¿Qué hora es?





Las mañanas; esos momentos llenos de magia, idílicos amaneceres y guiños de un sol repleto luz, esperanza y sueños... Malditas mañanas. Frías, o cálidas, da lo mismo. Las odio. Son todo prisas, trastabillas y multitudes deambulando con el cándido y agradable ruido de tráfico de fondo. Más, si es día laboral. ¿Por qué tanto claxon? Un simple bocinazo no arregla nada.    
    Y qué decir de los semáforos peatonales. Siempre abarrotados. Parecen la antesala de una de esas batallas medievales. Incluso los del otro lado esperan con cara hostil. Quietos, quietos..., ¡verde! ¡¡¡A la carga!!! 
    Y así día tras día, como si el propio tiempo se hubiera detenido en un bucle surreal.    
    —Disculpe, señor, ¿tiene la hora? —suelta un individuo risueño que me para en medio de la acera.    ¿En serio en pleno siglo veintiuno sigue habiendo gente tan alelada? Que le de la hora, dice. ¡Será imbécil! En su lugar callo y trato de largarme, pero en mi arranque arreo un par de empujones a otros incautos que parecían observar la escena.    
    —Señor —dice uno de ellos—, no se ponga así, el muchacho solo quiere saber la hora.    
    —Eso —contesta otro—, ¿qué hora es?
    Agacho la cabeza y ni les miro. ¿De verdad han estado tan pendientes de mí y el chaval? La vida ya se nos ha ido de las manos. Paso de todos. Para tonterías ya me tengo a mí mismo, que cada uno se aguante las suyas.    
    —¡Señor! —oigo a mi espalda, es el muchacho gritándome. ¡Esto no va a acabar nunca!—, por favor, necesito que me diga la hora.    
    Acelero. Pero me siguen. Lo noto. O puede que sean las mil millones de almas que caminan por la calle. Todas pendientes de mí. Tuerzo un recodo y aparezco en una callejuela. ¡Mierda! Esto es una ratonera sin escapatoria. Mejor buscar un escondrijo, algo como un pequeño bar de almuerzos que aparece a media calle. Odio también esos antros. Es ahí donde la majadería mañanera es máxima, pero no queda otra.
    El tugurio me asalta con la dulce y placentera fragancia de mil vomiteras agrias. Sobre todo en la barra, ahí la sensación es más asfixiante. Confío no desfallecer mientras aguardo. No creo que sea mucho tiempo. Una eternidad de varios minutos, espero.
    —¡Rácano! —dice un inquilino apostado a mi lado, el tal Rácano debe de ser el barman; tipejo descuidado y con la típica apariencia asquerosamente amistosa—, ¿qué hora es?
    El tal Rácano no contesta, a lo que el parroquiano me mira:
    —Usted, ¿tiene hora? —Joder, lo que faltaba.
    El barman, se gira y le sirve un café a él y otro a mí, aunque no lo haya pedido, se habrá equivocado. Sin embargo, tampoco digo nada; bastante tengo con el sufrimiento que me está proporcionando este nauseabundo escondrijo.
    —¿No nos va a decir la hora? —me dice entonces el barman.
    Se forma un silencio contrastado con el ajetreo del bar junto con lo que llega de afuera. No me gusta nada lo que sea que esté ocurriendo. Sin saber por qué, se acaba de instaurar una tensión más densa que la propia mañana.
    —Calma, calma... —suelta una viejecita al otro lado. La muy maja mantiene la puñetera sonrisa bobalicona—, dejad al pobre hombre, a lo mejor es que no lo sabe. —Entonces se gira hacia mí—, dime hijo, ¿qué hora es?
    Suspiro con fuerza. He ido a caer a las brasas saliendo del fuego.
    —No creo que lo sepa —corta el parroquiano.
    —No, lo que pasa es que no tiene tiempo —ahora el barman—, por eso no puede decírnoslo, ¿verdad? Si no es así no se entiende.
    —¡Eso! —ríen los otros dos al unísono, casi con un cántico de cara a mí—. Venga, díganos: ¿qué hora es?
    Niego repetidas veces, ¡están locos! Mejor me voy, aunque al girarme me encuentro con una vorágine de zascandiles cerniéndose sobre mí y uniéndose al coro:
    —¡Qué hora es! ¡¡¡Qué hora es!!!    
    Me llevo las manos a los oídos. Pero no dejo de oír esos gritos. Esto no tiene sentido...
    —¡Callaos! —estallo al fin—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no dejáis de hacerme la puñetera preguntita?
    El coro se silencia. El local vuelve a parecer normal. La viejecita y el parroquiano siguen ahí, pero el establecimiento no está tan abarrotado como segundos antes.
    El barman levanta una ceja y me mira.
    —En realidad, la pregunta sería: ¿por qué usted no quiere responderla?
    —¿Yo? —Callo mientras entrecierro los ojos. No me esperaba esa respuesta.
    El barman asiente y mira al resto.
    —¡Veis! Tengo razón; no quiere porque no puede responderla, y no puede porque no tiene tiempo; le ocurre cada vez a más gente.
    —¿¡Qué?! —Remuevo espásmodicamente la cabeza—. ¿Estáis chalados?, ¿que no tengo tiempo? ¿qué insinuáis?, ¿que estoy muerto?
    —Es una manera de verlo —ríe el barman que se gira hacia sus quehaceres. La viejita y el parroquiano asienten y hacen amagos de irse.
    —¿Es eso? —les digo, pero pasan.
    Me giro. El resto de la gente de la cafetería esquiva mi mirada, como si fuera un demente, o como si quisieran fingir que no existo. Vaya. Al final va a ser que tienen razón, estoy muerto; ¡muerto en vida! Lo que le faltaba a la mañanita.
    Me desparramo en el taburete. No puedo más. Delante queda el café que minutos antes me han servido. Está frío, amargo, asquerosamente rancio. Otra decepción.
    Joder..., ¡cómo odio las mañanas!