Las normas

Las normas
Versión extendida en negrita y cursiva
(Relato fuera de concurso)

Ramiro Ramírez




Se dice que el primer día de trabajo suele ser duro. El mío más que duro fue... delirante.
    Ese día, la agencia era un hervidero. Se había producido un asesinado en un viejo y maloliente piso periférico. Yo, como novato, tuve la ardua tarea de ir a por cafés y rosquillas; y es que, mis jefes se creían policías de verdad. Luego, pedido en mano, me personé en el lugar, sin embargo, en vez de un bloque de pisos viejos y medio andrajosos, lo que me encontré fue una enorme mansión. Me había equivocado, o eso pensé. Pero, los datos eran correctos. Puede que algo no había entendido bien, o puede que estuviera ya delirando. Fuera como fuese, ahí empezó mi periplo.
    De pronto, por la enorme puerta de dicha mansión apareció un personaje joven, mal vestido, con el pelo deshecho y cara pálida, muy pálida.
    —Detective, ¡por fin!, ya pensaba que no vendría.
    Me agarró y metió adentro.
La casa era inmensa. Altos techos, paredes impolutas llenas de contornos dorados y mobiliario antiguo, como si estuviéramos en otra época. El susodicho guía iba poniéndome sobre aviso. Él había llamado al departamento; había sufrido la tragedia en sus carnes.
    Al poco, entramos en un salón tan espacioso que parecía infinito. En él, delante de una enorme chimenea, había un hombre sentado. Era viejo, bastante gordo y con ropajes acordes al lujo del lugar. De frente, en un angosto sofá, permanecían con la mirada perdida dos mujeres y un hombre. Por la vestimenta, miembros del servicio. Mi guía señaló al hombre gordo.
    —Es él.
    —¿Él? —contesté. Ninguno de los cuatro personajes hizo nada, como si no hubieran reparado aún en nosotros.
 —El asesino. Él ahogó a la víctima.
 —¿Qué...? ¿Cómo... lo sabe?
 —Porque es el dueño de la casa.
 Removí la cabeza espasmódicamente.
    —Pero ¿y el cadáver?
    —Ese es el quit de la cuestión: no aparecerá hará hasta que usted averigüe quién ha sido asesinado.
    —¡¿Qué?!
    —A ver, detective —bufó entonces—, una persona de este cuarto ha muerto, y usted tiene que averiguar quién, si no el asesino se irá de rositas.
    Comencé pestañear con fuerza, esto debía ser una novatada.
    —¿Qué juego es este?
    Él se acercó.
    —Esto no es ningún juego. Una persona ha muerto a manos de este tirano —señaló al casero—, y usted debe desenmascararla.
    Eso ya fue demasiado, este tío estaba loco, o eso pensé.
    —Esto es absurdo.
    —Los asesinatos también lo son.
    —Pero —miré de nuevo al casero, seguía ausente—, ¿está usted en sus cabales?
    Él negó visiblemente contrariado.
    —Señor Ramírez, el tiempo vuela...
    Abrí los ojos, casi se me caen.
    —¿Cómo sabe mi nombre?
    Él volvió a negar. Comenzaba a impacientarse. Pero es que era una locura. Tanto el casero como el servicio continuaban quietos con mirada al vacía al frente. Entonces miré al joven paliducho y desaliñado.
    —Vale —dije, más presa de mi nerviosismo de novato que del raciocinio que pudiera tener—, ¿me está diciendo que este hombre ha matado a alguien y que el cadáver aparecerá cuando yo averigüe quién ha fallecido?
    —Exacto.
    —¿Y tal persona está en este cuarto?
    Volvió asentir.
    —¿Y si adivino quién es morirá?
    —Más o menos.
    Torcí el gesto.
    —Pero si no lo hago, no morirá, ¿verdad?
    —Esa persona ya está muerta, señor. Lo único que puede pasar es que, si no lo averigua, el asesino quede impune.
    Comencé a sudar. En la academia había estudiado miles de ejemplos de cómo encontrar a un culpable una vez hallada la victima. Pero, ¿hallar la victima partiendo del causante? Era de locos. Se ve que hay cosas que no se enseñan, solo se adquieren con la práctica, y eso era la mejor y única baza a la que podía agarrarme para afrontar esa macabra situación. Ahí entendí lo de los donuts y el café; necesitaba cafeína y colesterol en vena.
    Los personajes continuaban sin decir ni hacer nada. Solo esperar cual autómatas sin consciencia. Me concentré en el servicio. Mayordomo, ama de llaves y cocinera. Según la extraña premisa de mi guía, uno de ellos debiera ser la víctima. Pero ¿cuál? Estaban sentados en un sofá. Delante había una mesilla con varios objetos extraños y unas hojas, por lo que leí, contratos de trabajo. Eso llamó mi atención. Ahí podía tener una pista. Las pillé y me di cuenta de que no eran contratos, sino palabrería burocrática de semántica enrevesada y técnica.
    —¿Qué es esto? —le dije al guía, papeles en alto.
    —Las normas.
    —¿Las normas?
    —Ya sabe, directrices básicas para el correcto funcionamiento del hogar.
    Volví a ellas. Me perdía leyendo. Las frases eran largas y rebuscadas. El guía rio.
    —No trate de entenderlas, es imposible.
    —¿Imposible?
    —Sí. Por eso son normas.
    —Pero, ¿eso tiene sentido?
    —La verdad es que sí. Los sirvientes solo tienen que seguirlas y listo.
    —¡Ah! —dije, sin entender—, y ¿cómo las siguen?
    Bufó y me las arrebató.
    —A ver, básicamente dice que, por motivos temporales y solo por el bien común, los quehaceres del hogar han sufrido un retoque. A partir de ahora, el mayordomo dejará de hacer sus tareas para encargarse de la cocina.
    —¿La cocina?
    —Sí, porque la cocinera tiene ayudar a la ama de llaves, esa canija no llega a los candiles; ¡cada vez cuesta más encender la luz!
    —Pero eso debería hacerlo el mayordomo, ¿no?
    —Correcto, pero como está con la cocina, no puede encargarse de tales menesteres.
    Negué repetidas veces.
    —Eso es un poco surrealista, ¿no cree?
    —No, son las normas.
    —¡Pero si son absurdas!
    —En absoluto, solo es que no las entendemos, pero para eso está el casero gobernante, él las redactó.
    —Eso aún tiene menos sentido.
    Entonces rio.
    —Pues aún no sabe lo más gracioso, lea...
    Me pasó la última hoja. Una especie de anexo. Traté de leer. Costaba, y no solo por la palabrería rebuscada sino porque la luz comenzaba a menguar. No era de extrañar con las normas de esa casa. Aun así algo conseguí descifrar. Más bien la última frase, aunque cada vez había menos luz, incluso sentía que el espacio se iba cerrando hacia mí: «Y por consiguiente, para finalizar, y por el simple y llano bien comunal, las deficiencias que las nuevas normas pudieran sufragar a los menesteres de la casa debían ser subsanadas por el inquilino de la misma».
    —¿El inquilino? —dije sin levantar la mirada.
    —«Ese soy yo» —dijo el joven desaliñado.
    Entonces, levanté la vista alertado y me encontré con un habitáculo mecido dentro de una oscuridad irreal. No parecía el mismo. De hecho, no lo era. En su lugar me encontraba en un cuartucho pequeño, sucio y maloliente. Ni rastro de la chimenea y mobiliario caro. Ni rastro de ese casero y su servicio. Solo polvo, una mesa con un par de sillas maltrechas y una persona tirada en el suelo: el joven paliducho, el inquilino.
    Él era la víctima.
    —¿Ramírez? —oí a mi espalda.
    Me giré. El detective en jefe aparecía por la puerta del pequeño piso.
    —¿Ha traído los cafés?
    No contesté, en su lugar señalé a la víctima.
    —Es él, lo encontré.
    Mi superior soltó una risotada.
    —Magnífico poder deductivo, novato, lo complicado ahora es saber quién lo hizo.
    Levanté la mirada.
    —No, eso también es fácil: ha sido el casero; lo ahogó.



Imagen extraída de Pinterest, si está sujeta a derechos que se me avise y la retiraré.