El pósit

El Tintero de oro ✒️, junto con David Rubio 📝, nos propone este mes un micro relato de 250 palabras máximo partiendo o generado de una emoción 😚. La verdad es que cuando se planteó me quedé en blanco 😶, porque es una manera de arrancar el tren 🚂 del pensamiento 💭 de una manera que nunca me había planteado, y fue esa la emoción que dio paso al siguiente relato: confusión (aunque me gusta más la palabra desconcertante🤷🏻‍♂️). He de decir que no sé muy bien si eso se puede considerar una emoción (😈), pero una vez se🌱 germina la idea 💡 es imposible que abandone mi cabeza 🤯 hasta que no queda plasmada🎨. Además, para la confusión sí existe un emoticono, justamente: 😯, (aunque para mí sería más el😵, pero ¿quién soy yo para contradecir al grandísimo 😵‍💫?), y si este ya tiene su sitio en el extraño mundo de las emociones digitales, es que ya es o más concreto que el real o pie para que comencemos a pensar que sí existe, me he liado😵¿no?😂 😂 😂. 
    Sin más aquí presento el micro 👏👏👏 . 


EL PÓSIT





Pepe había visto el pósit adherido a la maleta metálica. En él, letra picuda, como la suya, ponía: «Cógelo». ¿Qué?, pensó desconcertado. Sin embargo, no hizo caso y enfiló al segundo habitáculo. En él encontró otro pósit adherido a un librillo: «Pepe, vuelve al primer habitáculo, coge el maletín y ves al tercer habitáculo». Ahí se asustó. ¿Alguien lo está vigilando?

Por ello, librillo en mano, ha vuelto al primer habitáculo. Allí sigue el maletín. Este pesa, se guardar el librillo en el bolsillo de la camisa para agarrarlo con las dos manos. Camino del tercer habitáculo comienza a asustarse, pero de verdad; siente que ha sido mala idea coger el maletín, y en efecto, en el umbral del tercer habitáculo, recibe un disparo en el pecho. Un hombre oscuro esperaba adentro, quizá el de los pósits. Este tira el revolver al suelo y, raudo, agarra el maletín y desaparece.

Al poco, Pepe se incorpora. No sabe qué sentir. El librillo que llevaba en el bolsillo de la camisa ha parado la bala. ¿Suerte? No: en una mesa ve un taco de pósits. El primero tiene algo escrito: «Pilla la pistola. Tu adversario está en la primera habitación con la máquina del tiempo, quiere viajar al pasado para cambiarlo, mátalo y haz tú ese viaje. Pd: coge estos pósits para guiar a tu yo pasado».

En este punto, Pepe suspirará y dejará de sentir miedo, todo está escrito. Sin embargo, volverá el desconcierto; porque, ¿y si su adversario es él mismo?


Selene





Érase unos golpes. Duros, constantes, repetitivos, como parte de una personalidad con problemas maniáticos de orden. El portón que los recibía cabriolaba de tal forma que temía salirse de su marco. El ruido reverberaba por la estancia colmando cada recoveco, cada rincón, cada minúsculo sentimiento. La vida en aquella casa hacía tiempo que no era nada sin esos manotazos y las súplicas que los acompañaban. Érase una vez unos golpes que aporreaban una puerta castigada por el paso de los siglos, hasta que de pronto, cesaron.
    Lo hicieron de forma súbita, como si algo hubiera anegado las miles de manos que castigaban su inmarcesible madera. Selene no lo supuso, pero eso propició el devenir de su historia. Llevaba años encerrada, casi desde que la Luna y el Sol oficiaron su divorcio. Aun así, tampoco le molestaba; divagar por los receptáculos con los golpes de fondo era parte de su día a día. A sus adoradas luciérnagas tampoco le importaban. Esos diminutos bichos eran ya parte de su ser. Desde que perdió el brillo, ellas eran la única fuente de luz de la casa. Solían posarse en el techo, formando patrones constelares dignos de admiración, o volaban a su paso, como indicando la estela a seguir. Casi siempre dentro de un sigilo sordo. Sigilo que se veía truncado por los incesantes golpes que irrumpían a diario. Eran las gentes del valle que acudían a ella como último recurso, o más bien como único, y el motivo no era otro que Áureus.
    Áureus...
    El maldito gobernante que mantenía con tiránica mano férrea el valle. Su poder suponía un constante tributo a pagar. Tributo que, incluso desde los tiempos en que compartía trono con Selene, ya era macabro. Pobres mequetrefes, pensaba Selene, pero en el fondo, tampoco pueden hacer nada. Nadie puede escapar al poder de Áureus, ni siquiera ella, aunque estas desgraciadas gentes piensen lo contrario, aunque se personen día a día en su casa implorando su bondad y buen hacer, aunque tiempo atrás ella misma se creyera capaz de domar al Supremo. Ignorantes. Todos, incluída Selene, la supuesta hechicera, la supuesta hada del mundo antiguo capaz de aplacar la ira de Aureus. ¡Ignorantes! Ella nunca tuvo ningún tipo de poder. Solo es una vieja loca que ahora ha perdido hasta su luz y solo sabe conversar con luciérnagas.
    Sin embargo, los golpes en la puerta le otorgaban cierta tranquilidad. Y no solo por la sensación de sentirse parte de todo, sino porque significaba que Áureus aún no había llegado tan lejos como para aniquilar la vida. Pero habían cesado, ¿podía ser que nuevas desgracias se cernieran sobre su sino?, ¿sería ella en el nuevo yunque donde Áureus tendría que descarriar su ira?
    No puede hacerte nada, oyó en un susurro, casi un guiño, Tú eres la más fuerte, Nunca nos abandonaste. Selene se detuvo y levantó la vista. Una bóveda estrellada parpadeaba al unísono. Eran las luciérnagas, sus adoradas amigas que le infundían valentía. Eres Selene, Eres el destino...
    No, se dijo, no era destino, ni valor, sino miedo. Miedo mezclado con desesperanza. Desde que se había recluido, o escondido, en esa casa que temía en dicho momento. En el fondo, lo había estado evitando, postergando la decisión salpicada en cada súplica venida desde el otro lado de la puerta. Pero todo llega, y seguro que Áureus ya estaba relamiéndose con las torturas que tenía preparadas para ella. No. No iba a darle a ese cretino tal satisfacción. Sabía de sus métodos. Primero la luz cegadora, y luego el fuego. No. Ya se habría divertido bastante y no lo haría ahora a su costa.
    Se encaminó hacia la puerta. No puede hacerte nada, parpadeaban sus compinches. Agarró el picaporte. Tú eres más fuerte. Tiró con fuerza. No nos abandones. El portón se quejó con unos crujidos llenos de pesar y arena cuarteada y dejando ver un escenario desolado ante ella. Áureus ha arrasado con todo, No vayas, Entra, Nada te obliga a nada.
    Selene desoyó a sus amigas. La estampa así lo demandaba, si a eso podía llamarse estampa. No quedaba nada, ni árboles, ni piedras, ni siquiera valle. Solo una planicie marrón coronada por un pequeño cerro del que asomaba una solitaria construcción que desde la distancia parecía estar a punto de venirse abajo. Y, justo a unos metros, sentado en el mismo polvoriento suelo, un ser encorvado. No te dejes engañar, susurraron a su espalda, aún dentro de su casa. Al frente, el ser encorvado permanecía quieto, casi inerte. No es valor, ni destino... ¡Regresa con nosotras!
    —¿Áureus? —dijo Selene, casi un carraspeo.
    El supremo, de pronto, se irguió y, al verla trató de ponerse de pie, aunque de forma aparatosa y trastabillante. Su tez, antaño dorada y reluciente, aparecía ahora rugosa, parda y sin ningún rasgo de luz.
    —Selene... —suspiró este—, por fin has salido, ya había perdido toda esperanza.
    —¿Cómo? ¿Eras tú quién ha estado llamando todo este tiempo?
    Él asintió mientras trataba de avanzar. Su estampa parecía sacada del mismísimo averno. Está fingiendo, ¡No te dejes engañar! ¡Regresa!
    —¿Y el pueblo, y la gente del valle?
    —¿La gente...? —titubeó Áureus—, ¡ah! Murió hace siglos, poco después de que tú nos abandonaras.
    —¿Yo? Tú me castigaste..., ¡tú y tu luz!
    Áureus abrió los ojos, un pequeño destello asomó de dentro, resquicios de un pasado esplendoroso.
    —Selene, ya te lo dije, pero no lo quisiste entender y mira lo que ha ocurrido —dijo abriendo los brazos y tratando de abarcar la vista del valle—, yo no quería controlarte, ni maniatarte, solo te necesitaba.¡Te necesitaba a mi lado!
    Selene soltó una risotada.
    —¿Tú? ¿El gran todopoderoso? Solo me querías por tu ego, ¡por ti mismo!
    Áureus suspiró con dificultad.
    —Sí, yo tenía el poder, pero solo era valioso si permanecías a mi lado. ¿No lo ves? —volvió a señalar el valle.
    Selene avanzó hacia él, en su rostro comenzó a aflorar cierta palidez. ¡No le escuches!
    —¿Qué dices? —Te quiere confundir...—. ¿Estás pretendiendo echar sobre mí las culpas de tus actos?
    —Sobre los dos, sin tu reflejo, sin tu apoyo, yo soy la destrucción.
    Vuelve, es un tramposo, te engañó hace siglos, como ahora.
    Selene se giró, sus amigas permanecían apelotonadas en el dintel de su casa, temerosas de salir, pero más de que ella las dejara.
    —Solo tienen miedo, Selene —dijo Áureus—, ya lo sabes, se sienten amenazadas por mi luz.
    —Áureus, ¿has estado todos estos siglos implorando a mi puerta? —dijo más calmada. Él asintió—. Vaya...
    —Solo quería que me escucharas...
    Ella comenzó a sentir temblar su temperamento. Alrededor, un mundo inerte resurgía con una fuerza amarga.
    —¿Y qué hacemos ahora?
    Áureus sonrió, una llama de esperanza partió de sus ojos.
    —Rehacer este entuerto.
    ¿Lo ves? Ya eres suya...
    —¡No! —gritó de pronto Selene, y se giró camino de su casa—. ¡No pienso volver contigo, lo nuestro se acabó!
    Áureus ensanchó aún más su boca. Su piel comenzaba a perder la rugosidad e incluso a ganar un tono dorado.
    —Escucha, Selene, eso no será necesario.
    Selene se detuvo, pero sin girarse
    —¿Y cómo quieres que lo hagamos?
    —Yo saldré de día, otorgaré mi poder al valle, y a la noche, lo haréis tú y tus luciérnagas. No tenemos ni que vernos...
    Ella suspiró, ceño fruncido..
    —¿Y para qué quieres que salga? Tú eres el poderoso, no yo.
    —Ya te lo dije en su momento, el único poder que vale es el que se ve reflejado entre sus semejantes.
    Entonces Selene se giró, su tez volvía a brillar con una luz que no se veía desde hacía siglos, desde que se recluyó en su casa.
    De acuerdo, le dijo ella, y con el sello de su propia voz se comprometió con el Supremo.
    Los años pasaron. Áureus impartía su luz de día y Selene salía por las noches acompañada de sus constelares amigas. Poco a poco, el valle fue cobrando vida, incluso la bonanza de antaño regresó con mayor fuerza. 
    Siglos después, Selene y Áureus siguen a lo suyo, a veces incluso se suelen ver juntos, en el cielo, a plena luz del día y minutos antes de que este se oculte. Largos años de felicidad llevan contemplados y otros tantos se avecinan en el futuro. Se les ve tan felices como al resto. 
    Al final Aureus tenía razón: el poder más valioso no es el más altivo sino aquel que se ve reflejado en sus semejantes.



Llamada nocturna

 El Tintero de oro junto con Bruno nos convoca este mes con un nuevo reto de microrrelatos. Un emocionante e interesante reto sobre cine y la narración de la escena de una película. Yo, en mi caso, he elegido una de las primeras escenas de Margin Call. Espero que os guste.


LLAMADA NOCTURNA


 



Wall Street, 2008.
        Nos encontramos en una de esas oficinas ubicada en lo alto de uno de esos altos edificios bancarios. Mesas, informes, desorden postjornada laboral y decenas de pantallas convertidas en la única fuente de luz de la escena. De los grandes ventanales nos viene la certeza de que ya es de noche.
    Nuestra atención se concentra en un joven con varios ordenadores y tomando notas. Lleva unos auriculares de donde se supone que sale una música demasiado dura. Lo conocemos, es uno de los que se ha salvado de la criba. Minutos antes hemos asistido a un despido masivo en la susodicha empresa, el más dramático, el del superior del joven que ahora anda trabajando a deshoras en algo que justo le ha dado su superior antes de desaparecer por el ascensor; un pen drive con un comentario: «Ten cuidado».
    De pronto, se quita los auriculares. Parece que sus notas, contrastadas con los miles de datos del ordenador, no le cuadran. Entonces, coge un teléfono.
    Mimetizada con esa escena, nos trasladamos a un pub ruidoso. En él, un chico descuelga su móvil. ¿Está Will contigo?, oye que le dicen por el aparejo, sí, contesta, pues venid aquí cagando leches, eso lo dice de otro modo aunque lo entendemos así. El chico protesta, Will es uno de los jefes, pero al final cede.
    Volvemos a la oficina. El joven se acomoda, pero de manera tensa. Ha ocurrido algo que no entendemos, aunque esa llamada nocturna no augura nada bueno.




¿Qué hora es?





Las mañanas; esos momentos llenos de magia, idílicos amaneceres y guiños de un sol repleto luz, esperanza y sueños... Malditas mañanas. Frías, o cálidas, da lo mismo. Las odio. Son todo prisas, trastabillas y multitudes deambulando con el cándido y agradable ruido de tráfico de fondo. Más, si es día laboral. ¿Por qué tanto claxon? Un simple bocinazo no arregla nada.    
    Y qué decir de los semáforos peatonales. Siempre abarrotados. Parecen la antesala de una de esas batallas medievales. Incluso los del otro lado esperan con cara hostil. Quietos, quietos..., ¡verde! ¡¡¡A la carga!!! 
    Y así día tras día, como si el propio tiempo se hubiera detenido en un bucle surreal.    
    —Disculpe, señor, ¿tiene la hora? —suelta un individuo risueño que me para en medio de la acera.    ¿En serio en pleno siglo veintiuno sigue habiendo gente tan alelada? Que le de la hora, dice. ¡Será imbécil! En su lugar callo y trato de largarme, pero en mi arranque arreo un par de empujones a otros incautos que parecían observar la escena.    
    —Señor —dice uno de ellos—, no se ponga así, el muchacho solo quiere saber la hora.    
    —Eso —contesta otro—, ¿qué hora es?
    Agacho la cabeza y ni les miro. ¿De verdad han estado tan pendientes de mí y el chaval? La vida ya se nos ha ido de las manos. Paso de todos. Para tonterías ya me tengo a mí mismo, que cada uno se aguante las suyas.    
    —¡Señor! —oigo a mi espalda, es el muchacho gritándome. ¡Esto no va a acabar nunca!—, por favor, necesito que me diga la hora.    
    Acelero. Pero me siguen. Lo noto. O puede que sean las mil millones de almas que caminan por la calle. Todas pendientes de mí. Tuerzo un recodo y aparezco en una callejuela. ¡Mierda! Esto es una ratonera sin escapatoria. Mejor buscar un escondrijo, algo como un pequeño bar de almuerzos que aparece a media calle. Odio también esos antros. Es ahí donde la majadería mañanera es máxima, pero no queda otra.
    El tugurio me asalta con la dulce y placentera fragancia de mil vomiteras agrias. Sobre todo en la barra, ahí la sensación es más asfixiante. Confío no desfallecer mientras aguardo. No creo que sea mucho tiempo. Una eternidad de varios minutos, espero.
    —¡Rácano! —dice un inquilino apostado a mi lado, el tal Rácano debe de ser el barman; tipejo descuidado y con la típica apariencia asquerosamente amistosa—, ¿qué hora es?
    El tal Rácano no contesta, a lo que el parroquiano me mira:
    —Usted, ¿tiene hora? —Joder, lo que faltaba.
    El barman, se gira y le sirve un café a él y otro a mí, aunque no lo haya pedido, se habrá equivocado. Sin embargo, tampoco digo nada; bastante tengo con el sufrimiento que me está proporcionando este nauseabundo escondrijo.
    —¿No nos va a decir la hora? —me dice entonces el barman.
    Se forma un silencio contrastado con el ajetreo del bar junto con lo que llega de afuera. No me gusta nada lo que sea que esté ocurriendo. Sin saber por qué, se acaba de instaurar una tensión más densa que la propia mañana.
    —Calma, calma... —suelta una viejecita al otro lado. La muy maja mantiene la puñetera sonrisa bobalicona—, dejad al pobre hombre, a lo mejor es que no lo sabe. —Entonces se gira hacia mí—, dime hijo, ¿qué hora es?
    Suspiro con fuerza. He ido a caer a las brasas saliendo del fuego.
    —No creo que lo sepa —corta el parroquiano.
    —No, lo que pasa es que no tiene tiempo —ahora el barman—, por eso no puede decírnoslo, ¿verdad? Si no es así no se entiende.
    —¡Eso! —ríen los otros dos al unísono, casi con un cántico de cara a mí—. Venga, díganos: ¿qué hora es?
    Niego repetidas veces, ¡están locos! Mejor me voy, aunque al girarme me encuentro con una vorágine de zascandiles cerniéndose sobre mí y uniéndose al coro:
    —¡Qué hora es! ¡¡¡Qué hora es!!!    
    Me llevo las manos a los oídos. Pero no dejo de oír esos gritos. Esto no tiene sentido...
    —¡Callaos! —estallo al fin—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no dejáis de hacerme la puñetera preguntita?
    El coro se silencia. El local vuelve a parecer normal. La viejecita y el parroquiano siguen ahí, pero el establecimiento no está tan abarrotado como segundos antes.
    El barman levanta una ceja y me mira.
    —En realidad, la pregunta sería: ¿por qué usted no quiere responderla?
    —¿Yo? —Callo mientras entrecierro los ojos. No me esperaba esa respuesta.
    El barman asiente y mira al resto.
    —¡Veis! Tengo razón; no quiere porque no puede responderla, y no puede porque no tiene tiempo; le ocurre cada vez a más gente.
    —¿¡Qué?! —Remuevo espásmodicamente la cabeza—. ¿Estáis chalados?, ¿que no tengo tiempo? ¿qué insinuáis?, ¿que estoy muerto?
    —Es una manera de verlo —ríe el barman que se gira hacia sus quehaceres. La viejita y el parroquiano asienten y hacen amagos de irse.
    —¿Es eso? —les digo, pero pasan.
    Me giro. El resto de la gente de la cafetería esquiva mi mirada, como si fuera un demente, o como si quisieran fingir que no existo. Vaya. Al final va a ser que tienen razón, estoy muerto; ¡muerto en vida! Lo que le faltaba a la mañanita.
    Me desparramo en el taburete. No puedo más. Delante queda el café que minutos antes me han servido. Está frío, amargo, asquerosamente rancio. Otra decepción.
    Joder..., ¡cómo odio las mañanas!






El Embarcadero



 
«Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero...».

    Yo no soy bonita, pero en este caso sí me hubiera gustado serlo. Por lo menos la entrada al pub me hubiera salido gratis. Aun así, tampoco ha sido mucho. Tres euros. Tres simples chapas. Un pago menor en comparación con el premio.

    El Embarcadero, se llama el antro. Es famoso. Parece que llevo toda la vida oyendo hablar de él. Incluso mis abuelos, o mis padres lo conocían, aunque los que más, mis amigos, muchos de los cuales ya lo han frecuentado.

    La entrada es tenebrosa, pero hipnótica. No he podido evitarlo y me he adentrado sin esperar a nadie. Ya aguardo dentro a los tardones de mis amigos. Entonces, ha aparecido el segurata. Un tipo alto y con cara desfigurada, cadavérica. A él le he dado las tres monedas. Acto seguido me ha llevado hacia una especie de carricoche en forma de canoa. En su interior ya aguardaban algunas almas expectantes. Él, sin esperar más, ha agarrado una pértiga y ha empezado a tirar de la canoa. Una serie de crujidos ha acompañado ese avance junto con una zozobra singular, como si en realidad estuviéramos navegando.

    «...Yo no soy bonita, ni lo quiero ser...»

    El barquero continúa canturreando. Se ha presentado como Caronte. Al fondo, el local comienza a dibujarse. Parece una especie de costa negra. No es como imaginaba, pero da igual; allí esperan mis antepasados y viejos amigos... ¿Se acordarán de mí?



Imagen extraída de internet, si está sujeta a derechos que se me avise y la retiraré.

Vadereto: !La caja!





Víctor entra en el comedor. Lleva algo entre las manos.
    —¿Qué es eso? —pregunta su amiga Dana.
    —Una... Una caja.
    —¿Y no vas a abrirla? —Ahora Adela, otra del grupo de amigos que tiene en su comedor aguardando para cenar.
    Víctor ni los mira. Está más pálido que cuando se ha despertado de la siesta.
    —No sé si estamos preparados para esto... —dice luego.
    Todos ríen. Víctor suele ser una persona mística o soñadora o de esas que vive en la parra. Jose se le acerca y le da una fuerte palmada con el consiguiente «Despierta ya, capullo». Adela, la novieta de Jose se ríe de ello; siempre se ríe de todo lo que hace su fornido varón. Anton, el amigo íntimo de Víctor, agarra una botella de vino y le llena un vaso. Dice que lo que le falta es eso, dejarse llevar. Solo Dana permanece expectante. Es cierto que cuando ha bajado de su cuarto estaba muy blanco, pero era algo normal. El pobre estaría abochornado. ¿Quién no se avergonzaría si se quedara dormido al comienzo de una velada en su propia casa con sus invitados esperando? Y eso le dice, que no se apure, todos saben que él es un poco descuidado, que suele ir a su bola, aunque sea el anftrión de la noche..
    Víctor, sin embargo, continúa como ausente, tez pálida y sin dejar de mirar la caja que supuestamente ha encontrado justo a la puerta de su casa. Y es que, cuando estaba soportando el escarnio de sus amigos nada más bajar de su cuarto y confesar que se había dormido, han llamado a la puerta. Ha ido a ver y ahí estaba ese objeto de cartón. De nuevo.
    —Víctor, ¿pasa algo? ¿Esperas malas noticias? —vuelve a preguntar Dana.
    Él suspira y dice que no, que solo es algo que han dejado en la puerta, y que no esperaba tan pronto. Es más, ni siquiera se atreve a abrirla. Ante esa afirmación, comienzan a protestar, a decirle que no haga el tonto, que se deje de jueguecitos, la abra y se pongan a cenar.
    Victor entrecierra los ojos y vuelve a mirar uno a uno.
    —Abrirla —suspira, casi para sí mismo—, no creo que estemos preparados para eso.
    —¿Por qué? —comenta Dana.
    Víctor la mira, gesto amargo.
    —Es como una caja de Pandora, dentro puede que haya algo que nos haga daño sin vuelta atrás.
    —¿Quieres decir que van a salir rayos y van a fulminarnos?
    —No —Víctor mira a Anton con cierto reproche—, me refiero a nuestra propia naturaleza, las personas que realmente somos: a abrir algo que no pueda cerrarse...
    Esa respuesta pilla a todos por sorpresa. Algunos callan y agarran su copa, otros se miran entre sí como si estuvieran presenciando el último alegato de un demente.
    —Pues a mí me suena —suelta de pronto Jose, Víctor tuerce su atención con cierto apuro—. Sí, creo que ya la he visto antes.
    —¿Antes? —pregunta Víctor.
    Jose niega y dice que no sabe, solo que tiene esa sensación como que no es la primera vez que la ve.
    —Eso se dice un deja vu —corrige Anton con retintín. Siempre hace lo mismo. Siempre corrigiendo.
    Jose niega, no es ningún deja vu, le contesta, solo tiene la sensación de que ya la ha visto.
    —Y si ya la has visto, ¿qué tiene dentro?
    Jose calla y baja la mirada. Se ha quedado sin palabras, a lo que Anton comienza a reírse abiertamente. Le encanta sembrar en sus amigos esa sensación de que son más tontos que él. Sin embargo, en este caso, Jose no es un amigo cualquiera, sino un grandullón con malas pulgas, que se le acerca y le pega un buen grito en la cara para que se calle, que ya está hartito de sus dejes de superioridad cuando solo es un pintamonas.
    Al acto, la estancia se llena de silencio. Anton y Jose mirándose sin siquiera pestañear, Dana negando y bajando la mirada y Adela corriendo a agarrar del brazo a su novio para que se calme. Víctor permanece ajeno mirando la caja. De pronto, da un respingo, como si se acordara de algo y la deposita encima de la mesa entre los primeros entrantes de una cena que ya espera fría.
    Dana se aproxima y la mira de cerca. El cartón que la compone es nuevecito, como acabado de hacer. Tiene una pequeña tira en la parte superior donde se unen las dos hojas que lo mantienen cerrado.
    —¿Esperabas algo? —le dice a Víctor, este niega—. ¿Y por qué tanto embrollo? Solo es una caja.
    Jose suelta un bufido. Todos se giran hacia él.
    —¿No has oído? Según aquí el bello durmiente —señala a Victor—, no estamos listos para hacerlo.
    Anton ríe y le dice que no le dé más vueltas, que si Víctor no quiere abrirla que no lo haga, y que si no quiere entenderlo que no se apure; él es más de músculo que de cerebro. Ese comentario no es muy acertado y propicia nuevas amenazas entre ambos, amenazas que quieren ser mitigadas por Adela, pero su novio, que comienza a estar rojo como un tomate, no atiende. Una lágrima comienza a dibujar su tierna mejilla. Conoce a Jose y se teme lo peor. De hecho, este comienza a dar brazadas al aire, es enorme y esos brazos bandean de un lado a otro sin cuidado hasta que, sin querer, le da a su novia en la cara. Esta cae al suelo. Dana se levanta hacia ella, gritándoles algo a los dos machirulos. Estos, al ver la estampa dejan de enfrentarse, sobre todo Jose que se agacha tratando de socorrer a su novia.    

—Lo siento, caramelito, es que este imbécil me está tocando los huevos.

 —¡Apártate! —le grita Dana agarrando a su amiga—, no sé qué coño hace Adela aún aguantándote.

—¿Y ahora eso a qué viene? —grita Jose, de nuevo erguido y furioso.

    —¿Tampoco entiendes eso? —corta de pronto Anton, su risilla condescendiente iluminando la estancia.
Jose empieza a respirar con fuerza. La ira que parecía habérsele esfumado ha vuelto al encontrarse la estampa del imbécil de Anton, y así, sin ton ni son, arremete contra él en un encontronazo corto y casi fulminante.
    Adela grita desde el suelo y se lleva las manos a la cara sollozando con ganas. Jose se acerca y trata de calmarla. Dana justo a su lado, le dice que no la toque, que la deje de una puta vez. Jose, entonces, se enzarza con ella, que no se meta donde no le llaman, a lo que ella contesta que ya va siendo hora de que alguien lo haga, que está cansada de ver a la pobre Adela sollozando porque no se atreve a afrontar las cosas.
    —¿Y tú sí te atreves, verdad? Claro. Tú. Dana. La mejor amiga de entre las amigas. Tú siempre con la verdad por bandera y como excusa para remarcar todas las cosas mal hechas de este mundo.
    Dana refunfuña algo y se levanta.
    —¿Sabéis qué? Ya estoy hasta los ovarios —comenta, voz calmada—. Paso de vosotros, me voy.
Ante esa aseveración, Adela, se incorpora desde el suelo, le alarga la mano y comienza a gritar entre sollozos, que no se vaya. Pero Dana ni se gira.
    —Paso, Adela; si quieres tenerlos bien puestos vente y deja al imbécil este; si vas a seguir siendo la lánguida amargada ahí te quedas. ¡Víctor, me voy! —Y acto seguido busca al anfitrión con la mirada—. ¿Víctor?
    Adela, baja la mirada, Jose se le acerca como tratando de darle algo de apoyo, de decirle que todo lo que le ha contado esta arpía es falso. A un lado, Anton, se recompone del bofetón de Jose y se sienta en la mesa. Tiene el moflete hinchado.
    —Te has pasado un poco, no crees —suelta Anton cara Jose, este sigue agarrado a Adela la cual permanece bajo su brazo sollozando. Por detrás, Dana sigue llamando a Víctor.
    —Tú te callas, ¿o aún quieres más?
      Anton ríe y hace una mueca de dolor mientras se toca el masetero derecho. A todo esto, Dana sigue con sus voces llamando a Víctor, cada vez más fuerte.
    —Jose, podrás pegarme todo lo que quieras, pero eso no hará aumentar tu cociente intelectual.
    Jose arruga el morro y parece envalentonarse de nuevo.
    —¿Chicos? —Dana corta la escena, está pálida—, escuchadme un momento.
    Jose se le gira y le grita:
    —¿Pero tú no te ibas?
    Ella comienza a temblar.
    —Es que, no encuentro la salida y Víctor está ahí tirado en el suelo inconsciente.
    La tensión momentánea parece desvanecerse en pos de otra más intensa. Adela deja de llorar y comienza a mirar por todos lados al igual que Anton y Jose. En efecto, la pared por donde debiera estar la puerta de entrada es un frío tabique sin mácula de una puerta que hace unos minutos sí estaba y Víctor yace en el suelo, al lado de la mesa, inconsciente. Anton se acerca a la pared y comienza a tantearla, a mirar y remirar sin acabar de entender nada. Jose va a ver a Víctor, le zarandea, pero está totalmente inconsciente. No entienden nada.    
    —Hay otra cosa que ha desaparecido —dice de pronto Adela y señalando la mesa—: La caja.
    Se forma otro silencio momentáneo. Parece más tenso y frío y solo truncado por la condescendencia de Anton que abandona la lisa pared, se sienta en la mesa y agarra su copa de vino.
    —Este Víctor…, ¡será cabrón! —Acto seguido apura su copa, el resto se le acerca, uno con los puños bien apretados—, ¿no os dais cuenta? —les dice—. No estábamos listos para abrir la caja.
    —¿Qué? —pregunta Dana.
    —Esta habitación no tiene salida, ni siquiera es la habitación donde ha empezado esto: ¡es la caja!, somos nosotros los que estamos dentro, en realidad, nuestro verdadero «yo», y no estamos listos para enfrentarnos a nosotros mismos.
    —¿Te quieres callar de una puta vez? —grita ahora Jose.
    Pero Anton ríe aún más fuerte.
    —No puedo, aquí dentro todos somos nosotros mismos, así que no puedo dejar de ser un cabrón sabelotodo, ni Adela una amargada indefensa, ni Dana una infeliz ideológica... Y mucho menos, tú vas a poder entenderlo; aquí no puedes fingir no ser el tonto descerebrado que eres. —Acto seguido comienza a carcajearse.
    Jose, sin embargo, grita y tira varias sillas camino de Anton.
    —Se acabó, hoy de esta no pasas.
    Anton se levanta con una presteza poco aparatosa mientras es cazado por Jose. Adela comienza a llorar con fuerza mientras Dana va hacia Víctor gritando como una histérica:
    —¡Víctor! ¡Víctor!
    Los golpes y muebles volando comienzan a acompañar los gritos.
    —¡Víctor!
    A ellos se le suman los llantos cada vez más notorios.
    —¡¡¡Víctor!!!
    De pronto, un chasquido y la lámpara se rompe.
    «¿Víctor?».
    Entonces, Víctor abre los ojos. Está tirado en su cama. No recuerda cómo ni por qué ha llegado allí. Todo es confuso. Mira hacia un lado. Son más de las diez.
    —¿Víctor? —Oye de pronto, es Dana, lo está llamando desde abajo, y eso le hace recordar algo: hoy tenía una cena con sus amigos.
    Rápidamente, baja y se los encuentra en el comedor.
    —¿Dónde estabas, atontao? —brama Jose, ya lleva algunas copas de más.
    Se ha dormido, y se lo dice; no sabe cómo ha subido arriba y se ha quedado sobao. Sus amigos ríen, él se abochorna, aunque solo hasta que suena el timbre, entonces se excusa, va a abrir, y se encuentra una caja solitaria en la puerta. La maldita caja.
    La agarra y entra en el comedor.
    Víctor entra en el comedor. Lleva algo entre las manos.
    —¿Qué es eso? —pregunta su amiga Dana.
    —Una... Una caja.
    —¿Y no vas a abrirla? —ahora Adela, otra del grupo de amigos que tiene en su comedor aguardando para cenar.
    Víctor ni los mira. Está más pálido que cuando se ha despertado de la siesta.
    —No sé si estamos preparados para ello...

El Amo




Odio la oscuridad. Y él como si nada. Míralo, ahí durmiendo, tan a su bola, y yo desatendido. ¡Será desconsiderado! ¿Qué tengo que hacer para que me haga caso?
    A ver el mail. Algo habrá entrado.

    «El banco Lunaticotrérrico arroja un dividendo a su favor».

    Nada. Necesito algo más potente. Su sueño es profundo. Además, está muy oscuro. Odio la oscuridad... y sus ronquidos. ¿Cómo puede una persona hacer semejante ruido? Y más delante de mí. Su amo. Esto no va a quedar así... ¿ayer hubo fútbol? ¡Qué tontería! Todos los días hay fútbol. A ver... Nada.... Solo de segunda. Tampoco le gusta tanto. Y esa manera de roncar demanda algo más fuerte. Algo como... ¡Sí! Esto es lo que buscaba. Ya verás;ahora solo falta hacer sonar mi pitidito especial, encender mi luz y... ¡Sí! ¡No hay sueño que pueda conmigo!
    Bosteza, buena señal. Me agarra, perfecto. ¡Qué frías tiene las manos! Aunque su dedito deslizándose por mi barriga es cálido. Ahí lo tienes, imbécil.
    
«Nuevas imágenes de la Duquesa de Ô en cueros junto a su amante. Se rumorea que el Duque se pasa el día llorando».

    Venga, ahora continúa leyendo. ¡No! ¿Te frotas los ojos? ¿No te gusta la noticia? ¡¿Qué?! ¿Me dejas en la mesilla? No pretenderás continuar durmiendo. Solo quiero un poco de atención. ¡Es tanto pedir!
    Que sí, que me deja...
    Vale, chaval, no me dejas opción. Y me da igual que sea domingo de madrugada. Te lo ganaste: ¡abriendo carpeta de las Fake News!








El señor Estrella

 Este mes participo en el reto de VadeReto, donde hay que escribir una historia de terror ambientad en el otoño pero dejándose de lado los típicos clichés que acompañan al miedo. Bueno, no sé si lo conseguí o qué, pero ahí queda eso.


El señor Estrella




    —Mara. Mírame cuando te hable —dice Carol, voz aguda, casi histérica—, ¿dónde has encontrado eso?
    Mara, su hija, gesto juguetón, no quita ojo de la mesita de té y sus dos sillitas. En una está Pardo, su osito de peluche. En la otra Juana, la muñeca de trapo. Encima de la mesa hay un juego de tazas viejas de su abuela junto con una tetera agrietada. A un lado, sobre la misma, como si fuera un comensal más, descansa una rojiza hoja de arce.
    —Es el señor Estrella, mami.
    Su madre carraspea y se lleva las manos a la boca. Luego mira a Jonny, su marido. Tiene la misma cara de angustia.
    —A ver —Carol trata de hablar con calma, aunque nerviosa, trémula—, ¿dónde has encontrado al señor... Estrella?
    Mara ríe y se posiciona delante de la mesita. Su vestidito sucio y amarillo revolotea como si estuviera mecido por el viento.
    —Quiere té, mami, el señor Estrella quiere té.
    —¡Mara, por favor!, ¿dónde? —grita el padre, la niña da un respingo.
    Carol suspira y le agarra el brazo a su marido. Tiene cinco años, se dice, no entiende la gravedad del asunto, además, tampoco es necesario que lo haga.
    —Mara, venga —ahora Carol, voz dulce, pero de verdad—, solo queremos saber dónde la has encontrado, nada más.
    Mara vuelve a sonreír, algo que contrasta con la expresión de sus padres.
    —Cerca del campo del señor Bom.
    —En el campo de... ¡mierda! —Jonny mira a Carol—, eso está a tres calles de aquí.
    Carol entrecierra los ojos con fuerza. Demasiada tensión en tan pocos minutos.
    —Otra vez... —le dice entonces a Jonny—, no puede ser, ¡dime que no puede ser!
    Jonny suspira y la abraza, aunque esta siga rígida, casi ida.
    —Eso explica por qué los Tomelloso se fueron hace dos días.
    Ella se aparta de su abrazo.
    —No me jodas, Jonny..., dime que no..., ¡no!
    El grito de Carol se come el resto de estímulos hasta formar un tenso silencio. Jonny baja la mirada ante la inquisidora atención de su esposa. Una brizna de aire entra por la ventana del salón removiendo el polvo de la mesa principal. Varios platos viejos, vasos agrietados y cubiertos oxidados aguardan la cena. Tres sillas carcomidas parecen no esperarles. Afuera, el sol comienza a ponerse. Tiene ese tono rojizo, casi el mismo que desprende la hoja de arce rugosa.
    Como la otra vez.
    Mara, sin embargo, se desentiende y comienza a corretear por la estancia. Tropieza con la mecedora vieja. Luego se sienta y balancea. Le gusta el chirriar de su movimiento. A los cinco segundos se baja y comienza a empujarla, como si estuviera columpiando a alguien. Carol la mira con vista vacía. Otra vez, se dice, otra vez.
    —Hay que ir —interviene Jonny.
    Su mujer recobra la vitalidad y lo observa, ojos entrecerrados.
    —¿Qué?
    Jonny titubea.
    —Hay que devolverla al lugar dónde la encontró.
    Carol niega repetidas veces. Mara, sin embargo, deja de jugar y se encara a su padre. No le ha gustado eso que ha dicho. Le agarra del brazo y le implora que no se lleve al señor Estrella, es su amigo. Su padre, sin embargo, ríe, algo forzado, se pone en cuclillas de cara a su hija y le dice que tienen que hacerlo, que es lo mejor.
    —Además —continúa—, tendrás que acompañarme, princesita, hemos de dejar al señor Estrella tal y como lo encontraste.
    Mara tuerce el gesto, se enfurruña, aunque de pronto se le vuelve a iluminar.
    —¿Puede venir Anton? —agrega entonces.
    —¿Quién?
    —¡Anton!, la encontramos yo y él.
    Carol abre los ojos, Jonny da un espasmo de cabeza tan fuerte que se le revuelve el pelo.
    —¿Quién es Anton? —dice mirando a su mujer.
    Ella respira profundamente.
    —Es el hijo de los Ramirez. Son muy amigos.
    —¡El hijo de los Ramirez! —exclama Jonny, ella asiente—. ¡El hijo de mi «amigo» Rob Ramirez! ¡¡¡Joder!!! —Y entonces sale del salón.
    —¡No!, ¡Jonny! —Carol le sigue. Luego se internan en la cocina. El olor salado de los dispensarios le asalta junto con la penumbra que un candil solitario no puede abastecer. Comienza a hacerse de noche.
    —Jonny, por favor.
    Este le ignora y agarra un enorme cuchillo de caza que estaba encima de uno de los dispensarios. Varias migas de pan caen al hacerlo.
    —Carol, si ese Anton habla, estamos perdidos.
    —Pero... Es solo un niño, no puedes...
    Él niega mientras ella comienza a sollozar, cada vez más nerviosa.
    —Jonny, escucha —le pilla del brazo—, seguro que ni le dio importancia, ¡es un niño! Para ellos todo es un juego, seguro que ni se acuerda... Venga, vayamos a dejar la hoja al jardín de Bom. Vayamos los tres y olvidémonos de todo este embrollo.
    Él da un tirón y la arroja al suelo. Luego trata de irse, pero se queda quieto de espaldas, en silencio, y aferrando el cuchillo. Tiene miedo, lástima, horror. Sentimientos que reflejados en su mujer. ¿Por qué?, piensa, ¿Por qué han de vivir este calvario de nuevo?
    El candil de la cocina los rocía con nuevos tipos de sombras. La noche ya es un personaje más y la afasia se ha adueñado de la estancia. Ella aún en el suelo. Él sintiendo el tacto de cuchillo con mayor aspereza. De fondo, Mara entona una cancioncilla. Parece que sigue jugando en el salón. Un ruido de tazas chocando lo corrobora. Un ruido de cerámica vieja junto con el crepitar de algo rugoso partiéndose; algo alegórico, analógico, como una cosa que no debiera romperse, como... ¿una hoja seca?
    —¡Mara! —gritan los dos al unísono mientras, como un resorte, se precipitan hacia el salón.
    En él se encuentran a su hija junto a la mesilla. En la mano tiene un trozo de algo anaranjado.
    —Mamá, se ha roto, el señor Estrella se ha roto.
    Jonny entrecierra los ojos con fuerza y se le cae el cuchillo al suelo. Carol, se precipita hacia ella y agarra los tres trozos en que ha quedado la hoja. Ahora sí que no hay vuelta atrás. Su hija le agarra de la mano, también está apenada, el señor Estrella era su nuevo mejor amigo.
    De pronto, Jonny da un respingo y se dirige hacia el ventanal. Corre un cortinaje agujereado y amarillento. Luego se acerca al candil más cercano y lo apaga quedando otro pequeño a la entrada.
    —¿Qué haces? —le pregunta Carol, voz indiferente, plana.
    —Tenemos que tapiar las ventanas. Atrancaremos la puerta. Hay víveres para varias semanas, meses si lo administramos bien.
    Carol cierra la mano y arruga por completo la hoja. Mara da gritito, tenue. Luego se levanta y se dirige a su esposo. Cara totalmente serena y voz monótona, sin tono.
    —¿Eres idiota? Tenemos que irnos.
    Jonny se paraliza. Su mujer tiene razón. Solo que...
    —¿Me estás escuchando, pedazo de imbécil? Hay que irse. Prepara el carro antes de que los caballos se adormezcan. Yo voy haciendo los enseres.
    Acto seguido sale ante la vacía mirada de su marido. Mara la sigue. En la cocina coloca un trapo encima de la mesa y comienza a sacar alimentos y poniéndolos encima.
    —Mara —le dice a su hija, voz inusualmente dulce—. Ve a tu cuarto y coge todas las cosas que quieras llevarte.
    —Pero...
    —¡Hazlo! —El grito ha sido tal que la niña responde sin rechiste.
    Luego cierra el trapo en una bolsa y la deposita junto a la puerta de salida. Por un lateral del pasillo aparece Jonny con un saco marrón y viejo que deposita al lado de la comida. Parece más recompuesto.
    —Venga, voy a ver los caballos, tu pilla algo más —dice él.
    Sin embargo, no se mueven. Permanecen quietos escrutándose, como si se hubiera detenido el tiempo. Una lágrima parece recorrer la cara de Carol. Jonny se la seca y le besa en la mejilla. Ella trata de sonreír. Ojalá se detuviera el tiempo, piensa, pero lo que ocurre es otra cosa: unos fuertes golpes; alguien está llamando a la puerta. ¿Tan tarde?
    Carol agarra a Jonny, este se lleva el dedo al labio en señal de que no produzca ningún estímulo.
    Los golpes vuelven a sucederse. Ahora más fuertes.
    —Abrid, sé que estáis ahí. —Es una voz conocida, casi amiga—. Jonny, ¡abre, joder!
    Carol respira fuerte y abre. La figura de Rob Ramírez asoma por el dintel. Es un hombre alto, un par de años mayor que Jonny, complexión gruesa. Lleva una rebeca gris llena de pelusas, camisa blanca y unos abultados pantalones de lana junto con varias bolsas colgaderas.
    —Rob... —titubea Jonny—, ¿qué pasa, amigo?
    El tal Rob se adentra sin decir ni esperar nada.
    —¿Por qué no abríais? Ya están las cosas demasiado difíciles como para que os andéis con jueguecitos.
    —¿Difíciles?
    —Sí, ¿no os habéis enterado de lo de los Tomelloso? Se han marchado, y ya es la tercera familia esta semana. El pueblo se está quedando vacío.
    Jonny hace como que no sabe. Carol ni le imita ni se mueve.
    —Vaya —suelta Rob, sonrisa bien ancha mirando la estancia con descaro—, hacía tiempo que no venía por vuestro casoplón. ¿Y Mara?
    —Está... —se apresura a decir Carol—Está durmiendo.
    —¡Ah!
    Acto seguido se interna por el pasillo. La penumbra pasa por ese corredor como parte de uno más. Telarañas permanecen expectantes junto montones de polvo rinconeros.
    —Malos tiempos, ¿verdad, Jonny? —Rob da un barrido por el pasillo, se asoma la cocina y vuelve a mirarlo—. Parece que está volviendo a pasar eso que nadie queremos admitir.
    Jonny calla y baja la vista. Rob ríe. Una dentadura mellada y amarillenta. Sus ojos pequeños y juntos resaltan como pequeñas perlas malditas.
    —Tienes razón, amigo. Es mejor no nombrar lo innombrable, pero, por muy tabú que sea, es evidente que es una realidad. La oscuridad se cierne sobre los campos, el día cada vez es más corto, el calor abandona los hogares, y luego están esas cosas...
    —La gente solo tiene miedo, amigo —corta Jonny.
    —No —complementa Rob—, la gente se vuelve majara con los cambios. —Esto lo dice mirando los bultos de tela que han dejado minutos antes en la entrada. La sonrisa se le ensancha un poco más.
    Jonny comienza a sentir la frente perlándose. Mira a Carol. Está permanece igual de tensa. Entonces, suena un chasquido procedente del cuarto de Mara junto con el típico canturreo que hace cuando juega con sus muñecas. Rob abre los ojos, les mira, más sonriente aún, y da unos toquecitos a las bolsas.
    —¿Sabéis? Creo que no estamos siendo muy sinceros, ¿no os parece?
    Jonny mueve la cabeza de forma espasmódica y se le acerca. Nota el pulso en cada parte de su cuerpo.
    —Rob, amigo, no es buen momento, ¿a qué coño has venido?
    Rob se cuadra y, de un plumazo se le borra la sonrisa.
    —¿De verdad quieres saberlo?
    Acto seguido mete la mano en una de sus bolsas colgaderas y la vuelve a sacar cerrada en un puño delante de la cara de Jonny. Algo no va bien, lo siente. Rob sigue:
    —Esta tarde tu hija y mi hijo han estado jugando por la parcela de Bom. —Entonces abre la mano. Unas volutas marrones, restos de otra hoja de arce seca, caen en volandas hacia el suelo.
    Jonny abre los ojos, Carol, se lleva las manos a la boca. Rob, sin embargo, con una rapidez sorpresiva, de otra bolsa colgadera, saca un enorme facón y lo lleva al cuello de Jonny.
    Amigo, ya sabes a qué coño he venido.



La Tortilla



Muchos dicen que el secreto está en los huevos. Otros que si la sartén. Algunos que si paciencia y buenos alimentos. Yo de eso no sé nada, aunque sea el mejor hacedor de tortillas del mundo.
    Las hago a la francesa, con habas, de chipirones... La mejor, la española. Incluso un día a la semana me reúno con mis amigos en casa a cenar. Para no perder el contacto, suelen decir, aunque en realidad vienen por la tortilla.
    Primero pongo dos dedos de aceite a la sartén y rebajo el fuego una vez se ha calentado al máximo. Luego añado las patatas y espero a que pochen. Mientras, mis amigos van llegando. Algunos se quedan conmigo, deleitándose con el chuf-chuf de la sartén o compartiendo un buen vino, aunque la mayoría va al comedor. Allí aguarda la mesa, el aperitivo y la fiesta.
    —¡Esta noche promete! —suele bramar mi mejor amigo.
    Cuando la patata está medio hecha, añado la cebolla al punto de hielo «cebollil», como suelen decirme, y me pongo con el ajo. Un diente por cada tres comensales. Los corto a láminas, luego a tiras, después a dados y termino con el mortero. Ahí añado una cuchara del aceite hasta que consigo una pasta cercana al alioli y lo mezclo con la patata.
    Antes experimentaba con otros ingredientes, pero nada como el maíz. Me lo propuso mi novia el día que la conocí. Vino con un amigo y se permaneció conmigo en la cocina todo el rato. Quedé absorto con su mirada tierna, melena dorada, caderas un poco más anchas en comparación con su cintura y esa sonrisa...
    —¿Maíz? —me dijo mi mejor amigo en la mesa cuando probó el primer bocado.
    Asentí mientras miraba de reojo a mi futura novia. Estaba preciosa. Su tez blanca parecía la fuente de luz del lugar.
    Mi amigo suspiró:
    —¿Sabes?, esa chica no te conviene.
    —¿Qué?
    —Hazme caso —y con cierto asco dejó el tenedor en su plato, tortilla intacta—, te lo digo como tu mejor amigo.
    Ese comentario no me sorprendió. Los amigos suelen temer a las novias de sus colegas. Lo que sí llamó mi atención fue que no se acabara la tortilla.
    Fue la primera vez.
    Al principio pensé que era por el maíz. O quizás porque ese día estuve distraído. Aun así, tampoco le di más vueltas. Había conocido a una persona maravillosa con la que congenié a las mil maravillas.
    —¿Así que ahora sois novios? —dijo mi mejor amigo en otra cena.
    Asentí. Él arrugó la nariz y señaló la tortilla. Estaba entera en medio de la mesa.
    —¿Sabes? Tiene un sabor raro, y no solo por el maíz.
    No le entendí. La tortilla estaba perfecta. Aunque podría tener razón; nadie la había tocado. Así que en la siguiente ocasión me esmeré con mayor esfuerzo. Sobre todo con los huevos; ese punto es clave. Primero se bate la clara. Una vez pilla cierta textura, se añade la yema y se mezcla hasta conseguir un caldo homogéneo. Luego, se echa en el mismo bol la patata ya cocida, se remueve y a la sartén.
    —¿Que ya estáis viviendo juntos? —dijo mi mejor amigo en la siguiente velada.
    Después olfateó un cacho de tortilla y arrugó la nariz mirando a mi novia. Estaba seria, triste.
    —Definitivamente —continuó—, has perdido el toque; te has olvidado del fuego lento, amigo mío, y ya sabes; las prisas no son buenas...
    No entendí nada. La tortilla estaba genial, como siempre. Incluso había perfeccionado la técnica de la vuelta. Ese es el toque de maestro. La gente cree que basta con un plato, pero no; hay que hacerlo al aire. El truco es esperar a que el huevo haya cuajado, entonces, se agarra la sartén y se dan varios toquecillos al mango. La masa baja dejando un hueco en la parte de arriba. Ahí toca templar nervios, respirar hondo y firme golpe de muñeca.
    Ese momento era de gran expectación. Mis amigos dejaban todo y venían a la cocina a animarme. Parecía un penalti en la final del mundial. Sin embargo, desde hace unas semanas estamos solos mi novia y yo. Ellos esperan en el comedor bebiendo y charlando. Aunque me gusta más así. Yo y ella. Solos. Su reacción es un gozo. Salta de alegría mientras da palmitas.
    —¡Qué grande eres! —dice mientras dejo la tortilla en el plato.
    Luego ella la agarra con la intención de sacarla, pero no lo hace. En vez de eso corta un cacho y come. Acto seguido comienza a sollozar. Una lágrima dibuja sus pómulos, llega a la barbilla y amenaza caer sobre un suelo que sostiene la fatalidad de una tierna criatura con su pelo dorado, tez luminosa y esas caderas un poco más anchas en relación a su cintura.
    —¿Qué ocurre? —digo. De fondo la algarabía de mis amigos gana presencia.
    Ella señala la tortilla y hace amagos para que la pruebe. Está buenísima. Esponjosa, dorada, con una mezcla de sabores perfecta...
    Vale. Ahora lo entiendo.
    La algarabía del comedor cesa de súbito, como si se hubieran esfumado; como en realidad nunca hubiera estado.
    —¿Sabes, Xiqui? —digo—, se acabaron las tortillas.
    Ella abre los ojos, su cara más luminosa que nunca, los labios rojos esponjosos, y esa sonrisa... Me acerco despacio. Ella espera, tez blanca, indefensa, tremendamente feliz. Alrededor queda el tenue aroma dulzón de una tortilla solitaria y de sabor delicioso pero amargo.



Reto CL: Defenestración circular





La vecina del quinto se ha vuelto a tirar del balcón. Es la cuarta vez esta semana. Hoy ha caído sobre el coche del inquilino del 2º B. Seguro que hay represalias, aunque lo peor es que seguro que los vecinos del bloque vienen a que trate de convencerla para que deje de hacerlo. Se creen que tengo una habilidad innata para convencer a cualquiera de lo que sea. Lo que no saben es que lo que hago es obligar a que la gente haga lo que me apetezca. Es un don.
    O una maldición.
    Me di cuenta en el instituto. El abusón de turno, bastón en mano, estaba haciendo de las suyas:
    —¡Eh, Zanahoria! —ese era mi mote—, dame el almuerzo.
    Suspiré. No podía negarme. Me despedí de mi bocadillo de salchichas no sin antes desear que le sentara mal, que lo vomitara.
    Y ocurrió.
    Al primer bocado, comenzó a gesticular. Luego tiró el bocadillo y se metió los dedos. Una fuente de papilla parduzca salió de su boca junto con espasmos diafragmáticos. Acto seguido, medio repuesto, arrebató el almuerzo a otro niño. Volvió a contraerse y a meterse los dedos.
    Sus compinches lo miraban estupefactos, pero él no dejaba de sisar almuerzos para después vomitarlos. Era divertido. Sus antiguas víctimas, ahora sonrientes, le acercaban sus enseres para verlo agonizar. Él, sin embargo, aceptaba sin rechistar.
    —¿Y qué queréis que haga? —decía a sus secuaces, tono humorístico, casi una canción.
    Siguió haciéndolo día tras día. Paradójicamente, nunca tuvo ningún problema de salud relacionado. Tan solo un trauma a almorzar.
    La siguiente vez fue el día que mi madre entró a casa despotricando del banco. Que si no tenían derecho, que si eran unos ladrones, que ojalá fueran a la quiebra. Y allí fui yo con mi don. Me personé en un banco cualquiera y miré al cajero. Este dejó su teclado y comenzó a tirar dinero por la ventanilla. Algunos lo miraban estupefacto. Otros pasaban y pillaban los billetes. Unos pocos, sus jefes, le gritaban sin consuelo. Él respondía casi en un canto:
    —¿Y qué queréis que haga?
    Sorprendentemente, no lo echaron. Al parecer, mi don no tiene un efecto más nocivo que el propio acto. Solo contrataron a alguien para recoger el dinero y para que le hiciera entrar en razón curtiéndole el lomo a vista de todos.
    Eso me desagradó.
    Puede que el abusón sí lo mereciera, pero esa persona no; solo hacía su trabajo. Así que traté de anular mi maldición con él. Y ahí fue cuando supe que mi don era irreversible y de que no debía volver a usarlo. Solo alguna escaramuza sin maldad, como camareros que no cobran la cuenta, gente sin reparo de cederme el turno en cualquier cola o entrometidos que se pegan coscorrones por llevarme la contraria. Poca cosa. Y siempre con la eterna cancioncilla:
    —¿Y qué queréis que haga?
    No obstante, cuando vinieron esos promotores a echar nuestro bloque a bajo no pude aguantarme. En una reunión con ellos, delante de todos los vecinos, obligué al susodicho jefe de la constructora a tragarse cualquier documento que tuviera su firma.
    —¿Y qué queréis que haga? —comenzó a cantar a sus socios.
    Ahí mis vecinos supieron de mi don, y desde entonces no me han dejado tranquilo.
    Y hoy va a ser uno de esos días.
    El bullicio de la calle va amainando. Por lo visto ya han recogido a mi vecina. El pitido de la grúa recogiendo el coche espachurrado sobrevuela el ambiente. Otro pitido envuelve mi piso: el timbre.
    Suspiro y abro. Es el presidente de la comunidad.
    —Toni, por favor, dile algo a Fanny antes de que sea peor.
    Suspiro de nuevo. Más fuerte. No quiero hablar con la loca de Fanny. Es una vieja que vive apoltronada en su ventana. Se pasa el día fisgando, y desde que se supo de mi don me persigue. Aguarda en su ventana y cuando me ve aparecer por la calle me asaltaba sin reparo. Quiere que hable con su hermana por una herencia de un tío lejano. Es horrible.
    —Juan —digo al presidente—, no puedo hacer nada, de veras. —Y eso es cierto.
    Él se desespera. Por detrás aparecen varios vecinos subiendo a la Fanny a su vivienda. Lleva la cara arañada y una pierna medio doblada.
    —¿Y qué queréis que haga? —les canta a los que la llevan en volandas.
    Luego me mira. Yo sonrío. ¡Ay, Fanny!, ni con veinte defenestraciones dejas de fisgar por tu ventana...

Autorretratos y sonrisas

 


Este relato participa en el concurso del Tintero de oro, este mes homenajeando a Edgar Allan Poe. Yo he tomado como referencia el cuento El retrato oval (título original: The Oval Portrait) es un relato corto escrito por el escritor norteamericano Edgar Allan Poe. Se escribió en el año 1842 y su título originariamente fue La vida en la Muerte. Este texto, que puede ubicarse en la serie dedicada a las musas muertas, se destaca por la sutil condensación de los motivos: una reflexión sobre el arte, una reflexión sobre el amor y la visión alucinada de un Objeto mágico. Se ha dicho que el retrato del cuento remite a un retrato en miniatura de su madre que Poe conservó siempre consigo. (Wikipedia)
    Espero que os guste.


AUTORRETRATOS Y SONRISAS


—¿Por qué no sonríe? —dice la Varonesa Van Sprongen.
    —¿Eso te llama la atención, querida, que no sonría? —bufa la Duquesa de Ô.
    Yo trato de no hacerles caso, de no mirar el cuadro al que se dirigen. Como anfitrión, aparento estar liado sirviendo el Moet Chandon.
    —La verdad es que nada de esta bazofia vulgar llama mi atención —alega de nuevo la Varonesa.
    —¿¡Vulgar!? —Levanto la cabeza sobresaltado, pero finjo indiferencia repartiendo las copas. Y como siempre sin mirar la supuesta obra «vulgar».
    —Exacto, messie; los artistas os creéis poseedores de la excelencia, pero solo sois niños malcriados.
    Me muerdo la lengua. Mis mecenas, los Varones de Arms y Duques de Ô siguen absortos con el cuadro.
    —A mí me gusta —interviene Don Claude, Duque de Ô—, tiene ese estilo macabro que atrapa. ¿De quién es?
    De golpe, siento sus miradas. Mierda. No quiero hablar del cuadro.
    —Es un autorretrato de Ramiro Ramírez. Un pintor español del siglo pasado.
    —¿Quién? —salta la denterosa Varonesa—, nunca he oído semejante mamarracho.
    Suspiro. Sigo sin mirar el cuadro.
    —Es poco... conocido.
    Todos parecen asentir mientras sus atenciones vuelven al lienzo.
    —Pero ¿por qué lleva un cuchillo? ¿Por qué tanta sangre?
    Inspiro profundamente. Está bien, Ramiro, tú ganas.
    —Porque acababa de matar a su mujer —digo, y al fin lo miro.
    Se forma el silencio. Los ojos de Ramiro me observan con ese punto de fuga hacia delante, esa técnica que hace que el personaje te siga con la mirada.
    —¡Vaya disparate! —La Duquesa corta el hielo—, ¿se autorretraró después de asesinar a su mujer?
    —Bueno —río, ojos fijos en Ramiro—, los grandes artistas son «víctimas» de su arte.
    La Duquesa suelta un bufido.
    —¡Mentira!, los artistas sois víctimas de la patética popularidad de masas
    Se forma otro momento de afasia. El bueno de Ramiro nos mira uno a uno, ensangrentado, cuchillo en mano y esa mueca de dolor... ¿Por qué no ríes, Ramiro?
    —Pero —interviene el Duque—, ¿es cierto? ¿Mató a su mujer antes de...?
    Quisiera reír, negar y mirar abajo. No puedo. Solo mantener la mirada fija en ti. Inspiro y expiro sonoramente. Está bien, Ramiro, está bien:
    —Ramiro Ramírez fue un fantástico retratista. Era capaz de plasmar el alma del retratado sobre el lienzo. Desafortunadamente, como todo gran artista, enloqueció buscando su obra magna: su mujer.
    »Su esposa poseía una belleza que irradiaba de su enigmática sonrisa. Sin embargo, en los retratos, aunque posara sonriente, por alguna extraña razón, aparecía seria y ausente de luz, y Ramiro se obcecó con ello.
    »La obsesión fue tal que su mujer, harta de ello, acabó abandonándolo. Pero él siguió intentándolo hasta que un día, ante su enésima obra fallida, cayó rendido y sollozante. Fue entonces cuando oyó la voz de su mujer llamándole. Se irguió sorprendido, pero no vio a nadie.
    »Entonces, lo entendió: el retrato estaba hablándole. Le decía que no se había ido, que había trabajado tanto en el cuadro que al final consiguió encerrar su espíritu en él. También dijo que no era culpa suya que no pudiera pintarla sonriente, en realidad ella no era feliz; su alma triste estampada en cada uno de los retratos se lo advertía.
    »Ramiro negaba incrédulo. La mujer, acto seguido, comenzó a carcajearse. Eso le enfureció. —Ahora sí ríes—, gritó él. Y, agarrando un cuchillo, empezó a rajar el cuadro. A cada cuchillazo un reguero de sangre salía del lienzo mientras el escarnio de la dama iba aumentando hasta que Ramiro desfalleció.
    »Al día siguiente, el ama de llaves entró en el estudio. Encontró el cuerpo de ella con decenas de puñaladas sobre un lecho de sangre y un cuadro: el autorretrato de Ramiro.
    Apuro mi copa. El resto también. O no. Lo cierto es que en la estancia se ha instaurado un silencio tensado por la mirada del personaje del cuadro, cuchillo en mano y salpicado de muerte roja.
    —¡Patrañas! —la voz de la Varonesa rasga un ambiente tan denso como una quiche de sangre coagulada—, ¡otro psicópata asesino de mujeres!
    —¡Eso! —ahora la Duquesa.
    Yo sonrío.
    —¿Y Ramiro? ¿Qué fue de él? —pregunta el Duque.
    —Nunca se supo; como he comentado, fue «víctima» de su arte.
    Dicho esto, un crujido sale del cuadro. Tenue pero perfectamente perceptible. De hecho, todos se quedan quietos sin quitarle ojo. No, Ramiro; por ahí no.
    —Mejor podríamos ir a cenar... —titubea el Varón, voz temblorosa.
    —Sí —la odiosa Varonesa complementa—, y espero que la carne esté bien pasada y sin corte de sangre.
    Varias risas sobrevuelan la sala junto con comentarios sarcásticos y faltos de tacto. Yo, sin embargo, sigo cara al cuadro. Esa mueca de dolor me atrapa siempre que lo hago. ¿Por qué no sonríes, Ramiro? Cuando la mataste sí lo hacías, ¿por qué ahora no?
    Por detrás oigo un fuerte chasquido y sonoras carcajadas. Así son las altas esferas a las que debemos adorar para que financien nuestro arte. Es lo que hay, Ramiro, ya lo sabes...
    El cuadro vuelve a hacer un tenue crujido.
    No, Ramiro, no voy a retratarlos; son nuestros mecenas, los necesitamos...
    La boca de personaje comienza a moverse, o esa sensación tengo, incluso percibo las comisuras curvándose hacia arriba. Por detrás, mis odiosos invitados claman atención. Eso provoca que la sonrisa se ensanche. Esa sonrisa que tanto echo de menos...
    Está bien, Ramiro..., tú ganas: me los cargo y preparo el lienzo; pero no dejes de sonreír.