La puerta




—Nunca la hemos quitado... —las palabras de mi padre se quedan resonando con una efervescencia terrorífica. 
     Él siempre tenía la frase perfecta para cada momento. Mi preferida era «El miedo es una parte de nosotros que no sabemos dominar», y me la formuló cuando le conté lo de la puerta.
     En el pasillo contiguo a mi cuarto había una puerta que siempre estaba cerrada. A veces intentaba abrirla, pero era imposible, y eso que no tenía ningún cerrojo; estaba como pegada a la pared.
     —Papá, ¿dónde lleva esta puerta? —pregunté un día.
     —A nada.
     —¿Cómo? 
    —Es decir —sonrió—, esta casa era el doble de grande. Pertenecía al abuelo. Por aquí se accedía la otra ala, él la vendió a un banco que la derruyó para construir unos pisos que nunca se edificaron. 
     —¿Y por qué no la quitó?
     —Le gustaba —seguía riendo—, es como una parte de la casa.
     Ese día dejé de obsesionarme con ella... hasta que vino la luz
  Una noche, la reverberación de unos cuchicheos gélidos me despertaron con la pesadillesca sensación de asfixia. Un mal sueño, pero cuando me serené una luz apareció por el pasillo. Mis padres solían levantarse en esporádicas visitas al lavabo y no pensé más en ello. De pronto, unos golpes como venidos de otro edificio irrumpieron en la quietud de la noche. Ahí sí me asusté. Intenté ir al cuarto de mis padres, pero al salir al pasillo presencié que la luz refulgía por los bordes de la misteriosa puerta. Aterrorizado, regresé al cobijo de mi cama. 
     —Me mentiste, papá —le abordé al día siguiente.
     —¿Cómo? —en su cara afloraba duda y preocupación por mi apariencia asustada.
     —Ahí vive alguien —señalé la puerta.
     —¿Eh...? Ya te dije que...
     —¡No! —corté con más sobresalto que ira—, anoche salía luz de detrás.
     Él, al leer el temor en mis ojos, entonó su mágica frase. 
     —Yo también era miedoso, pero el miedo es una parte de nosotros que no sabemos dominar. 
     Luego fuimos a una tienda y compramos una lamparilla de noche azulada con estrellitas purpúreas. 
     La encendí antes de irme a dormir. Su luminosidad no dejaba que entrara la luz, y logré dormirme. Pero el miedo es una parte de nosotros que no podemos dominar, sobre todo cuando unos siseos gélidos me despertaron. Removí la cabeza aturdido. La lámpara seguía encendida. Eso me tranquilizó, aunque solo el instante que tardé en ver a un hombre en el umbral de la puerta de mi habitación, mirándome con la cara desencajada y un palo desafiante en su mano. No grité, no pude, aunque tampoco sé qué pasó después.
    Al día siguiente, mis padres me encontraron acurrucado y en trance delante de la misteriosa puerta. Cuando volví en mí, les conté lo del enajenado que vivía detrás de la puerta supuestamente cerrada y que vino a por mí por haberlo descubierto. Ellos intentaron consolarme diciéndome que durante el duermevela la mente está aturdida y malinterpreta la realidad.
     Pero el miedo seguía siendo eso que no podemos controlar. 
   Tanto las noche como las puertas cerradas empezaron a aterrarme. Mis padres, angustiados, me llevaron a terapia, sin éxito. Finalmente tuvieron que retirar la puerta. No me lo dijeron, ni yo lo pregunté, simplemente un día no estaba. 
   Mis dolencias remitieron. Incluso los amargos recuerdos quedaron mitigados a vagas remembranzas de otra vida. El tiempo pasó, terminé los estudios y me independicé sin volver a sufrir ningún nuevo ataque... hasta hoy que mis padres me han invitado a cenar en su casa.
     —¡Buenas! —digo al entrar, pero nadie contesta, solo una luz asomando por el pasillo. 
     Me dirijo a ver y me quedo inmóvil. De pronto, me llaman al teléfono.
     —¿Llegaste? —es mi padre—, nosotros tardamos —silencio—. ¿Hola?
     —Ha vuelto... —susurro al fin.
     —¿Qué? 
     —La puerta del pasillo...
     —¿Cómo? —comenta intranquilo.
     —La que quitasteis porque me aterrorizaba, ha vuelto... 
   —Esto... —calla unos tensos segundos y entonces lo dice—: Nunca la hemos quitado... —sus palabras se quedan resonando con la efervescencia de mis antiguos temores. 
     —¡¿Qué...?! —grito y el intermitente pitido de una llamada cortada me contesta.
     Corro a la salida, pero su puerta está atrancada. Entonces, siento una presencia gélida que me retuerce los huesos. Me escondo en el lavabo mientras comienzan a aflorar los temores que nunca me abandonaron. Porque el miedo no es una parte de nosotros que no sabemos dominar, sino algo ajeno que quedó enquistado. 
     Me miro al espejo. Este escupe la imagen de una cara desencajada con unos ojos que casi no caben en sus órbitas y temen salir rodando entre sudor y escalofríos. El recuerdo del monstruo vuelve a mis retinas como si lo tuviera delante. Sin embargo, me asalta una obviedad: ahora no soy un renacuajo indefenso, sino una persona adulta con mayor fuerza de defensa.
     Desenrosco el cabezal de la fregona que solemos guardar en el lavabo, agarro el palo, trago saliva y voy hacia la puerta luminosa. Para mi sorpresa, cuando me tiene delante, esta se abre dejando entrar una pestilencia helada. La atravieso y aparezco en un pasillo como el de mi casa, pero construido con una simetría espejada. La supuesta luz sale de una habitación a mi izquierda. Avanzo y me detengo en su umbral con el palo en alto. Entonces lo veo: un niño en una cama, mirándome con unos ojos fríos donde se refleja la luz de una lamparilla de noche azulada con estrellitas purpúreas. 
 

Imágenes obtenidas de internet, si están sujetas a derechos que se me avise y las retiraré.

Opus 1: Los nueve Enanitos




Lo encontré al lado de un contenedor como un viejo mueble que ya ha vivido bastante. Parecía antiguo. Tenía la cubierta desgastada y el teclado destrozado. Sin embargo, las mazas, de apariencia atávica y rudimentaria, continuaban intactas, y las cuerdas tensas y con muchas melodías por ofrecer; de hecho, cantos de sirena salieron de su interior cuando las rasgué.
Soy más esnob que «Diógenes», pero para mí, y como pianista, estos objetos son sagrados. Además, mi carrera necesitaba otro punto de vista; el mundo de la interpretación y composición es como darse cabezazos contra una historia que nunca llegaría a saber de mi existencia. Amparándome a ello había acabado dando clases a críos mimados que solo suspiran contentar a sus padres. Quizá era hora de virar hacia la noble dedicación de luthier.
No supe qué fenómeno produjo tal locura, pero me vi haciendo algunas llamadas e instalando el piano en casa.
Una vez allí me puse manos a la obra. La cubierta la dejé tal cual. Estaba vieja y desgastada pero me gustaba el tono «vintage» que le proporcionaba. El teclado sí lo recompuse, aunque intenté utilizar los mismos trozos que lo componían, restaurando lo que pudiera y si alguna parte necesitaba un recambio nuevo lo hacía con materiales cuidadosamente rebuscados. Mientras lo ensamblaba me quedé maravillado con los acabados de su caja de resonancia y mecánica que, aunque antigua, continuaba perfecta. 
Durante días, mi pequeño estudio rezumaba artesanía, felicidad y un fuerte olor a cola. 
Una vez reparado me pasé horas sin poder dejar de mirarlo. Ese trasto me había dejado embelesado. No podía ni creer cómo alguien hablia podido desprenderse de esa reliquia. Ni siquiera conseguí contenerme; empecé a tocarlo sin esperar a que la cola compactara. 
Para mi sorpresa, estaba perfectamente afinado, el sonido que producía era límpido y puro y el peso de las teclas ideal. Interpreté «El Claro de Luna» de Beethoven, una pieza con la que mi profesor decía que llegué a tocarle el alma.
Cuando terminé permanecí en silencio y contemplando el magnífico instrumento.
—¿Podrías interpretar algo de Mozart? —dijo alguien a mi lado.
Giré sobresaltado y me encontré un hombrecillo mirándome con una cara marcada por el tiempo.
—Mejor Debussy, ese sí fue grande —oí del otro lado donde otro enanito me observaba con expectación.
—¿Grande? —una voz a mi espalda empezó a rebatir—, ¿lo dices por tu idea de la escala pentatónica?
Quizá fuera el cansancio o los vapores del pegamento, pero varios enanos a mi espalda empezaron una cómica discusión sobre unos méritos que no entendía.
—Tampoco fue tan ingenioso.
—¡Reinventó la composición! Gracias a mí.
Las intervenciones fueron sucediéndose con un tono de reproche «in crescendo».
—Todos hemos contribuido a que alguien reinventara algo.
—Ya, pero hay formas y formas.
—Totalmente de acuerdo.
—Pues yo no.
—Vamos a ver, después de Bach lo que siguió fue pura inercia...
—¿Ya me sales con Bach? ¿Y dónde te dejas a Monteverdi?
—¡Callad! —gritó uno señalándome—. Esta persona nos devuelve al mundo y, ¿nos ponemos a discutir como unos niñatos adictos al «postureo»?
Todos me miraron.
—Esto... —yo no podía creer lo que veía—, ¿qué está pasando?
Los nueve hombrecillos empezaron a reírse.
—Nos has sacado del piano —dijo uno.
—¿Yo?
—Sí —insistió el primero que había aparecido—, con la magnífica representación del maestro Beethoven.
La surrealidad se mezcló con la cordura. Ellos contando anécdotas que humanizaban a mis ídolos y tan rebuscadas que pocos musicólogos las conocerían. Yo, mientras tanto, interpretaba sus peticiones. 
Nacieron de una melodía que tocó el artesano que fabricó el instrumento. Cada vez que alguien lo tocaba y sobresaltaba las almas de sus oyentes, salían como si de una invocación se tratara. El piano era excepcional y su resonancia y armónicos tan profundos que cada uno de los grandes músicos de la historia quería pasar un rato con él, aunque fuera solo unos instantes. De ese modo, convivieron con cada genio y, en varios casos, proporcionaron el pequeño empujón que les hizo inmortales. 
Fue una velada extraordinaria.
Al día siguiente, amanecí durmiendo encima del piano, con varios pedazos de teclas pegados en la cara y la sensación de haber vivido sueño lúcido. Varios mensajes brillaban como reminiscencias de algo pasado en mi móvil. Algunos eran de padres de alumnos, preguntándome el porqué de mi ausencia. Pero uno, el más importante, procedía de mis vecinos diciéndome que la próxima vez que pasara la noche de cháchara con amigos y tocando el piano iban a denunciarme. 
Eso me exaltó. Quizá no fue una alucinación. Quizá todo lo acontecido fuera real. 
Me senté al piano e invoqué a los enanitos. Pero nada. Sin embargo, no me rendí y fui tocando sin parar. Cuando mi memoria se agotó saqué el arcón donde guardo mis partituras y empecé a interpretar una tras otra.
 Acabé con las muñecas destrozadas y las yemas sin sensibilidad. Había pasado por Brahms, Chopin, Tchaikovsky, Schumann, Schubert, Berlioz incluso Litz o Rachmaninov..., luego me atreví con Schönberg, Webern, Messiaen y contemporáneos hasta llegar a Stockhausen y los más vanguardistas, pero en el cuarto seguíamos yo y un montón de hojas por el suelo. Ningún hombrecillo misterioso. 
Desolado miré el arcón. Solo quedaba una obra. El último cartucho por quemar. La puse en el atril. Entonces me di cuenta de que nunca antes la había interpretado. Estaba manuscrita con unos garabatos puntiagudos y hechos como a toda prisa. Unos acordes en apariencia absurdos asomaban por una armonía tan complicada que no fui consciente del título y autor. Era dificilísima. Necesitaría varios días de práctica para tocarla decentemente. Sin embargo, empecé a interpretarla con una soltura innata. Mis dedos iban descubriendo cada nota como si fuera algo que surgiera de mí interior. Con los ojos entrecerrados, me dejé llevar por una interválica disonante entremezclada con melodías imposibles y una forma compositiva única que se adelantaba a mi propia época.
Terminé extasiado, sin aliento, con el corazón a mil y preguntándome de dónde habría salido esa maravilla mientras volvía a la primera página para descubrir título y autor. Esta obra sería motivo suficiente para inmortalizar a su creador. Entonces me quedé de piedra. Algo que, o bien esclarecía todo o lo dejaba aún más bajo su velo de irrealidad, me dio en la cara. Bajo el título, el mismo que esta historia, figuraba el nombre de un compositor peculiar y muy especial: yo.