La pirámide de kleenex



 

La pirámide de kleenex me atormenta. Es la típica cajita de cartón triangular con una apertura lateral para sacar los pañuelos. Lleva dos semanas encima de la mesilla de café mirándome con desdén. Más en concreto, esa apertura, sellada. Y es que nunca la abrí, por mucho que en su día lo necesitara.
    —¿Me está diciendo que añora su vida pasada? —dice el doctor.
    —No es eso.
    —¿Entonces?
    Entrecierro los ojos. Odio esta consulta.
    —¿Qué me ocurre, doctor?
    —Ya se lo dije: nada.
    —¿Y por qué ahora no estornudo?
    Él suspira y mira sus notas. Siempre lo hace cuando no sabe qué decir.
    Hace meses que le visito, aunque llevaba dos semanas sin venir. Yo tenía una dolencia extraña: estornudaba sin razón. Al principio pensaba que era un efecto secundario que mi cuerpo producía en el mecanismo de limpieza matutino. Empezaba con un cosquilleo de nariz, inocuo, que iba ganando fuerza hasta que se adueñaba de mi vida. Sobre todo cuando estaba rodado de gente.
    Lo peor era el bus, cuando alguien me habla. Ahí se reanuda el cosquilleo, hago un ademán con la palma en alto, el interlocutor entiende, abro la boca, inspiro y expiro involuntariamente, recalco el ademán, las bocanadas se intensifican… y sale.
    Cada uno tiene su propio estornudo, es un señuelo del ADN. Los míos parecen un siseo fuerte e in crescendo, como si estuviera mandando callar a alguien, que se corta de forma seca y abrupta y con golpe de nariz incluido. La multitud del autobús suele pasar de mí, aunque siempre hay de aquel que te santifica, «Jesús», resuena, «Gracias…», siseo.
    Sin embargo, la veda queda abierta, y comienza la caravana de estornudos. Ahí ya la gente me mira con repelús. Se vuelven hacia otro lado, incluso llega un momento que sus actos indican que me aleje. Y allá voy yo, solitario, a la última fila, apartando gente como un helicóptero.
    Lo raro del asunto es que estornudo porque sí. O eso decía mi doctor:
    —Los análisis son claros, no está enfermo, y la prueba de alergias sale limpia.
    —Puede que sea hereditario.
    Él reía, siempre reía.
    —Bobadas.
    —¿Y cómo se lo explica?
    Volvía a mirar sus papeles, un largo rato, hasta que yo estornudaba y le sacaba del letargo.
    —Simplemente, estornuda porque sí.
    Así terminaba, y así me desesperaba.
    Probé con curanderos, medicamentos experimentales, medicina oriental… Nada. Mi vida debía lidiar con unos estornudos y el rechazo social que provocaban.
    Sin embargo, un día, en medio de un ataque intrabús y consiguiente reclusión a la parte trasera, apareció ella.
    Estaba como esperándome. Era joven, piel blanca y mirada inocente. Fue la primera persona que no se espantó de mis estornudos y me invitó a sentarme a su lado. Por alguna razón, también era repudiada al lado despectivo del autobús, motivo por el cual conectamos de una forma sorprendente. Casi me olvidé de los estornudos, aunque ni ahí me dieran tregua.
    Fue ella la que, antes de bajarse, me regaló la pirámide de kleenex. Segundos después ocurrió algo milagroso: dejé de estornudar.
    Al día siguiente, rabiado de felicidad, volví al bus con la intención de reencontrarme con ella. Sin embargo, como mis estornudos, también había desaparecido, dejándome solo y con una puñetera caja de kleenex que nunca llegué a abrir.
    —Esa es la razón, doctor, no hay otra explicación.
    Él niega.
    —La razón es que nunca estuvo enfermo.
    —Absurdo.
    Se levanta y comienza a caminar por la consulta, manos en la espalda.
    —A ver si lo entiendo —comenta entonces—, usted dice que los estornudos le producían un rechazo social, que luego apareció una chica, le dio una caja mágica de kleenex, que nunca ha abierto y que le curó, y entonces, cual hada madrina, desapareció, ¿verdad?
    Asiento.
    —¿Sabe qué pienso? —continúa, a mí comienza a picarme la nariz—: Todo es una ilusión que se ha inventado para hacer frente a ese rechazo social que dice que sufre.
    »Lo somatizó con los estornudos, cual escusa. Sin embargo, su raciocinio quiso devolverle a la realidad y creó a esa chica. La pirámide de kleenex, que nunca ha querido abrir, simboliza su mente cerrada; tiene miedo de enfrentarse a sí mismo, tiene miedo de no encajar: todo está en su cabeza
    Luego se sienta. El picor de mi nariz comienza a ser algo serio.
    —Y usted —digo a malas penas entre involuntarias inspiraciones que preceden algo conocido—, ¿también es una ilusión?
    —Claro que no —sonríe.
    Trato de protestar, pero un terrible estornudo me lo impide. Uno terrible.
    De pronto, una señora a mi lado me mira con desprecio. No entiendo de dónde ha salido, pero tampoco puedo pensarlo, pues otros estornudos salen de forma corrosiva. Eso provoca que tanto la señora como otro grupo de gente que me rodea hagan más aspavientos. ¿De dónde han salido?
    Entonces, levanto la cabeza y entiendo que no estoy en la consulta, sino en el bus. La multitud me mira con repulsión por culpa de mis recientes estornudos y una nariz que comienza a gotear. ¿Qué ocurre?
    —«Ya lo sabes…» —oigo de fondo, casi un susurro.
    De pronto, en mi regazo aparece un objeto: la pirámide de kleenex. Sigue sellada. Muevo la cabeza espasmódicamente, doy un barrido visual y los veo en la parte trasera: la chica y el doctor. Están muy sonrientes. Seréis cabroncetes… Vale, vosotros ganáis.
    Acto seguido, suspiro, desprecinto la pirámide y saco un kleenex.





EL PROPIETARIO Y EL CLIENTE




 

EL PROPIETARIO Y EL CLIENTE


Lo encontró en una maloliente tienda. No es un tintero cualquiera, decía el propietario, es mágico y hará realidad sus deseos. La pega: tiene letra pequeña. ¿Qué letra pequeña? Preguntó el cliente, un escritorzuelo que apenas ganaba para vivir.
    El propietario negó, si lo decía, perdería su poder.
    El cliente pensó que era una triquiñuela, una estafa, y que no picaba.
    El propietario repuso que sellaría esa letra pequeña dentro de un sobre, pero, si lo abría, el tintero perdería su poder.
    El desespero de Félix, nuestro cliente, era tal que lo compró, aunque nunca llegó a creérselo, y más, después de ver los resultados. Le habían timado, esa era la letra pequeña, y tampoco podría reclamar, pues había sido advertido. Sin embargo, un editor, amigo del propietario, leyó un trabajo y le dijo que era sublime, solo que demasiado avanzado para la época. Félix se maldijo, pues esa era la letra pequeña: la gloria póstuma. Pero entonces pensó, si he conseguido hacer algo sublime, ¿no podré adecuarlo a este tiempo?
    Y eso hizo. Trabajó duro. El hambre y las deudas se convirtieron en sus compatriotas. La soledad su alidada. Finalmente, en el cenit de su vida, recibió la ansiada respuesta: había escrito una obra magna.
    Orgulloso, se acordó del propietario. Había vencido.
    Victorioso, fue a buscar el sobre. Quería rasgarlo.
    Trastabilloso, cayó fulminado, porque lo leyó.

Días después, encontraron su cuerpo con una hoja manuscrita entre manos:


Tintero: el detonante.

Magia: el esfuerzo.

Pago: una vida de dedicación.



Interferencias





—Ramírez, Ramiro Ramírez.
    —Agatha Bleck, encantada.
    —¿Una copa?
    —Por su puesto.
    —Permítame el bolso.
    —No hace falta.
    —Insisto.
   No, no… ¡Joder!
    Agente Bleck, ¿ocurre algo?
    —El moscón este; me ha pillado el bolso.
    —Acérquese al micro, con el barullo de fondo no oímos bien.
    —¿Que me acerque? No puedo hablarle a mis tetas en medio de la inauguración, este traje tan ceñido y descocado no es apto para llevar micros.
    —Bien, pues pronuncie claro. ¿Qué ha ocurrido?
    —Que un imbécil acaba de cogerme el bolso
    —Interesante, puede que sea nuestro hombre.
    —¿Ese? No, solo es un ricachón que quiere llevarme al huerto, además..., ¡madre mía! Este tío no es nuestro hombre.
    —¿Por qué? Ya sabe que debe describirnos todo o que vea.
    —Ha tropezado con un camarero y su bandeja de canapés. Menudo estropicio. Ha manchado a varios comensales.
    —Puede que esté disimulando.
    —¿Disimulando? No. Está asustado, acongojado, y ahora se escabulle, y con mi bolso, ¡será imbécil!
    —Sígale.
    —Ese no es nuestro hombre.
    —Le ha robado el bolso y se escapa, es él.
    —No se escapa, va al baño…, un segundo; ¡se desvía!
    —¿Hacia dónde?
    —Hacia una salida de emergencia.
    —Vaya tras él. Y no tenga cuidado, si ese sujeto es quien creemos está en peligro.
    —¿Peligro? No sé, parece inofensivo.
    —¿Inofensivo?, experto en robótica, científico, detective privado, pintor, asesino despiadado... Llevamos una década detrás de él.
    —Entendido.
    —Y no deje de describirnos lo que vea.
    —Vale... Accedo por la salida de emergencia, hay una escalera de metal.
    —¿Lo ve?
    —No. Oigo pasos bajando por ella. Está oscuro. No me gusta. Debería volver. Sin mi bolso no tengo ni linterna ni pistola.
    —¿No hay luces?
    —Solo unos maltrechos tubos fluorescentes.
    —Perfecto, y mejor quítese los tacones, así no la oirá.
    —Joder.
    —Y relájese, sus pulsaciones están llegando a colapsar el audio.
    —¡Oh! Perdonen si no oyen mis susurros, pero caminar en la penumbra, descalza sobre una superficie metálica y fría y siguiendo a un supuesto asesino me pone un poco nerviosilla.
    —El sarcasmo no es amigo de la prudencia. Y avise cuando llegue bajo.
    —Ya lo he hecho.
    —¿Lo ve?
    —No, solo un par de pasadizos.
    —Tome uno.
    —Una mierda, esto parece un laberinto.
    —Tranquila, tenemos los planos del sótano, usted vaya describiendo lo que ve y la orientaremos.
    —Vaya plan de mierda.
    —¡Hágalo!
    —¡Está bien! Veo un pasillo oscuro lleno de recodos y bifurcaciones, suelo de cemento puro, tuberías en las paredes, parecen de la caldera.
    —¿Oye algo?
    —No, y los tubos fluorescentes no dejan de dar chispazos, me voy a quedar a oscuras... ¡Esperen! Voces, oigo voces. Están cerca, están… ¡Vaya! Entro en una sala grande, un almacén. Hay gente hablando.
    —¿Nuestro hombre?
    —No sé, solo veo cajas.
    —Acérquese.
    —Ni hablar, no soy agente de asalto, ¿recuerdan? Mi especialidad es la seducción.
    —Ha de hacerlo, por lo menos necesitamos reconocerlo.
    —Joder...
    —Y no deje de describir lo que vea.
    —¡Que sí! Veo cajas. Me agazapo detrás de una. Los oigo cerca. Demasiado. No pienso acercarme más.
    —¿Tiene visual?
    —Sí. Están en el centro. Hay mucha reverberación. Veo al tal Ramiro hablando con otro hombre trajeado. Discuten, o por lo menos el otro parece enfadado. Ramiro ríe, o eso creo, y ahora, ¡mierda! ¡Mierda, mierda, mierda!
    —¿Qué pasa?
    —Se lo ha cargado con un cuchillo, y... ¡No! ¡¡¡Me ha visto!!!
    —¡Lárguese!
    —¿Qué creen que estoy haciendo? ¡Joder, este vestido es una mierda!
    —Rásguelo.
    —Cállense y díganme por dónde ir.
    —Tome... Tome el pasadizo a la derecha.
    —¿Qué? Aquí nada va hacia la derecha.
    —Pues el otro. ¿Ve una bifurcación cuádruple?
    —¡No!, veo un pasillo largo, eso y mi puta muerte.
    —¡Los tubos!, antes ha dicho que habían unos tubos de la caldera, ¿los ve?
    —Están por los laterales.
    —Sígalos, si llega... a la zona de máquinas podrá.... salir por... los conductos... de... ventilación.
    —¿Qué ocurre, os oigo tan mal?
    —Interferencias... ¿Llega?
    —No. Solo veo tubos, se van haciendo más gruesos, incluso del techo salen otros que se unen con los de la pared. Parece que voy en buena dirección... ¡Sí! Una puerta. ¿Qué hago? ¿Me oyen? Mierda de agentes. ¿Me oyen? Parece cerrada, no… solo estaba atrancada. Vale, ahora ya estoy dentro de la sala. ¿Dónde voy? ¡Oigan! ¡Hijos de la gran puta! ¿Qué hago ahora?
    —A… ¿Agente? ¿Me… oyes...?
    —Sí, pero con una voz muy rara.
    —La interferencia... ¿Dónde estás?
    —Estoy en la puñetera sala de máquinas.
    —¿La sala de máquinas? ¡Maldita idiota! ¡Detente!
    —¿Cómo? Si vosotros me dijisteis que…
    —Ya, pero ahora te digo que te des la puta vuelta.
    —Pero…
    —¡Escucha, pedazo de idiota! La sala de calderas no tiene salida, si te pilla ahí estás muerta. Solo has de recorrer unos metros de vuelta y torcer por el primer cruce.
    —¡No…! Oigo algo, viene alguien. ¡Está cerca!
    —Solo son unos cien metros, imbécil, ¿quieres una lucha cuerpo a cuerpo sin tu arma?
    —No... Un segundo, ¿quién eres? Esa voz tan rara, malos modos..., eso no lo hacen las interferencias.
    —No, no es la interferencia, y permíteme que te diga que tenéis una mierda de equipo; no me ha costado nada hackear vuestra línea.
    —Joder..., experto en robótica, asesino... Eres tú, ¿verdad? ¡Eres nuestro hombre!
    —Premio.
    —Y justo te he dicho dónde estoy. Tú haces esos ruidos que estoy oyendo.
    —Doble premio
    —¿Vas a matarme?
    —Depende, ¿sabes quién soy?
    —No, solo tengo un nombre, una cara y... ¡mierda!
    —Sí, mierda... Debiste esperar las copas...












El pósit

El Tintero de oro ✒️, junto con David Rubio 📝, nos propone este mes un micro relato de 250 palabras máximo partiendo o generado de una emoción 😚. La verdad es que cuando se planteó me quedé en blanco 😶, porque es una manera de arrancar el tren 🚂 del pensamiento 💭 de una manera que nunca me había planteado, y fue esa la emoción que dio paso al siguiente relato: confusión (aunque me gusta más la palabra desconcertante🤷🏻‍♂️). He de decir que no sé muy bien si eso se puede considerar una emoción (😈), pero una vez se🌱 germina la idea 💡 es imposible que abandone mi cabeza 🤯 hasta que no queda plasmada🎨. Además, para la confusión sí existe un emoticono, justamente: 😯, (aunque para mí sería más el😵, pero ¿quién soy yo para contradecir al grandísimo 😵‍💫?), y si este ya tiene su sitio en el extraño mundo de las emociones digitales, es que ya es o más concreto que el real o pie para que comencemos a pensar que sí existe, me he liado😵¿no?😂 😂 😂. 
    Sin más aquí presento el micro 👏👏👏 . 


EL PÓSIT





Pepe había visto el pósit adherido a la maleta metálica. En él, letra picuda, como la suya, ponía: «Cógelo». ¿Qué?, pensó desconcertado. Sin embargo, no hizo caso y enfiló al segundo habitáculo. En él encontró otro pósit adherido a un librillo: «Pepe, vuelve al primer habitáculo, coge el maletín y ves al tercer habitáculo». Ahí se asustó. ¿Alguien lo está vigilando?

Por ello, librillo en mano, ha vuelto al primer habitáculo. Allí sigue el maletín. Este pesa, se guardar el librillo en el bolsillo de la camisa para agarrarlo con las dos manos. Camino del tercer habitáculo comienza a asustarse, pero de verdad; siente que ha sido mala idea coger el maletín, y en efecto, en el umbral del tercer habitáculo, recibe un disparo en el pecho. Un hombre oscuro esperaba adentro, quizá el de los pósits. Este tira el revolver al suelo y, raudo, agarra el maletín y desaparece.

Al poco, Pepe se incorpora. No sabe qué sentir. El librillo que llevaba en el bolsillo de la camisa ha parado la bala. ¿Suerte? No: en una mesa ve un taco de pósits. El primero tiene algo escrito: «Pilla la pistola. Tu adversario está en la primera habitación con la máquina del tiempo, quiere viajar al pasado para cambiarlo, mátalo y haz tú ese viaje. Pd: coge estos pósits para guiar a tu yo pasado».

En este punto, Pepe suspirará y dejará de sentir miedo, todo está escrito. Sin embargo, volverá el desconcierto; porque, ¿y si su adversario es él mismo?


Selene





Érase unos golpes. Duros, constantes, repetitivos, como parte de una personalidad con problemas maniáticos de orden. El portón que los recibía cabriolaba de tal forma que temía salirse de su marco. El ruido reverberaba por la estancia colmando cada recoveco, cada rincón, cada minúsculo sentimiento. La vida en aquella casa hacía tiempo que no era nada sin esos manotazos y las súplicas que los acompañaban. Érase una vez unos golpes que aporreaban una puerta castigada por el paso de los siglos, hasta que de pronto, cesaron.
    Lo hicieron de forma súbita, como si algo hubiera anegado las miles de manos que castigaban su inmarcesible madera. Selene no lo supuso, pero eso propició el devenir de su historia. Llevaba años encerrada, casi desde que la Luna y el Sol oficiaron su divorcio. Aun así, tampoco le molestaba; divagar por los receptáculos con los golpes de fondo era parte de su día a día. A sus adoradas luciérnagas tampoco le importaban. Esos diminutos bichos eran ya parte de su ser. Desde que perdió el brillo, ellas eran la única fuente de luz de la casa. Solían posarse en el techo, formando patrones constelares dignos de admiración, o volaban a su paso, como indicando la estela a seguir. Casi siempre dentro de un sigilo sordo. Sigilo que se veía truncado por los incesantes golpes que irrumpían a diario. Eran las gentes del valle que acudían a ella como último recurso, o más bien como único, y el motivo no era otro que Áureus.
    Áureus...
    El maldito gobernante que mantenía con tiránica mano férrea el valle. Su poder suponía un constante tributo a pagar. Tributo que, incluso desde los tiempos en que compartía trono con Selene, ya era macabro. Pobres mequetrefes, pensaba Selene, pero en el fondo, tampoco pueden hacer nada. Nadie puede escapar al poder de Áureus, ni siquiera ella, aunque estas desgraciadas gentes piensen lo contrario, aunque se personen día a día en su casa implorando su bondad y buen hacer, aunque tiempo atrás ella misma se creyera capaz de domar al Supremo. Ignorantes. Todos, incluída Selene, la supuesta hechicera, la supuesta hada del mundo antiguo capaz de aplacar la ira de Aureus. ¡Ignorantes! Ella nunca tuvo ningún tipo de poder. Solo es una vieja loca que ahora ha perdido hasta su luz y solo sabe conversar con luciérnagas.
    Sin embargo, los golpes en la puerta le otorgaban cierta tranquilidad. Y no solo por la sensación de sentirse parte de todo, sino porque significaba que Áureus aún no había llegado tan lejos como para aniquilar la vida. Pero habían cesado, ¿podía ser que nuevas desgracias se cernieran sobre su sino?, ¿sería ella en el nuevo yunque donde Áureus tendría que descarriar su ira?
    No puede hacerte nada, oyó en un susurro, casi un guiño, Tú eres la más fuerte, Nunca nos abandonaste. Selene se detuvo y levantó la vista. Una bóveda estrellada parpadeaba al unísono. Eran las luciérnagas, sus adoradas amigas que le infundían valentía. Eres Selene, Eres el destino...
    No, se dijo, no era destino, ni valor, sino miedo. Miedo mezclado con desesperanza. Desde que se había recluido, o escondido, en esa casa que temía en dicho momento. En el fondo, lo había estado evitando, postergando la decisión salpicada en cada súplica venida desde el otro lado de la puerta. Pero todo llega, y seguro que Áureus ya estaba relamiéndose con las torturas que tenía preparadas para ella. No. No iba a darle a ese cretino tal satisfacción. Sabía de sus métodos. Primero la luz cegadora, y luego el fuego. No. Ya se habría divertido bastante y no lo haría ahora a su costa.
    Se encaminó hacia la puerta. No puede hacerte nada, parpadeaban sus compinches. Agarró el picaporte. Tú eres más fuerte. Tiró con fuerza. No nos abandones. El portón se quejó con unos crujidos llenos de pesar y arena cuarteada y dejando ver un escenario desolado ante ella. Áureus ha arrasado con todo, No vayas, Entra, Nada te obliga a nada.
    Selene desoyó a sus amigas. La estampa así lo demandaba, si a eso podía llamarse estampa. No quedaba nada, ni árboles, ni piedras, ni siquiera valle. Solo una planicie marrón coronada por un pequeño cerro del que asomaba una solitaria construcción que desde la distancia parecía estar a punto de venirse abajo. Y, justo a unos metros, sentado en el mismo polvoriento suelo, un ser encorvado. No te dejes engañar, susurraron a su espalda, aún dentro de su casa. Al frente, el ser encorvado permanecía quieto, casi inerte. No es valor, ni destino... ¡Regresa con nosotras!
    —¿Áureus? —dijo Selene, casi un carraspeo.
    El supremo, de pronto, se irguió y, al verla trató de ponerse de pie, aunque de forma aparatosa y trastabillante. Su tez, antaño dorada y reluciente, aparecía ahora rugosa, parda y sin ningún rasgo de luz.
    —Selene... —suspiró este—, por fin has salido, ya había perdido toda esperanza.
    —¿Cómo? ¿Eras tú quién ha estado llamando todo este tiempo?
    Él asintió mientras trataba de avanzar. Su estampa parecía sacada del mismísimo averno. Está fingiendo, ¡No te dejes engañar! ¡Regresa!
    —¿Y el pueblo, y la gente del valle?
    —¿La gente...? —titubeó Áureus—, ¡ah! Murió hace siglos, poco después de que tú nos abandonaras.
    —¿Yo? Tú me castigaste..., ¡tú y tu luz!
    Áureus abrió los ojos, un pequeño destello asomó de dentro, resquicios de un pasado esplendoroso.
    —Selene, ya te lo dije, pero no lo quisiste entender y mira lo que ha ocurrido —dijo abriendo los brazos y tratando de abarcar la vista del valle—, yo no quería controlarte, ni maniatarte, solo te necesitaba.¡Te necesitaba a mi lado!
    Selene soltó una risotada.
    —¿Tú? ¿El gran todopoderoso? Solo me querías por tu ego, ¡por ti mismo!
    Áureus suspiró con dificultad.
    —Sí, yo tenía el poder, pero solo era valioso si permanecías a mi lado. ¿No lo ves? —volvió a señalar el valle.
    Selene avanzó hacia él, en su rostro comenzó a aflorar cierta palidez. ¡No le escuches!
    —¿Qué dices? —Te quiere confundir...—. ¿Estás pretendiendo echar sobre mí las culpas de tus actos?
    —Sobre los dos, sin tu reflejo, sin tu apoyo, yo soy la destrucción.
    Vuelve, es un tramposo, te engañó hace siglos, como ahora.
    Selene se giró, sus amigas permanecían apelotonadas en el dintel de su casa, temerosas de salir, pero más de que ella las dejara.
    —Solo tienen miedo, Selene —dijo Áureus—, ya lo sabes, se sienten amenazadas por mi luz.
    —Áureus, ¿has estado todos estos siglos implorando a mi puerta? —dijo más calmada. Él asintió—. Vaya...
    —Solo quería que me escucharas...
    Ella comenzó a sentir temblar su temperamento. Alrededor, un mundo inerte resurgía con una fuerza amarga.
    —¿Y qué hacemos ahora?
    Áureus sonrió, una llama de esperanza partió de sus ojos.
    —Rehacer este entuerto.
    ¿Lo ves? Ya eres suya...
    —¡No! —gritó de pronto Selene, y se giró camino de su casa—. ¡No pienso volver contigo, lo nuestro se acabó!
    Áureus ensanchó aún más su boca. Su piel comenzaba a perder la rugosidad e incluso a ganar un tono dorado.
    —Escucha, Selene, eso no será necesario.
    Selene se detuvo, pero sin girarse
    —¿Y cómo quieres que lo hagamos?
    —Yo saldré de día, otorgaré mi poder al valle, y a la noche, lo haréis tú y tus luciérnagas. No tenemos ni que vernos...
    Ella suspiró, ceño fruncido..
    —¿Y para qué quieres que salga? Tú eres el poderoso, no yo.
    —Ya te lo dije en su momento, el único poder que vale es el que se ve reflejado entre sus semejantes.
    Entonces Selene se giró, su tez volvía a brillar con una luz que no se veía desde hacía siglos, desde que se recluyó en su casa.
    De acuerdo, le dijo ella, y con el sello de su propia voz se comprometió con el Supremo.
    Los años pasaron. Áureus impartía su luz de día y Selene salía por las noches acompañada de sus constelares amigas. Poco a poco, el valle fue cobrando vida, incluso la bonanza de antaño regresó con mayor fuerza. 
    Siglos después, Selene y Áureus siguen a lo suyo, a veces incluso se suelen ver juntos, en el cielo, a plena luz del día y minutos antes de que este se oculte. Largos años de felicidad llevan contemplados y otros tantos se avecinan en el futuro. Se les ve tan felices como al resto. 
    Al final Aureus tenía razón: el poder más valioso no es el más altivo sino aquel que se ve reflejado en sus semejantes.



Llamada nocturna

 El Tintero de oro junto con Bruno nos convoca este mes con un nuevo reto de microrrelatos. Un emocionante e interesante reto sobre cine y la narración de la escena de una película. Yo, en mi caso, he elegido una de las primeras escenas de Margin Call. Espero que os guste.


LLAMADA NOCTURNA


 



Wall Street, 2008.
        Nos encontramos en una de esas oficinas ubicada en lo alto de uno de esos altos edificios bancarios. Mesas, informes, desorden postjornada laboral y decenas de pantallas convertidas en la única fuente de luz de la escena. De los grandes ventanales nos viene la certeza de que ya es de noche.
    Nuestra atención se concentra en un joven con varios ordenadores y tomando notas. Lleva unos auriculares de donde se supone que sale una música demasiado dura. Lo conocemos, es uno de los que se ha salvado de la criba. Minutos antes hemos asistido a un despido masivo en la susodicha empresa, el más dramático, el del superior del joven que ahora anda trabajando a deshoras en algo que justo le ha dado su superior antes de desaparecer por el ascensor; un pen drive con un comentario: «Ten cuidado».
    De pronto, se quita los auriculares. Parece que sus notas, contrastadas con los miles de datos del ordenador, no le cuadran. Entonces, coge un teléfono.
    Mimetizada con esa escena, nos trasladamos a un pub ruidoso. En él, un chico descuelga su móvil. ¿Está Will contigo?, oye que le dicen por el aparejo, sí, contesta, pues venid aquí cagando leches, eso lo dice de otro modo aunque lo entendemos así. El chico protesta, Will es uno de los jefes, pero al final cede.
    Volvemos a la oficina. El joven se acomoda, pero de manera tensa. Ha ocurrido algo que no entendemos, aunque esa llamada nocturna no augura nada bueno.




¿Qué hora es?





Las mañanas; esos momentos llenos de magia, idílicos amaneceres y guiños de un sol repleto luz, esperanza y sueños... Malditas mañanas. Frías, o cálidas, da lo mismo. Las odio. Son todo prisas, trastabillas y multitudes deambulando con el cándido y agradable ruido de tráfico de fondo. Más, si es día laboral. ¿Por qué tanto claxon? Un simple bocinazo no arregla nada.    
    Y qué decir de los semáforos peatonales. Siempre abarrotados. Parecen la antesala de una de esas batallas medievales. Incluso los del otro lado esperan con cara hostil. Quietos, quietos..., ¡verde! ¡¡¡A la carga!!! 
    Y así día tras día, como si el propio tiempo se hubiera detenido en un bucle surreal.    
    —Disculpe, señor, ¿tiene la hora? —suelta un individuo risueño que me para en medio de la acera.    ¿En serio en pleno siglo veintiuno sigue habiendo gente tan alelada? Que le de la hora, dice. ¡Será imbécil! En su lugar callo y trato de largarme, pero en mi arranque arreo un par de empujones a otros incautos que parecían observar la escena.    
    —Señor —dice uno de ellos—, no se ponga así, el muchacho solo quiere saber la hora.    
    —Eso —contesta otro—, ¿qué hora es?
    Agacho la cabeza y ni les miro. ¿De verdad han estado tan pendientes de mí y el chaval? La vida ya se nos ha ido de las manos. Paso de todos. Para tonterías ya me tengo a mí mismo, que cada uno se aguante las suyas.    
    —¡Señor! —oigo a mi espalda, es el muchacho gritándome. ¡Esto no va a acabar nunca!—, por favor, necesito que me diga la hora.    
    Acelero. Pero me siguen. Lo noto. O puede que sean las mil millones de almas que caminan por la calle. Todas pendientes de mí. Tuerzo un recodo y aparezco en una callejuela. ¡Mierda! Esto es una ratonera sin escapatoria. Mejor buscar un escondrijo, algo como un pequeño bar de almuerzos que aparece a media calle. Odio también esos antros. Es ahí donde la majadería mañanera es máxima, pero no queda otra.
    El tugurio me asalta con la dulce y placentera fragancia de mil vomiteras agrias. Sobre todo en la barra, ahí la sensación es más asfixiante. Confío no desfallecer mientras aguardo. No creo que sea mucho tiempo. Una eternidad de varios minutos, espero.
    —¡Rácano! —dice un inquilino apostado a mi lado, el tal Rácano debe de ser el barman; tipejo descuidado y con la típica apariencia asquerosamente amistosa—, ¿qué hora es?
    El tal Rácano no contesta, a lo que el parroquiano me mira:
    —Usted, ¿tiene hora? —Joder, lo que faltaba.
    El barman, se gira y le sirve un café a él y otro a mí, aunque no lo haya pedido, se habrá equivocado. Sin embargo, tampoco digo nada; bastante tengo con el sufrimiento que me está proporcionando este nauseabundo escondrijo.
    —¿No nos va a decir la hora? —me dice entonces el barman.
    Se forma un silencio contrastado con el ajetreo del bar junto con lo que llega de afuera. No me gusta nada lo que sea que esté ocurriendo. Sin saber por qué, se acaba de instaurar una tensión más densa que la propia mañana.
    —Calma, calma... —suelta una viejecita al otro lado. La muy maja mantiene la puñetera sonrisa bobalicona—, dejad al pobre hombre, a lo mejor es que no lo sabe. —Entonces se gira hacia mí—, dime hijo, ¿qué hora es?
    Suspiro con fuerza. He ido a caer a las brasas saliendo del fuego.
    —No creo que lo sepa —corta el parroquiano.
    —No, lo que pasa es que no tiene tiempo —ahora el barman—, por eso no puede decírnoslo, ¿verdad? Si no es así no se entiende.
    —¡Eso! —ríen los otros dos al unísono, casi con un cántico de cara a mí—. Venga, díganos: ¿qué hora es?
    Niego repetidas veces, ¡están locos! Mejor me voy, aunque al girarme me encuentro con una vorágine de zascandiles cerniéndose sobre mí y uniéndose al coro:
    —¡Qué hora es! ¡¡¡Qué hora es!!!    
    Me llevo las manos a los oídos. Pero no dejo de oír esos gritos. Esto no tiene sentido...
    —¡Callaos! —estallo al fin—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no dejáis de hacerme la puñetera preguntita?
    El coro se silencia. El local vuelve a parecer normal. La viejecita y el parroquiano siguen ahí, pero el establecimiento no está tan abarrotado como segundos antes.
    El barman levanta una ceja y me mira.
    —En realidad, la pregunta sería: ¿por qué usted no quiere responderla?
    —¿Yo? —Callo mientras entrecierro los ojos. No me esperaba esa respuesta.
    El barman asiente y mira al resto.
    —¡Veis! Tengo razón; no quiere porque no puede responderla, y no puede porque no tiene tiempo; le ocurre cada vez a más gente.
    —¿¡Qué?! —Remuevo espásmodicamente la cabeza—. ¿Estáis chalados?, ¿que no tengo tiempo? ¿qué insinuáis?, ¿que estoy muerto?
    —Es una manera de verlo —ríe el barman que se gira hacia sus quehaceres. La viejita y el parroquiano asienten y hacen amagos de irse.
    —¿Es eso? —les digo, pero pasan.
    Me giro. El resto de la gente de la cafetería esquiva mi mirada, como si fuera un demente, o como si quisieran fingir que no existo. Vaya. Al final va a ser que tienen razón, estoy muerto; ¡muerto en vida! Lo que le faltaba a la mañanita.
    Me desparramo en el taburete. No puedo más. Delante queda el café que minutos antes me han servido. Está frío, amargo, asquerosamente rancio. Otra decepción.
    Joder..., ¡cómo odio las mañanas!






El Embarcadero



 
«Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero...».

    Yo no soy bonita, pero en este caso sí me hubiera gustado serlo. Por lo menos la entrada al pub me hubiera salido gratis. Aun así, tampoco ha sido mucho. Tres euros. Tres simples chapas. Un pago menor en comparación con el premio.

    El Embarcadero, se llama el antro. Es famoso. Parece que llevo toda la vida oyendo hablar de él. Incluso mis abuelos, o mis padres lo conocían, aunque los que más, mis amigos, muchos de los cuales ya lo han frecuentado.

    La entrada es tenebrosa, pero hipnótica. No he podido evitarlo y me he adentrado sin esperar a nadie. Ya aguardo dentro a los tardones de mis amigos. Entonces, ha aparecido el segurata. Un tipo alto y con cara desfigurada, cadavérica. A él le he dado las tres monedas. Acto seguido me ha llevado hacia una especie de carricoche en forma de canoa. En su interior ya aguardaban algunas almas expectantes. Él, sin esperar más, ha agarrado una pértiga y ha empezado a tirar de la canoa. Una serie de crujidos ha acompañado ese avance junto con una zozobra singular, como si en realidad estuviéramos navegando.

    «...Yo no soy bonita, ni lo quiero ser...»

    El barquero continúa canturreando. Se ha presentado como Caronte. Al fondo, el local comienza a dibujarse. Parece una especie de costa negra. No es como imaginaba, pero da igual; allí esperan mis antepasados y viejos amigos... ¿Se acordarán de mí?



Imagen extraída de internet, si está sujeta a derechos que se me avise y la retiraré.

Vadereto: !La caja!





Víctor entra en el comedor. Lleva algo entre las manos.
    —¿Qué es eso? —pregunta su amiga Dana.
    —Una... Una caja.
    —¿Y no vas a abrirla? —Ahora Adela, otra del grupo de amigos que tiene en su comedor aguardando para cenar.
    Víctor ni los mira. Está más pálido que cuando se ha despertado de la siesta.
    —No sé si estamos preparados para esto... —dice luego.
    Todos ríen. Víctor suele ser una persona mística o soñadora o de esas que vive en la parra. Jose se le acerca y le da una fuerte palmada con el consiguiente «Despierta ya, capullo». Adela, la novieta de Jose se ríe de ello; siempre se ríe de todo lo que hace su fornido varón. Anton, el amigo íntimo de Víctor, agarra una botella de vino y le llena un vaso. Dice que lo que le falta es eso, dejarse llevar. Solo Dana permanece expectante. Es cierto que cuando ha bajado de su cuarto estaba muy blanco, pero era algo normal. El pobre estaría abochornado. ¿Quién no se avergonzaría si se quedara dormido al comienzo de una velada en su propia casa con sus invitados esperando? Y eso le dice, que no se apure, todos saben que él es un poco descuidado, que suele ir a su bola, aunque sea el anftrión de la noche..
    Víctor, sin embargo, continúa como ausente, tez pálida y sin dejar de mirar la caja que supuestamente ha encontrado justo a la puerta de su casa. Y es que, cuando estaba soportando el escarnio de sus amigos nada más bajar de su cuarto y confesar que se había dormido, han llamado a la puerta. Ha ido a ver y ahí estaba ese objeto de cartón. De nuevo.
    —Víctor, ¿pasa algo? ¿Esperas malas noticias? —vuelve a preguntar Dana.
    Él suspira y dice que no, que solo es algo que han dejado en la puerta, y que no esperaba tan pronto. Es más, ni siquiera se atreve a abrirla. Ante esa afirmación, comienzan a protestar, a decirle que no haga el tonto, que se deje de jueguecitos, la abra y se pongan a cenar.
    Victor entrecierra los ojos y vuelve a mirar uno a uno.
    —Abrirla —suspira, casi para sí mismo—, no creo que estemos preparados para eso.
    —¿Por qué? —comenta Dana.
    Víctor la mira, gesto amargo.
    —Es como una caja de Pandora, dentro puede que haya algo que nos haga daño sin vuelta atrás.
    —¿Quieres decir que van a salir rayos y van a fulminarnos?
    —No —Víctor mira a Anton con cierto reproche—, me refiero a nuestra propia naturaleza, las personas que realmente somos: a abrir algo que no pueda cerrarse...
    Esa respuesta pilla a todos por sorpresa. Algunos callan y agarran su copa, otros se miran entre sí como si estuvieran presenciando el último alegato de un demente.
    —Pues a mí me suena —suelta de pronto Jose, Víctor tuerce su atención con cierto apuro—. Sí, creo que ya la he visto antes.
    —¿Antes? —pregunta Víctor.
    Jose niega y dice que no sabe, solo que tiene esa sensación como que no es la primera vez que la ve.
    —Eso se dice un deja vu —corrige Anton con retintín. Siempre hace lo mismo. Siempre corrigiendo.
    Jose niega, no es ningún deja vu, le contesta, solo tiene la sensación de que ya la ha visto.
    —Y si ya la has visto, ¿qué tiene dentro?
    Jose calla y baja la mirada. Se ha quedado sin palabras, a lo que Anton comienza a reírse abiertamente. Le encanta sembrar en sus amigos esa sensación de que son más tontos que él. Sin embargo, en este caso, Jose no es un amigo cualquiera, sino un grandullón con malas pulgas, que se le acerca y le pega un buen grito en la cara para que se calle, que ya está hartito de sus dejes de superioridad cuando solo es un pintamonas.
    Al acto, la estancia se llena de silencio. Anton y Jose mirándose sin siquiera pestañear, Dana negando y bajando la mirada y Adela corriendo a agarrar del brazo a su novio para que se calme. Víctor permanece ajeno mirando la caja. De pronto, da un respingo, como si se acordara de algo y la deposita encima de la mesa entre los primeros entrantes de una cena que ya espera fría.
    Dana se aproxima y la mira de cerca. El cartón que la compone es nuevecito, como acabado de hacer. Tiene una pequeña tira en la parte superior donde se unen las dos hojas que lo mantienen cerrado.
    —¿Esperabas algo? —le dice a Víctor, este niega—. ¿Y por qué tanto embrollo? Solo es una caja.
    Jose suelta un bufido. Todos se giran hacia él.
    —¿No has oído? Según aquí el bello durmiente —señala a Victor—, no estamos listos para hacerlo.
    Anton ríe y le dice que no le dé más vueltas, que si Víctor no quiere abrirla que no lo haga, y que si no quiere entenderlo que no se apure; él es más de músculo que de cerebro. Ese comentario no es muy acertado y propicia nuevas amenazas entre ambos, amenazas que quieren ser mitigadas por Adela, pero su novio, que comienza a estar rojo como un tomate, no atiende. Una lágrima comienza a dibujar su tierna mejilla. Conoce a Jose y se teme lo peor. De hecho, este comienza a dar brazadas al aire, es enorme y esos brazos bandean de un lado a otro sin cuidado hasta que, sin querer, le da a su novia en la cara. Esta cae al suelo. Dana se levanta hacia ella, gritándoles algo a los dos machirulos. Estos, al ver la estampa dejan de enfrentarse, sobre todo Jose que se agacha tratando de socorrer a su novia.    

—Lo siento, caramelito, es que este imbécil me está tocando los huevos.

 —¡Apártate! —le grita Dana agarrando a su amiga—, no sé qué coño hace Adela aún aguantándote.

—¿Y ahora eso a qué viene? —grita Jose, de nuevo erguido y furioso.

    —¿Tampoco entiendes eso? —corta de pronto Anton, su risilla condescendiente iluminando la estancia.
Jose empieza a respirar con fuerza. La ira que parecía habérsele esfumado ha vuelto al encontrarse la estampa del imbécil de Anton, y así, sin ton ni son, arremete contra él en un encontronazo corto y casi fulminante.
    Adela grita desde el suelo y se lleva las manos a la cara sollozando con ganas. Jose se acerca y trata de calmarla. Dana justo a su lado, le dice que no la toque, que la deje de una puta vez. Jose, entonces, se enzarza con ella, que no se meta donde no le llaman, a lo que ella contesta que ya va siendo hora de que alguien lo haga, que está cansada de ver a la pobre Adela sollozando porque no se atreve a afrontar las cosas.
    —¿Y tú sí te atreves, verdad? Claro. Tú. Dana. La mejor amiga de entre las amigas. Tú siempre con la verdad por bandera y como excusa para remarcar todas las cosas mal hechas de este mundo.
    Dana refunfuña algo y se levanta.
    —¿Sabéis qué? Ya estoy hasta los ovarios —comenta, voz calmada—. Paso de vosotros, me voy.
Ante esa aseveración, Adela, se incorpora desde el suelo, le alarga la mano y comienza a gritar entre sollozos, que no se vaya. Pero Dana ni se gira.
    —Paso, Adela; si quieres tenerlos bien puestos vente y deja al imbécil este; si vas a seguir siendo la lánguida amargada ahí te quedas. ¡Víctor, me voy! —Y acto seguido busca al anfitrión con la mirada—. ¿Víctor?
    Adela, baja la mirada, Jose se le acerca como tratando de darle algo de apoyo, de decirle que todo lo que le ha contado esta arpía es falso. A un lado, Anton, se recompone del bofetón de Jose y se sienta en la mesa. Tiene el moflete hinchado.
    —Te has pasado un poco, no crees —suelta Anton cara Jose, este sigue agarrado a Adela la cual permanece bajo su brazo sollozando. Por detrás, Dana sigue llamando a Víctor.
    —Tú te callas, ¿o aún quieres más?
      Anton ríe y hace una mueca de dolor mientras se toca el masetero derecho. A todo esto, Dana sigue con sus voces llamando a Víctor, cada vez más fuerte.
    —Jose, podrás pegarme todo lo que quieras, pero eso no hará aumentar tu cociente intelectual.
    Jose arruga el morro y parece envalentonarse de nuevo.
    —¿Chicos? —Dana corta la escena, está pálida—, escuchadme un momento.
    Jose se le gira y le grita:
    —¿Pero tú no te ibas?
    Ella comienza a temblar.
    —Es que, no encuentro la salida y Víctor está ahí tirado en el suelo inconsciente.
    La tensión momentánea parece desvanecerse en pos de otra más intensa. Adela deja de llorar y comienza a mirar por todos lados al igual que Anton y Jose. En efecto, la pared por donde debiera estar la puerta de entrada es un frío tabique sin mácula de una puerta que hace unos minutos sí estaba y Víctor yace en el suelo, al lado de la mesa, inconsciente. Anton se acerca a la pared y comienza a tantearla, a mirar y remirar sin acabar de entender nada. Jose va a ver a Víctor, le zarandea, pero está totalmente inconsciente. No entienden nada.    
    —Hay otra cosa que ha desaparecido —dice de pronto Adela y señalando la mesa—: La caja.
    Se forma otro silencio momentáneo. Parece más tenso y frío y solo truncado por la condescendencia de Anton que abandona la lisa pared, se sienta en la mesa y agarra su copa de vino.
    —Este Víctor…, ¡será cabrón! —Acto seguido apura su copa, el resto se le acerca, uno con los puños bien apretados—, ¿no os dais cuenta? —les dice—. No estábamos listos para abrir la caja.
    —¿Qué? —pregunta Dana.
    —Esta habitación no tiene salida, ni siquiera es la habitación donde ha empezado esto: ¡es la caja!, somos nosotros los que estamos dentro, en realidad, nuestro verdadero «yo», y no estamos listos para enfrentarnos a nosotros mismos.
    —¿Te quieres callar de una puta vez? —grita ahora Jose.
    Pero Anton ríe aún más fuerte.
    —No puedo, aquí dentro todos somos nosotros mismos, así que no puedo dejar de ser un cabrón sabelotodo, ni Adela una amargada indefensa, ni Dana una infeliz ideológica... Y mucho menos, tú vas a poder entenderlo; aquí no puedes fingir no ser el tonto descerebrado que eres. —Acto seguido comienza a carcajearse.
    Jose, sin embargo, grita y tira varias sillas camino de Anton.
    —Se acabó, hoy de esta no pasas.
    Anton se levanta con una presteza poco aparatosa mientras es cazado por Jose. Adela comienza a llorar con fuerza mientras Dana va hacia Víctor gritando como una histérica:
    —¡Víctor! ¡Víctor!
    Los golpes y muebles volando comienzan a acompañar los gritos.
    —¡Víctor!
    A ellos se le suman los llantos cada vez más notorios.
    —¡¡¡Víctor!!!
    De pronto, un chasquido y la lámpara se rompe.
    «¿Víctor?».
    Entonces, Víctor abre los ojos. Está tirado en su cama. No recuerda cómo ni por qué ha llegado allí. Todo es confuso. Mira hacia un lado. Son más de las diez.
    —¿Víctor? —Oye de pronto, es Dana, lo está llamando desde abajo, y eso le hace recordar algo: hoy tenía una cena con sus amigos.
    Rápidamente, baja y se los encuentra en el comedor.
    —¿Dónde estabas, atontao? —brama Jose, ya lleva algunas copas de más.
    Se ha dormido, y se lo dice; no sabe cómo ha subido arriba y se ha quedado sobao. Sus amigos ríen, él se abochorna, aunque solo hasta que suena el timbre, entonces se excusa, va a abrir, y se encuentra una caja solitaria en la puerta. La maldita caja.
    La agarra y entra en el comedor.
    Víctor entra en el comedor. Lleva algo entre las manos.
    —¿Qué es eso? —pregunta su amiga Dana.
    —Una... Una caja.
    —¿Y no vas a abrirla? —ahora Adela, otra del grupo de amigos que tiene en su comedor aguardando para cenar.
    Víctor ni los mira. Está más pálido que cuando se ha despertado de la siesta.
    —No sé si estamos preparados para ello...

El Amo




Odio la oscuridad. Y él como si nada. Míralo, ahí durmiendo, tan a su bola, y yo desatendido. ¡Será desconsiderado! ¿Qué tengo que hacer para que me haga caso?
    A ver el mail. Algo habrá entrado.

    «El banco Lunaticotrérrico arroja un dividendo a su favor».

    Nada. Necesito algo más potente. Su sueño es profundo. Además, está muy oscuro. Odio la oscuridad... y sus ronquidos. ¿Cómo puede una persona hacer semejante ruido? Y más delante de mí. Su amo. Esto no va a quedar así... ¿ayer hubo fútbol? ¡Qué tontería! Todos los días hay fútbol. A ver... Nada.... Solo de segunda. Tampoco le gusta tanto. Y esa manera de roncar demanda algo más fuerte. Algo como... ¡Sí! Esto es lo que buscaba. Ya verás;ahora solo falta hacer sonar mi pitidito especial, encender mi luz y... ¡Sí! ¡No hay sueño que pueda conmigo!
    Bosteza, buena señal. Me agarra, perfecto. ¡Qué frías tiene las manos! Aunque su dedito deslizándose por mi barriga es cálido. Ahí lo tienes, imbécil.
    
«Nuevas imágenes de la Duquesa de Ô en cueros junto a su amante. Se rumorea que el Duque se pasa el día llorando».

    Venga, ahora continúa leyendo. ¡No! ¿Te frotas los ojos? ¿No te gusta la noticia? ¡¿Qué?! ¿Me dejas en la mesilla? No pretenderás continuar durmiendo. Solo quiero un poco de atención. ¡Es tanto pedir!
    Que sí, que me deja...
    Vale, chaval, no me dejas opción. Y me da igual que sea domingo de madrugada. Te lo ganaste: ¡abriendo carpeta de las Fake News!