Pizza

Buenos días y buena entrada del veranito.

Este mes participo en un reto que me llamó mucho la atención. Se trata del Reto #fuegoenlaspalbras  de junio, en el blog deRebeca Gonzalo, crónicas de la loca que cazaba nubes.

Para tratar el reto primero escuchemos la canción:



Cosmic Love (letra traducida):


Amor cósmico
Una estrella descendiente cayó de
tu corazón y aterrizó en mis ojos
Grité alto, mientras pasaba rasgándolos,
y ahora me ha dejado ciega

Las estrellas, la luna, todas se han
apagado
Me dejaste en la oscuridad
Ni alba, ni día, siempre estoy en este crepúsculo
En la sombra de tu corazón

Y a oscuras, puedo oír el latido de tu
corazón
Intenté encontrar el sonido
Pero entonces paró, y yo estaba en la oscuridad
Así que en oscuridad me convertí

Las estrellas, la luna, todas se han
apagado
Me dejaste en la oscuridad
Ni alba, ni día, siempre estoy en este crepúsculo
En la sombra de tu corazón

Cogí las estrellas de tus ojos, y entonces
hice un mapa
Y sabía que de algún modo encontraría
el camino de vuelta
Entonces oí el latido de tu corazón,
estabas
en la oscuridad
Así que me quedé en la oscuridad
contigo

Las estrellas, la luna, todas se han
apagado
Me dejaste en la oscuridad
Ni alba, ni día, siempre estoy en este crepúsculo
En la sombra de tu corazón

Las estrellas, la luna, todas se han
apagado
Me dejaste en la oscuridad
Ni alba, ni día, siempre estoy en este crepúsculo
En la sombra de tu corazón


Con la música como inspiración debíamos que escribir un relato de unas 1000 palabras, en el caso de ser un texto narrado, y que incorporara el título de la canción o alguna de las frases de su letra. En mi caso, me planteé el terrible pero divertidísimo reto adicional de incorporar todas las frases de la canción. Espero que os guste.

PIZZA






Llevo nueve años cenando pizza cada sábado. No es que me guste, de hecho detesto ese tipo de comida. Sin embargo, era una costumbre que llevaba haciendo desde que empecé a vivir contigo. Estabas enganchadísima. Te comías hasta los bordes. A mi me hacía mucha gracia verte, sobre todo cuando terminabas y comentabas la misma broma, «Y ahora me he quedado ciega de tanto comer». Aun así, en el fondo, lo que más te gustaba de ello era el relax que ese advenimiento te proporcionaba. Sofá, manta y peli a oscuras acurrucada a mí. Aún puedo oír el latido de tu corazón contra mi cuerpo, visualizar tu mirada iluminada por el televisor como pequeños destellos que se quedaron en mi memoria. Verte en ese estado, produjo una felicidad que aterrizó en mis ojos como algo inesperado. 
       No obstante, desde que te fuiste, desde que me dejaste en la oscuridad del sábado noche, lo he continuado haciendo. Me refiero a lo de la pizza. Las estrellas, la luna, todas se han apagado, incluso el televisor permanece a oscuras, pero ese pan con especias, queso y tomate, continúa en mi vida. Puede que lo veas algo normal, pero lo realmente extraño del asunto es que, durante estos nueve años que llevó comiéndola en soledad, nunca la he encargado. 
       Todo empezó el primer fin de semana que me quedé solo y ausente en la sombra de tu corazón. Nunca pensé que se pudiera echar a alguien tanto de menos. Pensaba en ti a todas horas. Te fuiste y mi mente no dejó de divagar por tu imagen y las reminiscencias destellares que dejaste en la oscuridad. Era normal; en su día cogí las estrellas de tus ojos para hacerlos míos, pero para mí desgracia, solo quedaron en mi memoria. De pronto, sonó el timbre sacándome de mis demonios. Grité alto. No esperaba a nadie y me dio un susto de muerte. Abrí la puerta y había un repartidor de pizza que me miraba con sorpresa, o por lo menos eso deducí de sus actos. Aunque no era de extrañar, estaba envuelto en la oscuridad de mi piso y cualquiera se hubiera sorprendido. 
       Le pregunté que qué quería y me dijo que me entregaba la pizza, una la cual nunca había pedido. Le dije que se fuera, que se había equivocado, además, precisamente pizza era lo último que me convenía. Pero se negó; tenía mi dirección, teléfono, incluso sabía cómo me llamaban..., era evidente que ese producto era para mí, aunque yo no lo hubiera pedido. En eso, como una estrella descendiente, tu memoria cayó de tu corazón hacia el mío. Casi desfallezco en el umbral del piso mientras él seguía con sus argumentos. Pero entonces, a raíz de un ademán mío con el que aceptaba el pedido, paró. 
       Cuando se fue permanecí varios minutos en el hall con la pizza en la mano y medio en trance. Porque lo sentí, o más bien lo escuché, incluso hoy todavía puedo oír el latido de tu corazón que percibí en aquel momento. No te podía ver, pero me asaltó la certeza de que allí estabas. 
       Y así me quedé, en la oscuridad contigo. 
    Devoré la pizza con fruición y sin desamparo. Derramé pedazos por el sofá mientras pasaba rasgándolos de la caja a mi boca. 
      A la mañana siguiente desperté con la resaca de haber vivido un sueño desconcertante. Te habías ido, no estabas, probablemente todo había sido producto de mi subconsciente que te echaba de menos. Solo era eso, o por lo menos, así traté de hacérmelo entender. Pero el sábado siguiente, volvió la oscuridad, soledad y el repartidor a la puerta de mi casa. Esa vez no protesté. Yo estaba en la oscuridad, te esperaba. Pagué, me quedé quieto e intenté encontrar el sonido de tu presencia. Y allí estabas en la oscuridad también. 
   Los años pasaron, mi dinámica de vida cambiaba, aunque el sábado noche permanecía imperturbable. Como si de un reloj se tratara, a las diez en punto, la puerta clamaba mi presencia para recoger una pizza que nunca había pedido. Eso me anclo a una existencia vaga y sin solución; en la languidez de un estado anímico al amparo de tu recuerdo. Ni alba, ni día pasaban sin que lamentara cada momento que no pasé contigo. Así que en oscuridad me convertí y la única manera de salir de ese pozo era olvidarte. 
    Cogí la última caja de pizza para llamar al restaurante en cuestión y decirle que salvo ningún concepto volviera a mandarme más pedidos. Pero en el logotipo de las tapas venía un dibujo típico sin ningún distintivo comercial. Entonces hice un mapa con todas las pizzerías de la ciudad y me personé, caja en mano, en cada una. Nunca había sido consciente de la gran cantidad de establecimientos que existen. Pero no cejé. Fui hasta el rincón más abstruso, lugares tan desconocidos que llegaba momentos en los que no sabía, si, de algún modo encontraría el camino de vuelta. 
       Mi travesía duró días, pero nadie sabía nada de mí. Incluso la caja y su dibujo eran desconocidos para cualquier establecimiento. Desistí. Entonces, llegando a casa, casi en el umbral del edificio, tropecé con el repartidor de pizza. Casualmente era sábado. Podría haberle asaltado e interrogado, pero por la experiencia de los anteriores encuentros sabía que no iba a sacar nada. En vez de eso lo seguí a hurtadillas. Llegó a la puerta de mi piso y llamó pero nadie abría. Sin embargo, no renunció, se quedó a la espera mirando la puerta como un perrito aguardado la vuelta de su amo. 
       Entonces lo entendí. 
      Los años pasaron y, aunque siempre estoy en este crepúsculo lastimoso, a partir de ese día ya no hay oscuridad, solo una tierna añoranza. Cada sábado sigo recibiendo nuestra pizza. La como solo o con quien sea, pero siempre con una ausencia, la tuya, la cual entendí que no debía olvidar. sino aprender a convivir con ella durante el resto de mi vida.


Trofeo de participante en Fuego en las palabras

Imágenes extraídas de internet, si estuvieran sujetas a derechos que se me avise y las retiraré.

Hermosina



Érase una vez, en un lugar tan lejano como el punto de referencia que se tomara, existía un reino tan típico como cualquiera. En él, naturalmente, vivía una princesita y, cómo no, acababa de cumplir los dieciocho. Ese día, entre regalos, confetis y alegrías, apareció su tía abuela, que también era madrina, aunque no hada, pero sí un poco bruja, y le dijo, Hermosina —así se llamaba, pues sus padres eran más pedantes que imaginativos—, si llegas a los 35 sin marido, te quedarás sola y sin arroz. 
     Hermosina se rio de ella. Era evidente que esa vieja estaba loca. Además, su belleza irradiaba luz por la vereda que paseara. Si quisiera, podría ser incluso la chica del tiempo de los noticiarios de fin de semana. Sin embargo, esa perfección hacía que los mozos no se atrevieran a cortejarla. 
     Al cumplir los treinta, sin haberse comido una rosca aún, decidió afear su aspecto para probar suerte. Pero por más que dejó de lavarse y acicalarse, por más dulces y grasas saturadas que tomara, por más harapos zarrapastrosos que vistiera, su percha y metabolismo de princesa eran.
     Con su flor más inmaculada que un paquete de toallitas húmedas sin desprecintar, alcanzó la edad maldita. Pero entonces, entre peluches, sollozos y la ventana de su alcoba, apareció Él.
     Era príncipe, tremendamente apolíneo e incluso calzaba como un elefante. Se enamoraron al primer atisbo; la química era evidente, y la física, la anatomía... Las matemáticas no tanto, pero daba igual; eran guapos.
     Hicieron separación de bienes, se casaron, comieron perdices, o lo que fuera ya que no podían engordar, y vivieron felices hasta que sus padres, movidos por un macabro impuesto que el tiránico pueblo gobernante aplicó a su soberanía, les recortaron la paga.
     Y colorín colorado, este cuento ha de terminar; que si no estos dos se acabarán por divorciar.


Imagen de internet, si está sujeta a derechos que se me avise y la retiraré.