El Púlsar




La culpa fue del hombre cabra. Eso dijo él que era, porque nosotros nunca habíamos visto una cabra.
Hacía tiempo que se había puesto de moda la deformación estética del cuerpo. Desde que lo vi en un ente que llevaba lo que parecía una oreja humana entre sus antenas no dejaron de aparecer. El elegido estrella para esas mutilaciones corporales era el humano. Esos seres egocéntricos siempre han suscitado tanto odio como fascinación. Está prohibido entablar contacto con ellos, hacerles así creer que están solos y dejar su belicosa mentalidad al margen. Por eso son tan deseables en el ámbito de las mutilaciones.
Sin embargo, lo del hombre cabra fue excesivo. De humano solo tenía las piernas. Dos grandes cuernos coronaban una cabeza alargada por unos maxilares apuntalados con una barbita ridícula. Era una especie de magnate interplanetario. Su apariencia no era sino una muestra de su poderío, un conjunto macabro, pero siniestramente hipnótico, y vino a nuestro planeta con una intención particular.
Situado en el centro de cuatro estrellas que rotan entre sí en una singularidad insólita, nuestro planeta es único. Esa peculiaridad astronómica le confiere unas características que sus habitantes supimos aprovechar para hacer de él el centro de la juerga intergaláctica:
Primero la penumbra.
Aunque astronómicamente tengamos cerca cuatro estrellas, no lo están tanto como para empapar de luz el planeta. Y eso que una de ellas es una gigante azul. Sus rayos llegan como flashes púrpura, cruzándose con los de la enana roja y entremezclándose con el multicolor de la enana blanca. El conjunto es un sinfín de formas danzando por la penumbra como estereogramas abstractos. Pero todo eso se quedaría en nada si no fuera por la cuarta estrella: el púlsar.
Desde miles de años luz, esta pequeña estrella de neutrones parece un pulso intermintente, de ahí su nombre, pero está tan cerca que su parpadeo lumínico es como una epiléptica rayadura discotequera bestial. A eso hay que añadir la pequeñez del planeta y su gravedad mínima. Los visitantes flotan sin cansarse durante varios periodos rotacionales. Además, la atmósfera es tan pobre que proporciona cierta desorientación si no se está acostumbrado. Y eso, junto las turbulencias y ritmos sonoros que producen las fluctuaciones gravitacionales de las cuatro estrellas, provoca en cada turista el estado de embriaguez perfecto.
Nada más aterrizar, los entes entran en trance, les invade cierta euforia con el consiguiente ensalzamiento de la amistad o ven potenciada su personalidad y lengua... Nosotros mientras damos cobijo y la exposición de las zonas donde su experiencia sea máxima.
Aun así, debemos parte del éxito al baile traslacional del púlsar con sus tres hermanas luminosas. Durante veinte ciclos rotacionales, cuando las cuatro están más próximas entre sí, la turbulencia festiva llega a su mayor auge. Incluso nosotros quedamos a merced de la juerga porque no podemos controlar sus efectos. Ese periodo es conocido como «El Gran Despiporre»; la mayor festividad del universo donde entes de todo el cosmos llegan para pegársela al máximo.
Y fue en mitad del último «Despiporre» cuando apreció el cabrón medio humano. Lo hizo de forma amistosa, proporcionándonos ayudas y maquinaria especial para sufragar ciertas deficiencias protocolarias. Incluso dispuso satélites para salvaguardar la gran cantidad de visitantes a modo de hostales espaciales. Sin embargo, no supimos ver las intenciones que escondía tras unos actos aparentemente altruistas. Las máquinas y satélites eran escáneres ambientales que recogieron todo tipo de datos.
Cuando terminó la gran festividad y reemprendimos la marcha cotidiana, lo notamos de inmediato; no fue necesario ver a los primeros visitantes menos eufóricos o mentalmente sobrios. La penumbra, atmósfera y gravedad estaban alteradas por la maquinaria del hombre cabrío; nos saboteó para montarse sus puestos astronómicos de juerga.
Intentamos no darle importancia. Ningún planeta tendría nuestra singularidad. Solo tendríamos que eliminar ese veneno que nos habían inoculado. La maquinaria fue fácil desarmarla. Los satélites no. Somos taberneros intergalácticos no ingenieros y el magnate nos sepultó a conciencia bajo una nube de chatarra flotante, copando el cielo y negando el paso de luz, incluido el púlsar. La soledad nos asoló rápidamente.
Tuvimos que abandonar el planeta y, con horror, comprobamos que cada sistema planetario aguardaba un espacio, propiedad del magnate, que viralizaba nuestra esencia.
No pude aguantarlo.
Transformé por completo mi cuerpo y vine, en secreto, al único lugar donde ese indeseable nunca pisaría. Mimetizado con los entes del planeta, empecé de nuevo. Monté lo que aquí se conoce como garito. En él, combino tradiciones de este mundo, como música y bebidas espirituosas, con una alteración atmosférica y gravitatoria a través de una máquina del hombre cabra que me agencié. Abro medio ciclo rotacional seis veces seguidas y cierro uno que aprovecho para descansar y mirar las estrellas, o más bien intentar visualizar mi planeta, aunque solo alcanzo los tenues parpadeos del púlsar. Sus cómplices guiños me producen una paz que nunca creí posible, y mucho menos entre estos seres.
Los humanos no son malos, por lo menos no la gran mayoría. Solo son ignorantes, lo que pasa que algunos de ellos aprovechan esa ignorancia para enfrentarlos entre sí. Incomprensible... Sin embargo, tengo un plan para tratar de cambiar eso, el cual comenzó cuando abrí «El Púlsar», así he llamado a mi garito, y empecé a embadurnar el planeta de desinhibición, jolgorio y exaltación de una felicidad inimaginable para ellos... Y es que, después de todo, la vida debería ser eso... una fiesta.


Imágenes de internet, si están sujetas a derechos que se me avise y las retiraré.

Uno para todas y todas para uno

La «Gaceta de optometría y óptica oftálmica» es una revista que sale a nivel nacional cada mes y dirigida al sector de la óptica y optometría. Entre estudios, entrevistas, promoción de nuevos métodos y muchas más aspectos especializados, hay un apartado para la creatividad como la fotografía, diseños y escritura. En este último caso es un microrrelato de 250 palabras y de entre todos los que se envían al mes se elige uno que se publica en el siguiente número.
En septiembre de 2019 un relato mío salió elegido para su publicación y como homenaje a esos compañeros que han estado, están y, después de todo esto que está pasando, continuarán estando, lo publico por aquí también.


UNO PARA TODAS Y TODAS PARA UNO




—Venga que se escapa —dice la gafa de lejos.

—Para ti es fácil, yo solo puedo moverme a distancias cortas —reprocha la gafa de cerca.

—Último esfuerzo —anima de nuevo la de lejos.

—Es inútil. —La gafa de cerca está al borde del derrumbe; a lo lejos, ve cómo el progresivo se va desmarcando—. Llegará antes a la meta...

—Da igual, lo importante es llegar. —La gafa de lejos sigue con sus incentivos—. ¡Mira!, ¡está ahí!

De ponto, asoma la meta: una óptica. Renovadas energías asolan a cada una. En pocos segundos llegan y se internan. Dentro está el óptico-optometrista realizando un examen visual a un paciente. Lo bordean, entran al taller del local y se encuentran al progresivo junto una lente blanda flotando en un recipiente.

—¿Y esto? —dice con extrañeza la gafa de lejos; nunca antes había visto nada parecido.

—Soy una lente de contacto, ¡vuestra perdición!

—¡Claro...! —suelta el prepotente progresivo—, ¡qué flamante! Nunca podrás valerte tú solita, siempre necesitarás el apoyo de unos lentes convencionales.

—¡Eso! —Exclama la gafa de lejos.

—¡Cállate! —le reprocha el progresivo con sorna—.Tú ya estás casi obsoleta.

—Tiene razón —solloza la gafa de cerca—, ya le sucedió al monóculo. Nos llegó la hora...

—A todas, en realidad —ríe la lentilla.

Entonces, entre esa nube de reproches, aparece el óptico-optometrista y pone orden.

—¡Calma! ¿Qué pretendéis? Tenemos un paciente esperando. Su salud visual es delicada, ¿no lo entendéis? Os necesita a todas y no por separado, sino juntas.


Delirium tremens


Los golpes en la puerta me sacaron del delirio devolviéndome a una la realidad que últimamente viraba sobre el límite de mi cordura. El día anterior, mientas jugaba mano a mano con la muerte y un coma etílico que creía dominado, había pillado tal cogorza que me había quedado dormido en el sofá.
Me incorporé sobresaltado. Además, tenía cada junta del cuerpo fuera de lugar. Hubiera necesitado algo más de tiempo para recomponerme pero la insistencia de esos manotazos contra la puerta dieron la urgencia necesaria para acudir en su ayuda.
Sorteando objetos, manchas pegajosas y retazos de dignidad que aún quedaban esparcidos por el suelo, me abrí camino. A cada paso unos pinchazos azotaban mi cabeza y a cada pinchazo una nausea golpeaba mis entrañas.
Cuando abrí, dos hombres uniformados entraron en mi casa, sin siquiera tener la cortesía de mi permiso, y preguntaron si conocía a la vecina del quinto. Dije que no; esa fue la primera mentira. Después preguntaron cuándo fue la última vez que la había visto. En mi segunda mentira, porque la había visto la noche anterior, antes de enfrentarme a ciegas contra mi última oponente de vidrio y alcohol, comenté que no sabría qué decir. La tercera mentira fue cuando me preguntaron si pensaba que ellos eran imbéciles, porque dije que no aunque pensé lo contrario. Acto seguido, me maniataron y, en comisaría, me encerraron un día entero. Esperaban que así la resaca y esa agradable estancia reblandeciera mis convicciones.
A la mañana siguiente me metieron en un cuartucho vacío con una mesa y espejos en las paredes laterales. Durante unas horas, o el día entero, no tenía forma de saberlo, cansado, hambriento y con la lengua convertida en una suela de zapato de esparto, permanecí entre sentado, paseando y tirado por el suelo. Justo cuando empecé a elaborar el plan de abrirme a cabezazos contra los espejos entró un hombre elegante y con cara amistosa. Me ofreció un vaso de agua que lo deglutí como un animal desbocado. Luego se sentó e instó a que lo hiciera. Llevaba una carpeta de cartón. Adentro aguardaba la fotografía de una chica risueña. Preguntó si la conocía. Yo quería acabar con todo, así que le conté la verdad. Sí, la conocía, era una mujer con la que había estado saliendo, la compañera perfecta y razón de mi existencia; la misma que me abandonó como un perro viejo y enfermo y a la cual no pude olvidar porque vivía en mi edificio. La última vez que la vi fue al umbral de su piso, yo iba algo borracho pero lo recuerdo. Estaba discutiendo con su nuevo novio. Fue la noche antes de que aparecieran en mi puerta dos agentes y me llevaran sin hacer más de cuatro preguntas y ninguna aclaración. Él rumió algo y me pidió que describiera a ese hombre, pero no podía, dije, iba poco bebido aún, pero lo suficiente como para definir sus rasgos. De pronto, miró al espejo y entró otro hombre que le dio un papel. Con voz monótona, leyó el informe que detallaba el asesinato de mi vecina acaecido la noche que yo la había visto.
Empecé a sollozar. En el fondo lo intuía, pero no quería creerlo. Él continuó leyendo. Varios vecinos contaron que me vieron rondar por el descansillo del quinto piso varias veces esa noche. Me preguntó que qué decía a eso. Yo no recuerdo nada de esa noche, cuando voy tan ciego me transformo en otra persona. Sin embargo, le dije que desde que ella me dejó y me embarqué en mi periplo alcohólico, no dejé de arrastrarme a su piso en busca de su redención. No le convencí.
Hoy, después de mantenerme varias semanas bajo arresto, ante la falta de pruebas, me sueltan, aunque sé que es una estratagema para observarme. Aun así, decido hacer vida normal. Me voy a casa y es aquí, como un jarro de ácido bien denso, recuerdo lo de ella. Ahora sí la he perdido para siempre. Sin embargo, como un flash que ilumina la poca masa encefálica que me queda activa, en vez de abatimiento, me vienen ganas de venganza junto con el recuerdo de mi enésima mentira: sí conozco al supuesto «novio» que la asesinó.
Voy al mueble bar, agarro una botella de bourbon, luego me dirijo a la cocina, cojo el cuchillo jamonero, entro al baño, me pongo frente al espejo, aprieto el facón contra mi cuello, me trasiego media botella... y espero a que aparezca...



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