mientras pasaba rasgándolos de la caja a mi boca. 
      A la mañana siguiente desperté con la resaca de haber vivido un sueño desconcertante. Te habías ido, no estabas, probablemente todo había sido producto de mi subconsciente que te echaba de menos. Solo era eso, o por lo menos, así traté de hacérmelo entender. Pero el sábado siguiente, volvió la oscuridad, soledad y el repartidor a la puerta de mi casa. Esa vez no protesté. Yo estaba en la oscuridad, te esperaba. Pagué, me quedé quieto e intenté encontrar el sonido de tu presencia. Y allí estabas en la oscuridad también. 
   Los años pasaron, mi dinámica de vida cambiaba, aunque el sábado noche permanecía imperturbable. Como si de un reloj se tratara, a las diez en punto, la puerta clamaba mi presencia para recoger una pizza que nunca había pedido. Eso me anclo a una existencia vaga y sin solución; en la languidez de un estado anímico al amparo de tu recuerdo. Ni alba, ni día pasaban sin que lamentara cada momento que no pasé contigo. Así que en oscuridad me convertí y la única manera de salir de ese pozo era olvidarte. 
    Cogí la última caja de pizza para llamar al restaurante en cuestión y decirle que salvo ningún concepto volviera a mandarme más pedidos. Pero en el logotipo de las tapas venía un dibujo típico sin ningún distintivo comercial. Entonces hice un mapa con todas las pizzerías de la ciudad y me personé, caja en mano, en cada una. Nunca había sido consciente de la gran cantidad de establecimientos que existen. Pero no cejé. Fui hasta el rincón más abstruso, lugares tan desconocidos que llegaba momentos en los que no sabía, si, de algún modo encontraría el camino de vuelta. 
       Mi travesía duró días, pero nadie sabía nada de mí. Incluso la caja y su dibujo eran desconocidos para cualquier establecimiento. Desistí. Entonces, llegando a casa, casi en el umbral del edificio, tropecé con el repartidor de pizza. Casualmente era sábado. Podría haberle asaltado e interrogado, pero por la experiencia de los anteriores encuentros sabía que no iba a sacar nada. En vez de eso lo seguí a hurtadillas. Llegó a la puerta de mi piso y llamó pero nadie abría. Sin embargo, no renunció, se quedó a la espera mirando la puerta como un perrito aguardado la vuelta de su amo. 
       Entonces lo entendí. 
      Los años pasaron y, aunque siempre estoy en este crepúsculo lastimoso, a partir de ese día ya no hay oscuridad, solo una tierna añoranza. Cada sábado sigo recibiendo nuestra pizza. La como solo o con quien sea, pero siempre con una ausencia, la tuya, la cual entendí que no debía olvidar. sino aprender a convivir con ella durante el resto de mi vida.


Trofeo de participante en Fuego en las palabras

Imágenes extraídas de internet, si estuvieran sujetas a derechos que se me avise y las retiraré.

Una madriguera de falsas maravillas



Los alaridos de mi móvil interrumpen la calma de mi casa como una tormenta imprevista. Miro quién llama. Número oculto. Normalmente no respondería, sin embargo, algo en el timbre clama por una respuesta.
     —¿Sí? —contesto.
     —¿Me quieres? —dice una voz que no adivino, pero que me suena de una manera especial, como si estuviera obligado reconocer.
     —¿Perdón?
     —Sabes perfectamente qué he preguntado.
     —¿Pero quién eres?
     —¿En serio? —en su tono se adivina ironía mezclada con reproche—. ¿Después de los amaneceres?, ¿de las inocentes caricias debajo de mi falda?, ¿de tu habilidad para detener la rotación del planeta en el punto más fogoso de un atardecer sonrojado por nuestros quehaceres...? ¿En serio preguntas quién soy?
     Enmudezco, pero porque de pronto aparece mi novia por la puerta del salón.
     —¿Quién te llama? —pregunta.
     Noto mis vergüenzas perlándome la espalda, aparto el móvil y susurro:
     —Nadie, una comercial de telefonía.
     Oigo una sonora carcajada al otro lado del teléfono. Mi novia permanece delante intentando cazar mi mirada
    —¡No me creo que hayas dicho eso! —ríe la falsa comercial. La verdad es que es una mentira bastante ridícula, pero mejor eso que tratar de desmentir un posible desliz—. ¡Estáis peor de lo que pensaba! ¿Se lo ha tragado? Aunque pensándolo bien, es una buena treta; una empresa de telefonía es lo que necesita una relación sin comunicación; escudar los sentimientos detrás de esta madriguera de llamadas y mensajitos es ya un cliché conyugal...
     —¡Discúlpeme! —corto fingiendo un tono neutro—. ¿En qué puedo ayudarla?
Ella vuelve a reír. Mi novia frunce el ceño.
     —Ya sabes... —dice—, ¿me quieres?
     —Esto... no tengo tiempo.
     —¿Tiempo? Solo di «sí» o «no».
     Intento voltearme, o mejor dicho, intento apartar la imagen de mi novia, pero por mucho que gire ella rota con mi campo de fijación.
     —¿Podría llamar luego? —insisto.
     —¿Crees que esta respuesta puede posponerse?
     Asiento, como si mi interlocutora pudiera verme, aunque la que lo hace es otra.
    —Escuche... —miro a mi novia a los ojos—, ahora no puedo contestarle.
    Nuevas risas.
     —¡Vale! ¿cuándo podrás?
     —Pues... —atisbo el reloj de pared, las cuatro—, ¿a las seis?
     La llamada se corta.
     —¿Qué quería? —comenta entonces mi novia, como si supiera que todo es una pantomima.
     —Ya sabes —titubeo—vender...
     Intento zafarme de ella.
     —¿Pero quieres cambiar de compañía? —corta mi paso.
     —No.
     —¿Por qué no se lo has dicho?
     —Bueno... estos comerciales no aceptan un no.
     —¿Y postergar esa negativa es mejor?
     — Al final, dándoles largas, se rinden.
     —Ya...
     —¡Pues sí...! —bufo nervioso, con la esperanza de que la cadena de banalidades esté llegado al punto muerto que preceda un silencio con suficiente incomodidad.
     Entonces baja la mirada. Aprovecho para bordearla y sentarme al sofá. Ella me sigue y se sienta, pero dejando una distancia bien marcada. Después saca la fundita en forma de conejito blanco donde guarda su móvil y comienza a trastearlo. Odio estos aparejos. Es increíble hasta dónde ha llegado un teléfono. Se ha convertido en una extensión de nuestro yo, el alter ego de una realidad de falsas maravillas con madriguera virtual por donde adentrarse incluida.
     El reloj de pared marca las seis menos cinco. Seré estúpido. He estado divagando entre pajas mentales en vez de idear una manera de librarme de la falsa comercial. Miro al lado. Mi novia no está. Eso me relaja, aunque mejor cerciorarme de su paradero para cuando reciba la llamada.
     Recorro la casa, pero es como si hubiera desaparecido. Voy a la cocina y abro una cerveza. En el reloj del horno son casi las seis y media. Eso me reconforta. Puede que la susodicha acosadora haya desistido. Finalmente todo ha sido un mal trago que intentaré pasar a golpe de birra. Sin embargo, la ausencia de mi pareja me descuadra. Cojo el móvil. Tengo una llamada perdida, justo a las seis en punto, aunque esta vez es de mi novia.
     Quizá debería llamarla, o quizá debería terminar la cerveza y coger otra. Entonces suena el teléfono. Es mi novia.
     —Dime...
     —¿Sabes ya la respuesta? —contesta la voz de la falsa comercial.
     —¿Qué?, ¿cómo es que me llamas desde este móvil? ¿Lo has robado?
     —He pensado que llamándote con número oculto podrías no contestar, así que he mostrado mi número.
     —¡Claro! —empiezo a entender, o eso creo—. Estás con ella... —Las dos han estado jugando conmigo.
     Salgo de la cocina furioso. Ella vuelve a carcajearse. Eso me enfurece más, pero de pronto, entro al salón y me encuentro a mi novia con su móvil en el sofá como si nunca se hubiera ido.
     —¿Qué ocurre aquí? —bramo entonces. Mi novia da un respingo y se levanta.
     —No lo entiendes, ¿verdad? —la falsa comercial ríe con un deje amargo.
     —¿Qué?
     —No me tocas, no quieres hablar conmigo... —su voz se convierte en un quejido lastimoso—, antes era la reina de tu corazón..., ahora quieres deshacerte de mí, cortarme la cabeza... ¡Ni siquiera me estás mirando!
     «¿Cómo?», pienso oteando el móvil.
     Levanto la vista. La desorientada sensación de estar intercalado entre dos mundos empapa mi raciocinio. Miro a Ali, mi novia, tiene los ojos hinchados sobre unas ojeras reblandecidas por un llanto perenne. Una imagen tan lastimosa como la voz del otro lado telefónico, de hecho me asalta la certeza de que imagen y voz son parte de la misma cosa unidas por esa madriguera virtual de la que no deja de brotar un envolvente y difónico murmullo:
     —¿Me quieres?

La visita




—¿Quién es? —pregunto abriendo la puerta. Afuera aguarda un señor vestido con ropa de otra época.
     —¡Hola! —exclama con un respingo, como si no me esperara.
     —¿Quería algo? —pregunto incódomo.
     —¿Yo? No... —su acento es extraño, no sé si por ser extranjero o por la disposición torcida de sus dientes.
     —¡Pues no llame a mi puerta! —refunfuño haciendo amagos de cerrar.
     —No he llamado —ríe mostrando una boca flanqueada por unos piños que desearían ser otra cosa.
     —¿Usted cree que soy tonto?
     —No podría objetar juicio alguno; no lo conozco.... —dicho esto trata de adentrarse.
     —¿Qué hace? —bramo cortándole el paso.
     —Me está invitando a entrar, ¿no?
     —¿Yo?
     —¡¿Qué ocurre aquí?! —oigo de pronto a mi espalda.
     Me giro sobresaltado y veo a una señora joven pero bastante estropeada.
     —Isidro, —dice mirándome y señalando al señor de los dientes torcidos—. ¿Quién es?
     —¿Isidro? —murmullo para mí mismo.
     —¡Ya estamos! Desorientado... ¡Como siempre! Cada día me digo, María, esto es pasajero, mañana será mejor... —me sortea y se coloca delante del señor—. Pase.
     —¿Por que lo invitas? —grito.
     —Eres tú el que está haciéndolo.
     —¿Yo? ¡Él ha llamado!
     —No he oído el timbre, ¿estás seguro? Cuando te dan estos ataques haces cosas raras...
     —¿Qué... insinúas?
     —Bueno, entonces cuéntame qué ha pasado.
     —Pues —titubeo—, iba por aquí y... —callo con la mente en blanco.
     —¿Y? —pregunta la supuesta María.
     —He... abierto la puerta y estaba este señor —digo al fin.
     —¿Has abierto sin más?
     —No sé...
     —¿Y por qué dices que esta persona estaba llamando?
     —Porque... —mi astenia aumenta.
     —Has abierto la puerta, lo has visto y como no te cuadraba has pensado que ha llamado —concluye ella rápidamente—. Entre, buen hombre —continúa mirándole.
     —Gracias —comenta él que se ha quedado quieto durante toda la conversación como un autómata aguardando una orden.
     —¿Cómo ha dicho que se llama? —pregunta María cogiéndole del brazo.
     —No lo he dicho.
     —Siendo sincera, tampoco lo he preguntado —ríen y se internan por una puerta lateral que acaba de  aparecer—. ¿Un café?
     —Por supuesto.
     —Perfecto, Isidro lo preparará —los oigo hablar desde dentro—. Por cierto, tiene una dentadura perfecta.
     —Me alegra que se fije, estoy orgulloso de ella.
     Permanezco en silencio y preguntándome qué acaba de ocurrir. He abierto una puerta, un desconocido ha entrado sin querer y mi supuesta mujer parece encantada...
     —¡Isidro! —María asoma por la puerta—, ¡Prepara café!
     Asiento.
     Mejor hacerle caso, pienso, aunque... tampoco recuerdo dónde está la cocina. Solo veo la puerta de salida y la del cuarto donde aguardan los dos indeseables. Comienzo a caminar por el angosto pasillo que tengo al frente. No parece una buena opción, pero es mejor que preguntarle a la tal María.
     El pasadizo es larguísimo, ni siquiera veo el fondo. Una maraña lechosa se entremezcla con una negrura que va intensificándose. Incluso mi visión parece haberse ensuciado, como si una aparatosa legaña se hubiera formado en mi córnea negando el paso libre de luz hacia el interior de mi raciocinio...
     —¡Isidro! —María grita asomando de nuevo por la puerta como si no me hubiera movido—, ¿qué haces? ¡Tira para la cocina! —dice señalando una tercera puerta que aún no había visto.
     Me interno. Aparezco en una desconocida y estrecha despensa. La tal María tiene razón, estoy mal si no reconozco ni mi propia casa. Espero que el café me ayude a volver en mí. Pero la cocina se resiste a aparecer. La despensa es larga y se va empequeñeciendo por culpa de la gran cantidad de estanterías repletas de vasijas rebosantes de un polvo color crema. Son muy viejas, como si llevaran años sin tocarse, de hecho, por sus rebordes asoman remolinos de telaraña bien condensada. Eso me da cierta dentera. Odio las arañas y su aparatoso telar, y este cada vez es más denso, incluso va pasando de estante a estante invadiendo mi campo de avance. De hecho, noto cómo esos aprensivos filamentos se me enredan por la cara y si trato de quitármelos se me adhieren más...
     —¡Isidro!
     Despierto en mi cama. Me incorporo como un resorte. Delante está María, mi María, mi hermosa mujer por la que los años solo pasan para otorgarle más belleza y resplandor.
     —¿Estás bien? —dice acariciándome—, qué sudada llevas.
     Sacudo la cabeza.
     —Menudo sueño...
     —Bueno, levántate, he hecho café.
     Percibo su aroma, por eso estaría soñando con él.
     —Unos minutos... —me desperezo.
     —No —contradice—, vente al salón, tenemos visita.
     —¿Visita? —arrugo la frente.
    —No me mires así; fuiste tú quien invitó al hombre de los dientes torcidos...


La puerta




—Nunca la hemos quitado... —las palabras de mi padre se quedan resonando con una efervescencia terrorífica. 
     Él siempre tenía la frase perfecta para cada momento. Mi preferida era «El miedo es una parte de nosotros que no sabemos dominar», y me la formuló cuando le conté lo de la puerta.
     En el pasillo contiguo a mi cuarto había una puerta que siempre estaba cerrada. A veces intentaba abrirla, pero era imposible, y eso que no tenía ningún cerrojo; estaba como pegada a la pared.
     —Papá, ¿dónde lleva esta puerta? —pregunté un día.
     —A nada.
     —¿Cómo? 
    —Es decir —sonrió—, esta casa era el doble de grande. Pertenecía al abuelo. Por aquí se accedía la otra ala, él la vendió a un banco que la derruyó para construir unos pisos que nunca se edificaron. 
     —¿Y por qué no la quitó?
     —Le gustaba —seguía riendo—, es como una parte de la casa.
     Ese día dejé de obsesionarme con ella... hasta que vino la luz
  Una noche, la reverberación de unos cuchicheos gélidos me despertaron con la pesadillesca sensación de asfixia. Un mal sueño, pero cuando me serené una luz apareció por el pasillo. Mis padres solían levantarse en esporádicas visitas al lavabo y no pensé más en ello. De pronto, unos golpes como venidos de otro edificio irrumpieron en la quietud de la noche. Ahí sí me asusté. Intenté ir al cuarto de mis padres, pero al salir al pasillo presencié que la luz refulgía por los bordes de la misteriosa puerta. Aterrorizado, regresé al cobijo de mi cama. 
     —Me mentiste, papá —le abordé al día siguiente.
     —¿Cómo? —en su cara afloraba duda y preocupación por mi apariencia asustada.
     —Ahí vive alguien —señalé la puerta.
     —¿Eh...? Ya te dije que...
     —¡No! —corté con más sobresalto que ira—, anoche salía luz de detrás.
     Él, al leer el temor en mis ojos, entonó su mágica frase. 
     —Yo también era miedoso, pero el miedo es una parte de nosotros que no sabemos dominar. 
     Luego fuimos a una tienda y compramos una lamparilla de noche azulada con estrellitas purpúreas. 
     La encendí antes de irme a dormir. Su luminosidad no dejaba que entrara la luz, y logré dormirme. Pero el miedo es una parte de nosotros que no podemos dominar, sobre todo cuando unos siseos gélidos me despertaron. Removí la cabeza aturdido. La lámpara seguía encendida. Eso me tranquilizó, aunque solo el instante que tardé en ver a un hombre en el umbral de la puerta de mi habitación, mirándome con la cara desencajada y un palo desafiante en su mano. No grité, no pude, aunque tampoco sé qué pasó después.
    Al día siguiente, mis padres me encontraron acurrucado y en trance delante de la misteriosa puerta. Cuando volví en mí, les conté lo del enajenado que vivía detrás de la puerta supuestamente cerrada y que vino a por mí por haberlo descubierto. Ellos intentaron consolarme diciéndome que durante el duermevela la mente está aturdida y malinterpreta la realidad.
     Pero el miedo seguía siendo eso que no podemos controlar. 
   Tanto las noche como las puertas cerradas empezaron a aterrarme. Mis padres, angustiados, me llevaron a terapia, sin éxito. Finalmente tuvieron que retirar la puerta. No me lo dijeron, ni yo lo pregunté, simplemente un día no estaba. 
   Mis dolencias remitieron. Incluso los amargos recuerdos quedaron mitigados a vagas remembranzas de otra vida. El tiempo pasó, terminé los estudios y me independicé sin volver a sufrir ningún nuevo ataque... hasta hoy que mis padres me han invitado a cenar en su casa.
     —¡Buenas! —digo al entrar, pero nadie contesta, solo una luz asomando por el pasillo. 
     Me dirijo a ver y me quedo inmóvil. De pronto, me llaman al teléfono.
     —¿Llegaste? —es mi padre—, nosotros tardamos —silencio—. ¿Hola?
     —Ha vuelto... —susurro al fin.
     —¿Qué? 
     —La puerta del pasillo...
     —¿Cómo? —comenta intranquilo.
     —La que quitasteis porque me aterrorizaba, ha vuelto... 
   —Esto... —calla unos tensos segundos y entonces lo dice—: Nunca la hemos quitado... —sus palabras se quedan resonando con la efervescencia de mis antiguos temores. 
     —¡¿Qué...?! —grito y el intermitente pitido de una llamada cortada me contesta.
     Corro a la salida, pero su puerta está atrancada. Entonces, siento una presencia gélida que me retuerce los huesos. Me escondo en el lavabo mientras comienzan a aflorar los temores que nunca me abandonaron. Porque el miedo no es una parte de nosotros que no sabemos dominar, sino algo ajeno que quedó enquistado. 
     Me miro al espejo. Este escupe la imagen de una cara desencajada con unos ojos que casi no caben en sus órbitas y temen salir rodando entre sudor y escalofríos. El recuerdo del monstruo vuelve a mis retinas como si lo tuviera delante. Sin embargo, me asalta una obviedad: ahora no soy un renacuajo indefenso, sino una persona adulta con mayor fuerza de defensa.
     Desenrosco el cabezal de la fregona que solemos guardar en el lavabo, agarro el palo, trago saliva y voy hacia la puerta luminosa. Para mi sorpresa, cuando me tiene delante, esta se abre dejando entrar una pestilencia helada. La atravieso y aparezco en un pasillo como el de mi casa, pero construido con una simetría espejada. La supuesta luz sale de una habitación a mi izquierda. Avanzo y me detengo en su umbral con el palo en alto. Entonces lo veo: un niño en una cama, mirándome con unos ojos fríos donde se refleja la luz de una lamparilla de noche azulada con estrellitas purpúreas. 
 

Imágenes obtenidas de internet, si están sujetas a derechos que se me avise y las retiraré.

Opus 1: Los nueve Enanitos




Lo encontré al lado de un contenedor como un viejo mueble que ya ha vivido bastante. Parecía antiguo. Tenía la cubierta desgastada y el teclado destrozado. Sin embargo, las mazas, de apariencia atávica y rudimentaria, continuaban intactas, y las cuerdas tensas y con muchas melodías por ofrecer; de hecho, cantos de sirena salieron de su interior cuando las rasgué.
Soy más esnob que «Diógenes», pero para mí, y como pianista, estos objetos son sagrados. Además, mi carrera necesitaba otro punto de vista; el mundo de la interpretación y composición es como darse cabezazos contra una historia que nunca llegaría a saber de mi existencia. Amparándome a ello había acabado dando clases a críos mimados que solo suspiran contentar a sus padres. Quizá era hora de virar hacia la noble dedicación de luthier.
No supe qué fenómeno produjo tal locura, pero me vi haciendo algunas llamadas e instalando el piano en casa.
Una vez allí me puse manos a la obra. La cubierta la dejé tal cual. Estaba vieja y desgastada pero me gustaba el tono «vintage» que le proporcionaba. El teclado sí lo recompuse, aunque intenté utilizar los mismos trozos que lo componían, restaurando lo que pudiera y si alguna parte necesitaba un recambio nuevo lo hacía con materiales cuidadosamente rebuscados. Mientras lo ensamblaba me quedé maravillado con los acabados de su caja de resonancia y mecánica que, aunque antigua, continuaba perfecta. 
Durante días, mi pequeño estudio rezumaba artesanía, felicidad y un fuerte olor a cola. 
Una vez reparado me pasé horas sin poder dejar de mirarlo. Ese trasto me había dejado embelesado. No podía ni creer cómo alguien hablia podido desprenderse de esa reliquia. Ni siquiera conseguí contenerme; empecé a tocarlo sin esperar a que la cola compactara. 
Para mi sorpresa, estaba perfectamente afinado, el sonido que producía era límpido y puro y el peso de las teclas ideal. Interpreté «El Claro de Luna» de Beethoven, una pieza con la que mi profesor decía que llegué a tocarle el alma.
Cuando terminé permanecí en silencio y contemplando el magnífico instrumento.
—¿Podrías interpretar algo de Mozart? —dijo alguien a mi lado.
Giré sobresaltado y me encontré un hombrecillo mirándome con una cara marcada por el tiempo.
—Mejor Debussy, ese sí fue grande —oí del otro lado donde otro enanito me observaba con expectación.
—¿Grande? —una voz a mi espalda empezó a rebatir—, ¿lo dices por tu idea de la escala pentatónica?
Quizá fuera el cansancio o los vapores del pegamento, pero varios enanos a mi espalda empezaron una cómica discusión sobre unos méritos que no entendía.
—Tampoco fue tan ingenioso.
—¡Reinventó la composición! Gracias a mí.
Las intervenciones fueron sucediéndose con un tono de reproche «in crescendo».
—Todos hemos contribuido a que alguien reinventara algo.
—Ya, pero hay formas y formas.
—Totalmente de acuerdo.
—Pues yo no.
—Vamos a ver, después de Bach lo que siguió fue pura inercia...
—¿Ya me sales con Bach? ¿Y dónde te dejas a Monteverdi?
—¡Callad! —gritó uno señalándome—. Esta persona nos devuelve al mundo y, ¿nos ponemos a discutir como unos niñatos adictos al «postureo»?
Todos me miraron.
—Esto... —yo no podía creer lo que veía—, ¿qué está pasando?
Los nueve hombrecillos empezaron a reírse.
—Nos has sacado del piano —dijo uno.
—¿Yo?
—Sí —insistió el primero que había aparecido—, con la magnífica representación del maestro Beethoven.
La surrealidad se mezcló con la cordura. Ellos contando anécdotas que humanizaban a mis ídolos y tan rebuscadas que pocos musicólogos las conocerían. Yo, mientras tanto, interpretaba sus peticiones. 
Nacieron de una melodía que tocó el artesano que fabricó el instrumento. Cada vez que alguien lo tocaba y sobresaltaba las almas de sus oyentes, salían como si de una invocación se tratara. El piano era excepcional y su resonancia y armónicos tan profundos que cada uno de los grandes músicos de la historia quería pasar un rato con él, aunque fuera solo unos instantes. De ese modo, convivieron con cada genio y, en varios casos, proporcionaron el pequeño empujón que les hizo inmortales. 
Fue una velada extraordinaria.
Al día siguiente, amanecí durmiendo encima del piano, con varios pedazos de teclas pegados en la cara y la sensación de haber vivido sueño lúcido. Varios mensajes brillaban como reminiscencias de algo pasado en mi móvil. Algunos eran de padres de alumnos, preguntándome el porqué de mi ausencia. Pero uno, el más importante, procedía de mis vecinos diciéndome que la próxima vez que pasara la noche de cháchara con amigos y tocando el piano iban a denunciarme. 
Eso me exaltó. Quizá no fue una alucinación. Quizá todo lo acontecido fuera real. 
Me senté al piano e invoqué a los enanitos. Pero nada. Sin embargo, no me rendí y fui tocando sin parar. Cuando mi memoria se agotó saqué el arcón donde guardo mis partituras y empecé a interpretar una tras otra.
 Acabé con las muñecas destrozadas y las yemas sin sensibilidad. Había pasado por Brahms, Chopin, Tchaikovsky, Schumann, Schubert, Berlioz incluso Litz o Rachmaninov..., luego me atreví con Schönberg, Webern, Messiaen y contemporáneos hasta llegar a Stockhausen y los más vanguardistas, pero en el cuarto seguíamos yo y un montón de hojas por el suelo. Ningún hombrecillo misterioso. 
Desolado miré el arcón. Solo quedaba una obra. El último cartucho por quemar. La puse en el atril. Entonces me di cuenta de que nunca antes la había interpretado. Estaba manuscrita con unos garabatos puntiagudos y hechos como a toda prisa. Unos acordes en apariencia absurdos asomaban por una armonía tan complicada que no fui consciente del título y autor. Era dificilísima. Necesitaría varios días de práctica para tocarla decentemente. Sin embargo, empecé a interpretarla con una soltura innata. Mis dedos iban descubriendo cada nota como si fuera algo que surgiera de mí interior. Con los ojos entrecerrados, me dejé llevar por una interválica disonante entremezclada con melodías imposibles y una forma compositiva única que se adelantaba a mi propia época.
Terminé extasiado, sin aliento, con el corazón a mil y preguntándome de dónde habría salido esa maravilla mientras volvía a la primera página para descubrir título y autor. Esta obra sería motivo suficiente para inmortalizar a su creador. Entonces me quedé de piedra. Algo que, o bien esclarecía todo o lo dejaba aún más bajo su velo de irrealidad, me dio en la cara. Bajo el título, el mismo que esta historia, figuraba el nombre de un compositor peculiar y muy especial: yo.

El Púlsar




La culpa fue del hombre cabra. Eso dijo él que era, porque nosotros nunca habíamos visto una cabra.
Hacía tiempo que se había puesto de moda la deformación estética del cuerpo. Desde que lo vi en un ente que llevaba lo que parecía una oreja humana entre sus antenas no dejaron de aparecer. El elegido estrella para esas mutilaciones corporales era el humano. Esos seres egocéntricos siempre han suscitado tanto odio como fascinación. Está prohibido entablar contacto con ellos, hacerles así creer que están solos y dejar su belicosa mentalidad al margen. Por eso son tan deseables en el ámbito de las mutilaciones.
Sin embargo, lo del hombre cabra fue excesivo. De humano solo tenía las piernas. Dos grandes cuernos coronaban una cabeza alargada por unos maxilares apuntalados con una barbita ridícula. Era una especie de magnate interplanetario. Su apariencia no era sino una muestra de su poderío, un conjunto macabro, pero siniestramente hipnótico, y vino a nuestro planeta con una intención particular.
Situado en el centro de cuatro estrellas que rotan entre sí en una singularidad insólita, nuestro planeta es único. Esa peculiaridad astronómica le confiere unas características que sus habitantes supimos aprovechar para hacer de él el centro de la juerga intergaláctica:
Primero la penumbra.
Aunque astronómicamente tengamos cerca cuatro estrellas, no lo están tanto como para empapar de luz el planeta. Y eso que una de ellas es una gigante azul. Sus rayos llegan como flashes púrpura, cruzándose con los de la enana roja y entremezclándose con el multicolor de la enana blanca. El conjunto es un sinfín de formas danzando por la penumbra como estereogramas abstractos. Pero todo eso se quedaría en nada si no fuera por la cuarta estrella: el púlsar.
Desde miles de años luz, esta pequeña estrella de neutrones parece un pulso intermintente, de ahí su nombre, pero está tan cerca que su parpadeo lumínico es como una epiléptica rayadura discotequera bestial. A eso hay que añadir la pequeñez del planeta y su gravedad mínima. Los visitantes flotan sin cansarse durante varios periodos rotacionales. Además, la atmósfera es tan pobre que proporciona cierta desorientación si no se está acostumbrado. Y eso, junto las turbulencias y ritmos sonoros que producen las fluctuaciones gravitacionales de las cuatro estrellas, provoca en cada turista el estado de embriaguez perfecto.
Nada más aterrizar, los entes entran en trance, les invade cierta euforia con el consiguiente ensalzamiento de la amistad o ven potenciada su personalidad y lengua... Nosotros mientras damos cobijo y la exposición de las zonas donde su experiencia sea máxima.
Aun así, debemos parte del éxito al baile traslacional del púlsar con sus tres hermanas luminosas. Durante veinte ciclos rotacionales, cuando las cuatro están más próximas entre sí, la turbulencia festiva llega a su mayor auge. Incluso nosotros quedamos a merced de la juerga porque no podemos controlar sus efectos. Ese periodo es conocido como «El Gran Despiporre»; la mayor festividad del universo donde entes de todo el cosmos llegan para pegársela al máximo.
Y fue en mitad del último «Despiporre» cuando apreció el cabrón medio humano. Lo hizo de forma amistosa, proporcionándonos ayudas y maquinaria especial para sufragar ciertas deficiencias protocolarias. Incluso dispuso satélites para salvaguardar la gran cantidad de visitantes a modo de hostales espaciales. Sin embargo, no supimos ver las intenciones que escondía tras unos actos aparentemente altruistas. Las máquinas y satélites eran escáneres ambientales que recogieron todo tipo de datos.
Cuando terminó la gran festividad y reemprendimos la marcha cotidiana, lo notamos de inmediato; no fue necesario ver a los primeros visitantes menos eufóricos o mentalmente sobrios. La penumbra, atmósfera y gravedad estaban alteradas por la maquinaria del hombre cabrío; nos saboteó para montarse sus puestos astronómicos de juerga.
Intentamos no darle importancia. Ningún planeta tendría nuestra singularidad. Solo tendríamos que eliminar ese veneno que nos habían inoculado. La maquinaria fue fácil desarmarla. Los satélites no. Somos taberneros intergalácticos no ingenieros y el magnate nos sepultó a conciencia bajo una nube de chatarra flotante, copando el cielo y negando el paso de luz, incluido el púlsar. La soledad nos asoló rápidamente.
Tuvimos que abandonar el planeta y, con horror, comprobamos que cada sistema planetario aguardaba un espacio, propiedad del magnate, que viralizaba nuestra esencia.
No pude aguantarlo.
Transformé por completo mi cuerpo y vine, en secreto, al único lugar donde ese indeseable nunca pisaría. Mimetizado con los entes del planeta, empecé de nuevo. Monté lo que aquí se conoce como garito. En él, combino tradiciones de este mundo, como música y bebidas espirituosas, con una alteración atmosférica y gravitatoria a través de una máquina del hombre cabra que me agencié. Abro medio ciclo rotacional seis veces seguidas y cierro uno que aprovecho para descansar y mirar las estrellas, o más bien intentar visualizar mi planeta, aunque solo alcanzo los tenues parpadeos del púlsar. Sus cómplices guiños me producen una paz que nunca creí posible, y mucho menos entre estos seres.
Los humanos no son malos, por lo menos no la gran mayoría. Solo son ignorantes, lo que pasa que algunos de ellos aprovechan esa ignorancia para enfrentarlos entre sí. Incomprensible... Sin embargo, tengo un plan para tratar de cambiar eso, el cual comenzó cuando abrí «El Púlsar», así he llamado a mi garito, y empecé a embadurnar el planeta de desinhibición, jolgorio y exaltación de una felicidad inimaginable para ellos... Y es que, después de todo, la vida debería ser eso... una fiesta.


Imágenes de internet, si están sujetas a derechos que se me avise y las retiraré.

Uno para todas y todas para uno

La «Gaceta de optometría y óptica oftálmica» es una revista que sale a nivel nacional cada mes y dirigida al sector de la óptica y optometría. Entre estudios, entrevistas, promoción de nuevos métodos y muchas más aspectos especializados, hay un apartado para la creatividad como la fotografía, diseños y escritura. En este último caso es un microrrelato de 250 palabras y de entre todos los que se envían al mes se elige uno que se publica en el siguiente número.
En septiembre de 2019 un relato mío salió elegido para su publicación y como homenaje a esos compañeros que han estado, están y, después de todo esto que está pasando, continuarán estando, lo publico por aquí también.


UNO PARA TODAS Y TODAS PARA UNO




—Venga que se escapa —dice la gafa de lejos.

—Para ti es fácil, yo solo puedo moverme a distancias cortas —reprocha la gafa de cerca.

—Último esfuerzo —anima de nuevo la de lejos.

—Es inútil. —La gafa de cerca está al borde del derrumbe; a lo lejos, ve cómo el progresivo se va desmarcando—. Llegará antes a la meta...

—Da igual, lo importante es llegar. —La gafa de lejos sigue con sus incentivos—. ¡Mira!, ¡está ahí!

De ponto, asoma la meta: una óptica. Renovadas energías asolan a cada una. En pocos segundos llegan y se internan. Dentro está el óptico-optometrista realizando un examen visual a un paciente. Lo bordean, entran al taller del local y se encuentran al progresivo junto una lente blanda flotando en un recipiente.

—¿Y esto? —dice con extrañeza la gafa de lejos; nunca antes había visto nada parecido.

—Soy una lente de contacto, ¡vuestra perdición!

—¡Claro...! —suelta el prepotente progresivo—, ¡qué flamante! Nunca podrás valerte tú solita, siempre necesitarás el apoyo de unos lentes convencionales.

—¡Eso! —Exclama la gafa de lejos.

—¡Cállate! —le reprocha el progresivo con sorna—.Tú ya estás casi obsoleta.

—Tiene razón —solloza la gafa de cerca—, ya le sucedió al monóculo. Nos llegó la hora...

—A todas, en realidad —ríe la lentilla.

Entonces, entre esa nube de reproches, aparece el óptico-optometrista y pone orden.

—¡Calma! ¿Qué pretendéis? Tenemos un paciente esperando. Su salud visual es delicada, ¿no lo entendéis? Os necesita a todas y no por separado, sino juntas.


Delirium tremens


Los golpes en la puerta me sacaron del delirio devolviéndome a una la realidad que últimamente viraba sobre el límite de mi cordura. El día anterior, mientas jugaba mano a mano con la muerte y un coma etílico que creía dominado, había pillado tal cogorza que me había quedado dormido en el sofá.
Me incorporé sobresaltado. Además, tenía cada junta del cuerpo fuera de lugar. Hubiera necesitado algo más de tiempo para recomponerme pero la insistencia de esos manotazos contra la puerta dieron la urgencia necesaria para acudir en su ayuda.
Sorteando objetos, manchas pegajosas y retazos de dignidad que aún quedaban esparcidos por el suelo, me abrí camino. A cada paso unos pinchazos azotaban mi cabeza y a cada pinchazo una nausea golpeaba mis entrañas.
Cuando abrí, dos hombres uniformados entraron en mi casa, sin siquiera tener la cortesía de mi permiso, y preguntaron si conocía a la vecina del quinto. Dije que no; esa fue la primera mentira. Después preguntaron cuándo fue la última vez que la había visto. En mi segunda mentira, porque la había visto la noche anterior, antes de enfrentarme a ciegas contra mi última oponente de vidrio y alcohol, comenté que no sabría qué decir. La tercera mentira fue cuando me preguntaron si pensaba que ellos eran imbéciles, porque dije que no aunque pensé lo contrario. Acto seguido, me maniataron y, en comisaría, me encerraron un día entero. Esperaban que así la resaca y esa agradable estancia reblandeciera mis convicciones.
A la mañana siguiente me metieron en un cuartucho vacío con una mesa y espejos en las paredes laterales. Durante unas horas, o el día entero, no tenía forma de saberlo, cansado, hambriento y con la lengua convertida en una suela de zapato de esparto, permanecí entre sentado, paseando y tirado por el suelo. Justo cuando empecé a elaborar el plan de abrirme a cabezazos contra los espejos entró un hombre elegante y con cara amistosa. Me ofreció un vaso de agua que lo deglutí como un animal desbocado. Luego se sentó e instó a que lo hiciera. Llevaba una carpeta de cartón. Adentro aguardaba la fotografía de una chica risueña. Preguntó si la conocía. Yo quería acabar con todo, así que le conté la verdad. Sí, la conocía, era una mujer con la que había estado saliendo, la compañera perfecta y razón de mi existencia; la misma que me abandonó como un perro viejo y enfermo y a la cual no pude olvidar porque vivía en mi edificio. La última vez que la vi fue al umbral de su piso, yo iba algo borracho pero lo recuerdo. Estaba discutiendo con su nuevo novio. Fue la noche antes de que aparecieran en mi puerta dos agentes y me llevaran sin hacer más de cuatro preguntas y ninguna aclaración. Él rumió algo y me pidió que describiera a ese hombre, pero no podía, dije, iba poco bebido aún, pero lo suficiente como para definir sus rasgos. De pronto, miró al espejo y entró otro hombre que le dio un papel. Con voz monótona, leyó el informe que detallaba el asesinato de mi vecina acaecido la noche que yo la había visto.
Empecé a sollozar. En el fondo lo intuía, pero no quería creerlo. Él continuó leyendo. Varios vecinos contaron que me vieron rondar por el descansillo del quinto piso varias veces esa noche. Me preguntó que qué decía a eso. Yo no recuerdo nada de esa noche, cuando voy tan ciego me transformo en otra persona. Sin embargo, le dije que desde que ella me dejó y me embarqué en mi periplo alcohólico, no dejé de arrastrarme a su piso en busca de su redención. No le convencí.
Hoy, después de mantenerme varias semanas bajo arresto, ante la falta de pruebas, me sueltan, aunque sé que es una estratagema para observarme. Aun así, decido hacer vida normal. Me voy a casa y es aquí, como un jarro de ácido bien denso, recuerdo lo de ella. Ahora sí la he perdido para siempre. Sin embargo, como un flash que ilumina la poca masa encefálica que me queda activa, en vez de abatimiento, me vienen ganas de venganza junto con el recuerdo de mi enésima mentira: sí conozco al supuesto «novio» que la asesinó.
Voy al mueble bar, agarro una botella de bourbon, luego me dirijo a la cocina, cojo el cuchillo jamonero, entro al baño, me pongo frente al espejo, aprieto el facón contra mi cuello, me trasiego media botella... y espero a que aparezca...



Imagen sacada de internet. Si está sujeta a derechos que se me avise y la retiraré.  


La zapatilla de ir por casa




Hoy hace un mes que perdí mi zapatilla izquierda de ir por casa. Parecerá absurdo, pero llevo treinta días calzando una. No es que les tenga un apego especial, son las típicas zapatillas de tela barata y suela de goma con un dibujo de un tiburón risueño bordado en el empeine, pero nada más entrar por la puerta de casa tengo que librarme del yugo del calzado diario; solo así logro relajarme.
Sin embargo, cuando la perdí, no fui consciente de lo que eso trajo consigo. Por un lado no he podido reemplazarlas, y eso que, cerca de casa, y para mi sorpresa, hay una tienda exclusiva de este producto. La primera vez que la vi fue, casualmente, pocos días después de perder la zapatilla. Esa coincidencia me pareció algo extraña, además, nunca habría pensado que pudiera existir un comercio que se dedicara a ese monopolio. No obstante, entré decidido a por un nuevo par, pero una vez dentro, me asoló la típica e indeseable sensación de tener que pasar una página que no era capaz. Me di la vuelta y me largué. Días después lo intenté de nuevo, pero con el mismo resultado, y eso me llevó a la cuestión de ir con un pie desnudo por casa. Una imagen que me transporta, con un vívido y límpido recuerdo, al día que la extravié.
Fue después de acompañar a mi mujer al garaje. No tenía que hacerlo, había dicho ella, aun así lo hice. Una vez en el parking, subió al coche y, sin siquiera despedirse, se fue. Luego regresé a casa, fui al dormitorio, me descalcé y, al querer ponerme las susodichas zapatillas, me di cuenta de que solo había una.
Busqué por todas partes: dormitorio, salón e incluso entre los armario altos de la cocina..., pero nada. La verdad es que no se me da bien encontrar cosas. Lo mío es perderlas. Es mi mayor virtud, como decía irónicamente mi mujer. La suya era encontrar lo que yo perdía. Nos completábamos de ese modo, nada de pamplinas abstractas, yo perdía cosas y ella las encontraba. Desde que nos conocimos siempre fue de ese modo, algo de lo que no fui consciente hasta el primer día en que empezamos a vivir juntos.
Esa mañana me iba a trabajar y no encontraba las llaves de casa.
—Cariño, ¿has visto mis llaves? —pregunté desesperado.
—Claro —replicó con burla.
—¿Y?, tengo prisa...
—¿Has mirado bien?
—¿Tú qué crees?
—¿Incluso en la cerradura? —dijo riéndose.
A partir de ese incidente mi dependencia por su virtud fue en aumento, cosa que a ella le hacía bastante gracia.
—Cariño, ¿y el mando de la tele? —preguntaba en una de esas.
—Te has sentado encima —decía sin esconder una grotesca sonrisa.
—Cariño, ¿mi chaqueta vieja? —preguntaba en otra.
—La llevas puesta —respondía con escarnio mal disimulado.
No lo hago a propósito. Es como una de esas extrañas patologías que suelen aparecer de vez en cuando en absurdos estudios realizados por universidades extranjeras.
Sin embargo, llegó un momento en que sentí que tenía que hacer algo para remediar esta dolencia. Fue un día después del trabajo.
—¿Dónde tienes el anillo? —preguntó, sin siquiera saludarme, cuando aparecí por la puerta.
Lo había perdido hacía días. Cuando iba a jugar a tenis me lo solía quitar y en una de esas...
—Está por la mesilla de noche —dije fingiendo indiferencia. Podría haber apelado a mi dolencia, pero me pareció que perder ese objeto era algo inconcebible.
Ella me miró de manera extraña.
—¿Por qué te lo quitas?
—Ya sabes, me aprieta y a veces... ¡pues eso...! —solté con decisión intentando afianzar mi farol.
—En la mesilla... —bufó con los puños apretados.
Entonces cogió mi mano y depositó en ella el anillo. Luego se giró y encerró en el dormitorio. Fue la primera vez que se enfadó seriamente conmigo.
No es que ella pensara que yo pudiera tener una aventurilla, ni que la buscara, nuestra relación, cimentada a base de mis descuidos, estaba por encima de eso. La causa era causa, que no supe, pero que lo atribuí, erróneamente, a mi capacidad de perder cosas.
A partir de ahí intenté mitigar al mínimo mi torpeza. Si extraviaba algo sopesaba la posibilidad de continuar sin ello. No preguntaba por nada, incluso me entró miedo de hablar de lo que fuera por si mí dolencia salía indirectamente a la luz. Al poco, nuestro día a día, se convirtió en una rutina elemental alternada con incómodos silencios.
Una mañana, al regresar del trabajo, me la encontré, esperándome, con una gran maleta y varias lágrimas dibujando el contorno de su cara.
—¿Cariño? —pregunté sorprendido y algo asustado.
—Me voy —dijo entrecortadamente.
—Cariño espera..., ¿qué pasa?
—No lo entiendes, ¿verdad? —explotó—. ¡Nos perdimos!, ¡rompiste nuestro ensamblaje!, ¡nuestra esencia...!, tú... —Un sollozo truncó su frase.
Agachó la cabeza, cogió su maleta y salió. Yo la seguí, aunque ella dijera que no lo hiciera. Intenté decir algo que la apaciguara, pero la pigricia que había tomado como hábito no ayudaba; me sentía como una margarita deshojada donde ninguna respuesta queda por salir. Una vez en el garaje, ante mi impávida desidia, subió al coche y, sin despedirse, la perdí.
Hoy hace un mes de aquello. Treinta días a solas contemplando mi pie desnudo; algo que no deja de recordarme que ese día no solo perdí un zapato de ir por casa... Lo perdí todo.

El animal





—¿Has visto eso?
—¿Qué?
—Por el arcén, ¿no me digas que no lo has visto?
—No... y eso que voy conduciendo .
—Estás demasiado concentrado en la carretera.
—La autopista está abarrotadísima... ¡como para ir despistándose!
—Lástima.
—¿De qué?
—De que no hayas visto al animal que acaba de pasar.
—¿Un animal? ¿Estás seguro?
—Completamente
—¿Y por qué es una lástima?
—Era increíblemente maravilloso.
—¿En serio? ¿Qué animal era?
—No sé, nunca antes lo había visto.
—¿Nunca? No te habrá dado tiempo de fijarte bien.
—Pues si que me ha dado tiempo, de hecho, cuando hemos pasado por su lado, he notado como si el tiempo se detuviera y pudiera deleitarme con su anatomía y forma.
—Claro... Y después de esa paranoia que te ha asaltado mirando ese bicho, ¿no has podido vislumbrar qué era?
—No y si no fueras tan maniático con lo tuyo también lo habrías visto.
—¿Tan maniático? ¡Estoy conduciendo, inútil! Maniático dice...
—Vale, no te enfades. A ver si vuelvo a verlo y adivino qué es; tú continúa con tus cavilaciones.
—¡Joder! Mira que llegas a ser exasperante... Descríbemelo.
—Déjalo...
—¡Que me digas cómo era!
—Si no rebajas ese tonito paso de hablar contigo.
—¡Ufff! ¿Podría su santidad adjetivar al empecatado animal?
—No sé si prefiero el sarcasmo al despotismo...
—¡Venga!
—Vale... Era grande, muy grande.
—¿Grande...? ¿Como un perro de esos que llevan un barril con brandy caliente para cuando rescatan a alguien?
—¿Un perro? Creo que lo hubiera advertido.
—¿Un oso?
—Un... ¿oso? Nunca he escuchado ese nombre.
—¡Venga ya! Si es uno de los animales más difundidos del mundo: muñecos de trapo, dibujos, marcas, escudos... ¡hasta en la sopa!
—Vaya, qué raro no haber visto jamás uno para ser tan cotidianos.
—Bueno, yo realmente tampoco, solo por televisión.
—¿Televisión?
—Sí, ¡televisión!, esa caja tonta que nos emboba a diario.
—¡Ah...! Y, a parte de grandes..., ¿cómo son?
—Son peludos, los hay pardos, blancos...
—Entonces no. Este era más bien grisáceo y sin pelo.
—¿Que qué?
—Ha sido algo raro.
—Gris... pelado... ¿Un hipopótamo?
—¿Un qué?
—¿No me digas que tampoco sabes lo qué es un hipopótamo? Si hasta anunciaba pañales hace unos años.
—¿Un animal anunciando pañales?
—No era un animal de verdad, sino un muñeco.
—¿Como los osos?
—No, más bien algo como una marioneta.
—Déjate de peleles; el animal que he visto era real.
—Ya bueno, me refería al del anuncio; los hipopótamos son reales.
—Y calculo que también los habrás visto en la... ¿televisión?
—No, en este caso lo vi con mis propios ojos en un safari, incluso tengo una fotografía.
—¿«Safa...» qué?
—¡Safari! Es como un zoo.
—¿Como un zoo?
—Sí, el primero es parecido a una aventura que haces por un recinto, de hecho en suajili significa «viaje». El zoo es más bien como un parque de atracciones o museo con animales expuestos.
—¡Cuántas cosas sabes...!
—Chorradas que se me van quedando con el paso de los años.
—Qué envidia, a mí no se me queda nada... ¿Y cómo es ese animal?
—Pues es grande, grisáceo, casi sin pelo, cabeza redonda, orejas pequeñas...
—No... Creo que no era un hipopótamo.
—Pues entonces, no sé... ¿Tenía una trompa?
—¿Qué?
—¡Trompa! Como un brazo pegado a la cabeza.
—Ahora que lo dices, sí, pero no era como un brazo, sino puntiagudo, rígido y punzante.
—¿Cómo...? ¿Has visto un pez espada o qué?
—Ya te he dicho que no lo sé..., ¿cómo es ese pez?
—Pues... grande, grisáceo, sin pelo y con una gran protuberancia que sale de su cabeza, como si su nariz fuera un largo aguijón.
—Pero, ¿los peces no deberían ir por el agua?
—Esto... ¡ya!, pero es que lo que me dices no me cuadra con nada. Estamos divagando entre perros, osos, hipopótamos, elefantes, peces... No sé qué animal puede ser grande, grisáceo, sin pelo, con un largo pincho en la cara y que además le guste ir por los arcenes de las autopistas mareando a la peña.
—Tienes razón... mejor pasemos del tema.
—¡No, ahora quiero saberlo! Dame más detalles.
—Si es que ya ni me acuerdo. Me has llenado la cabeza de tantos animales...
—¡No me jodas!
—A lo mejor vuelve a aparecer...
—¡Claro! A lo mejor podrías...
—¡Espera! ¡Míralo!
—¿Dónde, dónde...?
—¡Ahí! ¿Lo has visto ahora?
—Eh... ¡No!
—Joder, abre los ojos...
—Pero, ¡si no quito la vista de la carretera!
—Pues estaba ahí; lo hemos vuelto a perder...
—¡Ya! Me parece a mí que vamos a quedarnos sin saber qué dichoso animal es.

La Señora Cabra


—Quisiera retirar una onza alimenticia —dice la Señora Oveja.
—Imposible —contesta, detrás de la ventanilla, el Honorable Unicornio—, en crisis alimenticia solo dispensamos Polvín.
—¿Polvín? No... ¡Quiero comida de verdad! —exige la Señora Oveja.
—Es el mismo alimento, pero deconstruido, facilita costes.
—¿El mismo alimento? —La Señora Oveja empieza a enfurecerse—. Sé que lo mezcláis con tierra, ¡así es más rentable!
—Pamplinas —contesta amablemente el Honorable Unicornio—. La estará tomando incorrectamente. Escuche: diluya una cucharada por vaso de agua, así obtendrá la papilla idónea.
A espaldas de la Señora Oveja, en la cola de espera, el Señor Toro, detrás de la Señora Cabra, empieza a refunfuñar.
—¿Por qué la dichosa oveja no acepta? —farfulla.
La Señora Cabra no traga al Señor Toro, pero tiene razón, de nada sirve discutir con el Banco de Distribución y Almacenaje Alimenticio. Sin embargo, tampoco quiere darle más vueltas; su turno es inminente, después del Señor Caballo le toca. «Espero que no tarde tanto como la Señora Oveja», piensa la Señora Cabra mirándolo, el pobre parece muy nervioso y no deja de morderse la pezuña.
—¡Vale! —resuelve la Señora Oveja—. Deme una microbolsa.
El Honorable Unicornio apunta el pedido y aparece el Acrisolado Pegaso con una bolsita llena de un polvo color crema.
—Aquí tiene. ¡El siguiente! —grita el Honorable Unicornio.
El Señor Caballo se abalanza inquieto hacia la ventanilla.
—Señor Caballo... —sonríe el Honorable Unicornio—, ¿qué hace aquí? Aún faltan dos semanas para su mensualidad.
—Necesito otra ración...
—No es posible; cada uno recibe en mensualidad lo correspondiente a sus labores. Debe trabajar más, Señor Caballo, su mensualidad es mínima.
—Me refiero a una ración en concepto de... adelanto...
—Ha agotado los adelantos correspondientes a sus siguientes tres mensualidades; lo sentimos...
—¡No hay labores para mí! —explota de súbito el Señor Caballo—. Todo está mecanizado... Por favor, de équido a équido, ¡ayúdeme!
El Honorable Unicornio sonríe y mira a un lateral. Entonces, aparece el poderoso e Intachable Grifo que pilla por sorpresa, y de las patas traseras, al Señor Caballo.
—¡Monstruos...! —brama mientras es arrastrado hacia la salida—. ¡Ni animales mitológicos ni fantásticos! ¡Sólo monstruos...!
—¡El siguiente! —grita mientras tanto el Honorable Unicornio, pero la Señora Cabra, sobresaltada viendo tal espectáculo, permanece inmóvil.
—Quisiera hablar con el Director —muge el Señor Toro aprovechando el trance de la Señora Cabra y colándose.
—Está reunido —responde el Honorable Unicornio.
—Somos íntimos. ¡Llámalo!
—Le repito que el Director, el Íntegro Minotauro, está reunido con el Jefe Superior por motivos de crisis alimenticia.
—¿Jefe Superior...? —titubea el Señor Toro retrocediendo tembloroso y asustado—. Bueno. Ya... volveré.
—¡El siguiente! —vocifera de nuevo el Unicornio.
—Quisiera mi mensualidad, hoy es el día —comenta la Señora Cabra que, ahora sí, ha permanecido atenta.
—¿Cuánto quiere?
—Toda.
—¿Toda? Señora, deje algo en depósito, si no el Banco retendrá una fracción.
—Toda.
—Hágame caso: saldrá ganando.
—¡Toda! —corta ella groseramente.
El Unicornio no insiste.
—Lo que quieras... Si estás como una cabra es problema tuyo —refunfuña el Honorable Unicornio para sí mismo, aunque con el tono suficiente para que ella lo oiga.
El Acrisolado Pegaso deposita dos maxibolsas y media.
—Aquí tiene.
—¿Sólo eso? —pregunta ella extrañada.
—Ya sabe... La Retención por Totalidad va aumentando; estamos en crisis, además...
—¡Vale! —corta la Señora Cabra aparentemente cansada de tener que aguantar a esta «gente». Coge sus bolsas y vira hacia la salida. «Será mejor que me vaya», piensa, «en tiempos de crisis alimenticia una cabra debe de ser el tentempié perfecto para el Jefe Superior: el Ilustre Dragón».
Una vez afuera, libre de la toxicidad Bancaria, vuelve a respirar sin ningún tipo de asfixia, pero de pronto, a unos metros, ve al Señor Caballo sollozando en el suelo. Se acerca.
—Señor Caballo... —dice sin saber cómo consolarle. Entonces, coge una de sus maxibolsas y se la da.
Él no da crédito. Se levanta y la pilla instintivamente.
—Señora... ¡Gracias! Se la devolveré, ¡lo juro!
—¡Cállese! —suelta ella—, no puede devolver nada, he presenciado su trifulca, ¡dosifíquela!
Al oír eso el Señor Caballo vuelve a llorar, pero ella le insta a largarse; la cercanía del Banco le aterra.
Emprenden la marcha. Al poco, en dirección al Banco, se cruzan con el Señor Burro que, con una característica estaca amarrada al lomo, sostiene atada una zanahoria a la altura de su visión.
—Dentro de poco todos acabaremos así —pronostica el Señor Caballo mirándolo.
«Ya lo estamos», piensa ella.
—¿Cómo hemos llegado a esto? —explota de pronto el Señor Caballo, deteniéndose y girándose hacia el Banco—. Antes nos labrábamos nuestro alimento, ¿se acuerda? Lo producíamos nosotros mismos. ¿Cuándo irrumpió este irreal submundo de falsos animales dictaminando nuestras vidas?
La Señora Cabra no dice nada, aunque tampoco le apetece hablar del tema. Solo niega en señal de indiferencia.
—Todo es tan surrealista... —suspira de nuevo el caballo bajando la cabeza.
Ella, harta del tema y de su victimismo, reemprende la marcha rauda con la intención de dejarlo atrás. Él se da cuenta e intenta seguirla, pero está débil para hacerlo.
—Señora, espéreme —dice entonces al verse rezagado. Pero ella finge no oírle.
No obstante, a los pocos metros, movida por una especie de epifanía moral, se detiene y se gira.
—Sabe —dice secamente—, la culpa es nuestra: es un mundo irreal, sí, pero mientras sigamos creyendo en él la sombra de desdicha que proyecta sobre nuestra realidad nunca se desvanecerá. —Se da la vuelta y continúa caminando.




899 palabras.