Fantasía fantasma




Lo has visto, ¿verdad? Ha aparecido de forma intermitente, como si fuera un chispazo neuronal, un fotograma mal puesto en la película de tu vida. De hecho, continúa parpadeando, aunque cada vez va perdiendo pulso y ganando consistencia. Es un hombre. Un poco desgarbado, larga barba descuidada y chaqueta marrón desgastada. Parece delgado, o eso se entrevé de la camisa amarillenta que luce holgada. Ahora sí que es innegable que lo estás viendo, apoyado en el recodo de la esquina que no te atreves a doblar. ¿Cómo ha sido? Hace unos segundos no estaba ahí. Ha brotado como de la nada. Lleva unos pantalones marrones junto con unos zapatos negros a juego con el desgaste del resto de su atuendo. Parece un mendigo. No es de extrañar que a priori su imagen haya estado mimetizada con el decorado, otorgándole cierto camuflaje esquivo, o eso querrías pensar. Lo que sí es extraño ha sido su reacción: está nervioso. Y lo que es más raro es que ese nerviosismo ha nacido a raíz de tu atención. Sí, no quieras engañarte, ese ente es consciente de que lo has visto y eso parece inquietarle. Tú tampoco ayudas; cualquier persona se incomodaría si un desconocido se parara delante de él sin dejar de observarle. Aunque vistos desde fuera, él parece aún más loco que tú. De hecho, su nerviosismo da paso una sonrisa amarillenta y mellada. Hola, te dice, por fin nos conocemos. Su estampa da más miedo. ¿Nos conocemos?, preguntas, , responde, tenía ganas de encontrarme cara a cara contigo, y luego, para tu sorpresa, remata esa frase pronunciando tu nombre. Mueves la cabeza espasmódicamente. Eso tiene aún menos sentido. Este tío ha brotado como una aparición y dice que te conoce, incluso sabe tu nombre. Él ensancha la tétrica sonrisa, ahora más que miedo da dentera. Quieres irte. Esto no es para ti. Pero en lugar de eso le preguntas por qué quiere verte; sabes que este encontronazo va a reconcomerte el pensamiento durante todo el día. ¿Quién eres y cómo es que sabes mi nombre?, preguntas, ¿Quién soy?, responde, mejor pregúntame qué soy. Eso es absurdo, comentas, él vuelve a su macabra sonrisa, esa que cada vez aguantas menos. Incluso miras en todas direcciones. Quieres irte, lo deseas, y eso es lo que te propones, o intentas, pero él no te deja. Está bien, contesta, parece leerte la mente, soy un fantasma. ¿Un fantasma?, gritas, casi caes de espaldas. Sí, pero no un fantasma cualquiera, soy uno de esos fantasmas internos tuyos que tanto te traumatizan; pensaba que nunca íbamos a encontrarnos. Vuelves a remover con fuerza la cabeza. Esto no te lo esperabas. Yo no tengo fantasmas internos, dices, claro que los tienes, ríe, yo soy uno de ellos. ¿A, sí?, te enfadas, pues dime, ¿qué tipo de fantasma interno eres? Él saca una cajetilla de tabaco y se enchufa un pitillo, aunque no parece exhalar el resultado, como si la esencia del mismo se hubiera disipado en sus pulmones. Eso ya lo sabes, contesta, por eso me has visto: has materializado por fin tu trauma. ¿Qué trauma?, tu enfado va en aumento, no puedo decírtelo, contesta, ¿por qué?, preguntas, pues bien sencillo: porque ya lo sabes, si no mi presencia no tendría ninguna lógica. Cierras los ojos y respiras hondo. El hedor a tabaco entra por tus fosas activando una anhelante ansiedad. Vuelves a abrirlos y le miras. ¿Es eso?, señalas el pitillo, ¿un simple mono adictivo? Él ríe y niega, amigo, los fantasmas no somos adicciones. Luego vuelve a chupar el pitillo y vuelve a enervarte. Sus dientes brillan como una hoguera casi consumida. No sé, ¿eres un trauma a ir al dentista? Él niega. La verdad es que no es muy acertado. Agachas la cabeza y piensas. ¿Qué puede ser? Un mendigo, sarnoso, nauseabundo y vomitivo. Un personaje denteroso que te asalta en medio de la calle y se pone a fumar y hacerte preguntas incómodas. Entonces levantas la cabeza, ¡Eso es!, exclamas, ¡eres el miedo a lo desconocido! Él explota en una carcajada más ofensiva, ¿Miedo a lo desconocido?, dice, menudo cliché, ¿tan mala impresión te he dado? Suspiras fuerte. La verdad es que no estás muy acertado. Si quieres enfrentarte a tus fantasmas internos tienes que esforzarte un poquito más. La solución no va a brotar así como así. Has de sentirlo, identificarlo, entenderlo y combatirlo. Y no tirar hacia la respuesta fácil. Adicciones, miedo a lo desconocido, traumas con el dentista…, ¿en serio eso es lo mejor que se te ocurre? Menudo pedazo de inútil que estás hecho. No me extrañaría que este fantasma se desvaneciera ahora mismo dejándote en la inopia. Es más, no sé por qué no lo hace, además…
    —¡Pero te quieres callar! —gritas, a mí en concreto, y eso tiene aún más gracia—, ¿gracia? ¿Qué es eso tan gracioso?
    —La situación —te digo—: Antaño tú fuiste mi fantasma interior.
    Entonces me miras, algo sorprendido, como si acabaras de percatarte de mi presencia.
    —Espera un momento, ¿estás diciéndome que yo, que fui tu fantasma interior, al que no dejas de dar la chapa con ese narrador en segunda persona, también tiene fantasmas interiores?
    —Exacto.
    —Eso no tiene sentido.
    —Claro que lo tiene.
    —¿De veras? ¿Cuál?
    —No puedo decírtelo.
    —¿Por qué?
    —Porque ya lo sabes, además, si te lo dijera, la existencia de esta conversación perdería toda lógica…





 

¡CuCú!


 


—¡CuCú! —cantaba la Rana.
    —¿Dónde están las llaves? —preguntó Matarile.
    —CuCú, debajo del agua —respondió la Rana.
    —Querrás decir en el fondo del mar —cortó un caballero, casualmente llevaba capa y sombrero.
    —Es lo mismo —intervino una señora gorda, con traje de cola y después de romper una farola con su sombrero.
    Al ruido de cristales, salió el gobernador.
    —¿Quién ha sido el que rompió mi farol?
    —Disculpe, señor guardia, pero fue Matarile que entretuvo a la Rana que distrajo al caballero con capa y sombrero que me embebeció a mí que no puse mucho cuidado con mi sombrero.
    —¿Quién es Matarile?
    —¡Es la niña bonita! —interrumpió de pronto un marinero, casualmente estaba vendiendo romero.
    —¿Y usted qué pinta aquí? —preguntó el gobernador.
    —Soy el barquero, y buscaba a la niña bonita para devolverle su dinero.
    —¡Yo no soy bonita, ni lo quiero ser! —gritó Matarile—, solo busco mis llaves.
    —¿Tus llaves? —preguntó el gobernador—. Vi a alguien cogerlas.
    —¿En serio? ¿Dónde?
    —Por la esquina del viejo barrio las vi pasar… —canturreó el gobernador, que casualmente se llamaba Rubén Blades.
    —Un momento, un momento, un momento —maulló el señor don Gato, casualmente estaba sentadito desde su tejado—, eso no es una canción infantil.
    Todos y cada uno se quedaron en silencio mirándose. Efectivamente, eso no era una canción infantil. La situación se convirtió en algo surrealista.
    —¿Y ahora cómo seguimos? —croó la Rana.
    De pronto, del mar salió un baby shark.
    —Disculpen, ¿han visto a mis padres?

Por unos malditos míseros mintutos





«Toc, toc».
    ¿Qué es eso? ¿El vecino de arriba sigue son sus obras?, eso parece. Aunque sea domingo de mañana. . «Toc, toc». El repiqueteo de algo contra la pared retruena en su salón como si estuviera en él mismo. Más en concreto como si estuviera dentro de su cabeza. Como un dolor de cabeza hecho metáfora.
    —Solo una pequeña reforma —le dijo hace unos meses. Pero de pequeña nada.
    «Toc, toc».
    Se incorpora del sofá. Lleva aún la ropa del día anterior que, casualmente, también es la de hace dos días, o tres, no recuerda muy bien cuándo se puso esa muda. Aunque eso no importa, o por lo menos, en este momento no. Ahora en su cabeza solo atruena esa maza reventando los tabiques. ¡Que es domingo!, piensa, ¡es que ya no se respeta ni el descanso obligatorio! Quizá debería subir y decirle algo, aunque no lo tiene claro:
    —¿Sí? —preguntaría el vecino, si llegara a abrirle la puerta.
    —Hola —contestaría él, un poco nervioso, sin siquiera pasar del dintel de la puerta, pero tratando de atisbar el progreso de la reforma—, soy el de abajo, esto…, a ver…, me preguntaba si podían descansar hoy.
    El otro reiría.
    —No tengo otro momento, entre semana trabajo.
    —Pero es que yo pensaba que siendo domingo…
    —Ya se lo he dicho, no tengo otra…
    Luego seguiría un tenso silencio hasta que uno de los dos dijera una banalidad y diera por terminada la conversación.
    Niega repetidas veces y sale del habitáculo con el ruido de fondo. «Toc, toc». Puede que en otro lugar los golpes lleguen con cierto mitigo, o eso o su cabeza va a reventar. «Toc, toc». En el pasillo todo sigue igual, y sospecha que en cualquier lugar de la casa también. Sí. Quizá sea mejor subir. Dejarse de lindezas, arrear para arriba y plantar bien las bases.
    Se calza unos zapatos roñosos y se encarama hacia la puerta de salida. Hoy va a ser distinto. Hoy va a descansar sí o sí. Los pinchazos que siente en su cabeza ya son casi tan altos como los que produce la obra. Sin embargo, justo a pocos metros de la entrada, algo lo detiene: el timbre.
    «Ding, ding».
    Y lo más extraño es que el timbrazo ha venido con la detención repentina de los golpes del piso superior. Desorientado, se queda totalmente quieto. Quieto y pensativo. Demasiado casual; cuando decide ir a conversar con el vecino, todo se detiene, su avance y los golpes, y todo converge junto con unos timbrazos que se van prorrogando cada pocos segundos.
    «Ding, ding».
    Vienen con cierta insistencia y nuevos impulsos que repiquetean hasta llegar a sus sienes. Otro dolor de cabeza, en este caso más agudo e intenso. Sin embargo, no abre. Ni siquiera mueve un músculo. No lo recordaba. Es la sempiterna cita que irrumpe cada domingo por la mañana: el comercial de enciclopedias.
    «Ring, ring».
    Se queda quieto. Ni siquiera mueve un músculo mientras los timbrazos siguen sucediéndose. Sabe que el comercial muy inteligente,; solo aguarda a que haga un paso en falso para que combine el timbre con gritos. De hecho, no sabe por qué no ha empezado a gritar:
    —¡Oiga! —suele decir—, señor, sé que está dentro, he oído sus pasos. Solo vengo a ofrecerle la necesaria virtud del saber impresa en una edición novedosa de enciclopedias moderna.
    Él suele resoplar, pero no accede, no en primera instancia.
    —¿Señor? —el comercial vuelve a la carga—. ¡Oiga! No me voy a ir hasta que abra.
    Al final abre, no le queda otra.
    —¡Por fin! —brama el comercial.
    —Mire yo no... —Él siempre trata de defenderse.
    Pero el comercial nunca le deja ni hablar.
    —Primero escuche, porque lo que le traigo no es el acumula-polvo que suele languidecer en los salones viejos, esto es el nova más…
    La conversación se alarga hasta que el comercial termina con el paquete de servicios incluidos, como el de renovación de material en función de nuevos aportes. Él permanece quieto tratando de no desfallecer, todo suele ser surrealista...
    «Ding, ding».
    Nuevo timbrazo. Él continúa sin abrir. Ni moverse. Aunque ese tampoco es un procedimiento a seguir. Lo sabe. Ha de escabullirse. Pero poco a poco. Sin hacer ruido. Casi siseando los pies. Se gira y, cual cervatillo asustado, vira hacia la cocina. Mientras los timbres siguen. «Ding, ding». Y siguen. Nunca van a parar. «Ding, ding». Casi forman parte de un dolor de cabeza que comienza a ser real.
    Afortunadamente, llega a la cocina sin hacer su huida audible. Cierra la puerta y con ello, casi consigue mitigar el timbre. Aunque en su cabeza se ha instaurado una especie de pulso sincronizado con la memoria del pulso del mismo. Como una arteria dando la lata con sonido incluido. «Chac, chac». «Chac, chac». Un sonidillo demasiado audible para ser algo normal. Incluso suena con dirección impresa. «Chac, chac». Mira hacia un lado, hacia dónde parece que viene. La ventana de la cocina, la que da a un pequeño polideportivo. «Chac, chac». No es una arteria, es un ruido que entra desde afuera. Una pista de pádel. ¡Tan temprano y ya jugando! No se lo cree. Ni tampoco que vuelva a toparse con otro impedimento por mucho que trate de huir. Uno es casual, dos coincidencia, pero al tercero ya hay una causalidad impresa. Aunque que sea justo pádel tiene su gracia. A él le gustaba mucho ese deporte. Lo hacía semanalmente, hasta que sus colegas se hartaron de él:
    —Tío, si vas a seguir así yo paso de jugar más —dijo uno. Fue la última vez que jugó.
    —Y yo —contestó otro.
    —Pues ya somos tres —complementó el que faltaba.
    —Chicos —titubeé—, ya sabéis que esto es solo una mala racha.
    —Ni malas rachas ni poyas, ya estamos hasta los huevos.
    —Eso, ¡hasta los mismísimos huevos!
    —Exacto.
    No hace mucho de aquel fatídico día, de hecho aún tiene la bolsa de deporte tirada en el pasillo. Ni siquiera se ha dignado a recogerla.
    «Chac, chac».
    Nuevos bolazos que vienen desde afuera. Suspira. El reloj de pared le dice que son todavía las siete de la mañana. Las siente de la mañana de un domingo. Así no puedes continuar, se dice, como si hablara consigo mismo, corre, sal de aquí, haz algo. Y eso hace. Sale al pasillo. Allí se encuentra la bolsa de pádel tirada. Sería bueno recogerla, se dice de nuevo, por lo menos algo zanjarías. Suspira y la agarra. 
Pesa mucho; aún tiene la ropa de cambio adentro, con la toalla y diversas cosas de aseo. Quizás deberías ducharte también, piensa, pero eso luego, primero guarda la bolsa. Reemprende la marcha y abre una puerta, la del despacho. Nada más hacerlo, una nube de polvo se adueña de sus ideas. Aunque no es polvo, más bien restos de la sempiterna obra que se propuso hacer en ese cuarto, una pequeña reforma que lleva meses atormentándole. No, piensa, eso sí que no, es domingo, y muy temprano, lo que necesitas es dormir. Venga, deja la bolsa, cierra la puerta y ve hacia tu habitación.

    Se da la vuelta. Mientras lo hace, nuevos chispazos se le forman en la cabeza. Ahora el dolor de cabeza sí que es real, no el reflejo de un ruido molesto que le persigue. Acelera el paso y se adentra en su cuarto con la intención de tirarse en la cama, es lo mejor, sin embargo, no puede; primero tiene que desalojarla de los volúmenes que la recubren. Allí tiró esa puñetera enciclopedia que no puede vender. ¡Maldito trabajo de mierda!, se dice, no sé en qué estaría pensando cuando accedí, cuando me dejé lo ahorros para montarme esta mierda de negocio.

    Ni siquiera lo intenta. Se da la vuelta y vuelve al salón. Eso será mejor. El sofá se ha convertido en tu guarida, ahora tírate y cierra los ojos. Solo estás pasando una mala racha. Venga, ahora duérmete. Y no vengas con que no puedes. Cuenta ovejitas. Sí, a veces funciona. Solo necesitas dormir. Duerme. Luego veremos qué hacemos. Seguro que si lo conseguimos se nos pasa el dolor de cabeza y encaramos esta mierda con la mente clara. Inténtalo. Piensa que, al menos, por unos puñeteros míseros minutos, olvido lo tanto que odio mi vida.






Wallapop

 


Hola a todos. Hoy presento un relato algo peculiar, es una iniciativa de Merche, donde había que escribir un relato sin narrador dialogado o similar con un protagonista especial: Tartufo. Huelga decir que me encanta cada una de las premisas, los diálogos y los arlequines, así que no me pude resistir. Aquí os la dejo, espero que os guste



WALLAPOP




Yo: Me interesa.



Tartufo: Perfecto, ¿me haces transferencia?



Yo: Espera, espera, ¿es de verdad?



Tartufo: ¿El qué?



Yo: ¿Qué va ser? El traje de arlequín, ¿es el auténtico?



Tartufo: No entiendo tu pregunta, el anuncio es claro, «Vendo mi traje de arlequín, 
está usado, pero en perfectas condiciones. Palabra de Tartufo».



Yo: Ya, pero me cuesta creer, ¿eres Tartufo de verdad?



Tartufo: Mira, ¡no tengo tiempo para esto! ¿Lo quieres o no?



Yo: Sí, sí… Solo que no entiendo por qué Tartufo quiere
deshacerse de su traje auténtico.



Tartufo: Bueno, tengo mis razones.



Yo: ¿Pero está en buen estado?



Tartufo: Como nuevo.



Yo: Perdona si me pongo pesado, pero entonces, ¿por qué lo vendes?



Tartufo: ¿Lo quieres o no?



Yo: A ver, sí, pero solo si está en buen estado, no soy tan friki como
para querer un traje a cualquier precio aunque haya pertenecido 
al mítico Tartufo. ¿Por qué lo vendes si está bien?



Tartufo: Ufff, vale, te lo digo: es que ese traje me pone triste, por eso quiero 
venderlo, para recuperar mi alegría.




Yo: Vaya, es un cliché que un bufón esté triste, ¿no crees?



Tartufo: Cliché o no, en mi caso es una realidad; este traje tiene la tristeza 
incorporada.



Yo: ¿Sabes? No eres muy buen vendedor.



Tartufo: ¿Por qué?



Yo: Porque ahora no estoy seguro de querer comprarlo. ¿Y si me pega 
esa tristeza?



Tartufo: Eso es absurdo, un traje no tiene ese poder.




Yo: ¡Pero si tú me has dicho que hace eso!



Tartufo: Es una metáfora, tío, es como me siento yo al ponérmelo,
no es que el traje tenga un conjuro budú.



Yo: Ya… Pero no sé. ¿me lo rebajas a la mitad?



Tartufo: ¿Cómo? ¿Me estás regateando? ¿A mí? ¿Al puñetero Tartufo?



Yo: Sí, me ha dado «yuyu» eso de la tristeza.



Tartufo: Ni hablar, es mi traje, con él que me gano la vida; ya no seré más Tartufo,
solo una persona normal.



Yo: Normal pero feliz.



Tartufo: Mira, no hay trato.



Yo: Pues me parece que paso.



Tartufo: Espera, y pago yo los gastos de envío, y te regalo los cascabeles.



Yo: Mitad de precio o no hay trato.



Tartufo: Es que…



Yo: Adiós, Tartufo, y suerte con tu tristeza...



Tartufo: ¡Vale!, a mitad de precio.



Yo: ¡Perfecto! En unos minutos te llegará la transferencia.



Tartufo: Fantástico… a medias.



Yo: Venga, no te pongas así, en el fondo hemos salido ganando los dos.



Tartufo: Bueno…, ¿te puedo hacer una pregunta? ¿Para qué lo quieres?



Yo: Actúo en teatros.



Tartufo: Vaya, pues con este traje amarillo vas a triunfar..., qué digo triunfar,
¡pasarás a los anales de la historia!, no habrá persona que no te acuerde de ti
con la sola remembranza de cualquier traje amarillo.



Yo: ¿Tú crees?



Tartufo: Puedes apostar tu vida a que sí.



El mundo de los colores

 




—¿Por qué no le invitas? —pregunta Amarillo
    —Ya lo sabes —contesta Rojo.
    —Claro..., si fuera por ti todos seríamos rojo —repone Azul.
    —Yo no quiero ser rojo —susurra Trullo, uno de los nuevos.
    Rojo le mira, aún más encarnado.
    —¡No es eso! Es lo que dice, que no es un color, que es Iridiscente.
    Se forma un murmullo hasta que uno de los primarios, Verde, pilla la palabra:
    —Son tiempos modernos, reflexiones cambiantes...
    —Claro —bufa Rojo—, eres mi opuesto, siempre estás en mi contra. ¿Qué será lo siguiente? ¿Desprender olores y sabores?
    —¿Por qué no? —irrumpe una frase lejana. Es Iridiscente, acaba de llegar—. Cada uno es libre de decidir qué reflejar.
    Se instaura un silencio contrastado por los coloridos haces reflejados en su superficie.
    —¡Sí! —grita de pronto Magenta, desprendiendo su filtro y quedando transformado en una superficie espejada.
    —¡Eso! —complementan otros que comienzan a romper su filtro animando al resto.
    Al poco, todos acaban convertidos en pantallas espejadas con un solo color reflejado: el rojo. Solo los filtros rotos desparramados por el suelo dan algo de disparidad y realidad: nadie volverá a reflejar su color. De momento, solo el rojo. Una estampa que parece sacada del averno.
    —¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta alguien.
    Rojo, sin embargo, comienza a reír. A carcajearse, más bien.
    —Mierda… —suspira el primero que se da cuenta.
    —¿Qué pasa? —pregunta otro.
    Rojo detiene el escarnio y mira su obra maestra, esa estampa roja:
    —Nada, no pasa nada; ahora todo es perfecto.





Gafas, duendes y mesillas de noche








Todo empezó con los duendes. Es cierto, en mi casa había duendes. Les oía por las noches. Sus risillas, correcalles, cuchicheos… Pero sobre todo las trastadas que encontrábamos al día siguiente. Desordenaban objetos, abrían armarios, se comían las galletas… Cosas que suelen hacer los duendes. Porque eso es lo que eran, aunque mis padres nunca me creyeron. En su lugar pensaban que eran travesuras de un niño con imaginación y sonambulismo. La verdad es que la cosa tenía su gracia hasta que se encapricharon con mis gafas.
    Para que entendáis, tengo una cosa llamada «astigmatismo miopático», o algo parecido. Es algo común, como dijo el médico, lo significativo es que el mío es bastante alto. Vamos, que no veo ni torta sin mis gafas redondas. Nada más me levanto, tiro mano de la mesita donde las dejo nada más me acuesto y con ellas paso el día. Y con esa dependencia se ensañaron los duendecillos.
    Primero me las cambiaban de lugar, algo típico. Luego las escondían entre los cajones. Eso ya dolía más, aunque siempre las encontraba. Que me ensuciaran los cristales no tuvo gracia. Así que un día, para vengarme, las impregné de pimiento picante. Esa noche los oí maldecir, no sabéis lo que me reí, aunque fue una mala idea, ya que sus represalias fueron peores. A la mañana siguiente me las encontré destrozadas. Y lo peor es que mis padres no me iban a creer. Ya habíamos tenido unas cuantas charlas sobre ello, y esta vez, la supuesta excusa iba a ir en mi contra. Tenía que hacer algo antes de que se dieran cuenta.
    Por eso, las pillé de una patita y llevándomelas a los ojos como si fuera un binóculo sofisticado, salí a la calle en busca de ayuda. Aunque tampoco sabía muy bien dónde ir. Sin embargo, fue andar un par de manzanas y me topé con una especie de tienda de gafas un tanto rara. Apareció como de la nada en un edificio antiguo y medio derruido. Adentro todo lucía como una tienda de antigüedades dedicada a los anteojos. Había un par de estantes polvorientos, varias mesas carcomidas y un mostrador amarillento. Detrás de él permanecía un dependiente viejo, larga blanca barba y sonrisa amistosa.
    —¿En qué te puedo ayudar, amiguete?
    Yo, avergonzado, me acerqué y deposité en la mesa mi binóculo improvisado.
    —Vaya —dijo agarrándolo, o eso deduje del manchurrón que se formó delante—. ¿Te sentaste encima?
    —No exactamente. —Me ruboricé.
    Él siguió rumiando.
    —¿Te dormiste con ellas puestas? —rio, yo negué.
    —¿Entonces? —Su voz se había vuelto en algo casi celestial, pues no podía ver nada más que una figura deforme.
    —Pues… —titubeé. No podía decirle la verdad, no me creería—, las dejé en la mesilla de noche y al día siguiente… estaban así.
    Y desde cierto punto de vista era cierto, absurdo pero cierto. Incluso a él pareció hacerle gracia.
    —La mesilla, ¿no? Vaya... —Entonces pareció levantar la vista y mirarme con renovado ánimo—. ¿Fueron los duendes, verdad?
    —¡¿Cómo?! —grité lleno de euforia—. Sí, ¡los duendes!, ¿cómo sabe…?
    Entonces comenzó a reírse: se estaba quedando conmigo. Luego se desplazó hacia un lateral. Yo me quedé sin respuesta. A los pocos minutos volvió y me las dio. Las había arreglado. Dijo que solo las había enderezado, que el marco era bueno, y que tampoco le debía nada, mi visita había sido suficiente pago.
    —Además —continuó—, voy a regalarte algo para combatir a esos bichejos.
    Y depositó en el mostrador una funda. Me hizo prometer que siempre guardara la gafa ahí, y que no me preocupara más; era mágica e iba a mantener a raya a cualquier duende. Eso lo dijo con bastante ironía, la verdad, aunque no se lo tuve en cuenta; había arreglado mis gafas sin nada más a cambio que un poco de escarnio. Lo acepté como pago.
    Esa noche, cuando me acosté, guardé las gafa en la funda, no sé aún por qué, ya que pensaba que los duendes las cogerían igualmente. Sin embargo, al día siguiente, seguían adentro como si nada. Y no solo eso, lo más sorprendente fue que tampoco habían realizado ninguna trastada nocturna. Se habían como esfumado. ¿Eso era por la funda?, pensé, ¿es mágica de verdad?
    Preso de una sensación que aún no conocía, fui corriendo al establecimiento a contárselo al hombre y a darle las gracias, aunque se riera un poco más de mí por ello. Sin embargo, cuando llegué, estaba cerrado. Aunque cerrado no es la palabra; estaba como abandonado. Y de años, además. Comencé a escrutar la manera de entrar, pero una puerta vieja y carcomida me marcaba el sino. No entendía nada.
    —Chico, ¿ocurre algo? —dijo un señor que pasaba por allí.
    Era viejo, con cierto olor a polvo.
    —Es que, ayer vine aquí por unas gafas y ahora…
    —¿Han desaparecido los duendes? —me cortó de pronto. Lo dijo con una sonrisa que lucía amistosa bajo su larga barba blanca. Me sobresalté: era el vendedor de gafas.
    —¿Sabes? —continuó—, los duendes no aparecen así como así; se sienten atraídos por ciertas personas.
    —¿Personas? ¿Qué quiere decir?
    Él me acarició la cabeza.
    —Sí, buscan a personas con El Don.
    —¿El Don?
    —Exacto, amiguete, El Don. —Entonces chascó los dedos y la puerta del establecimiento se abrió sola. Desde dentro se oían unas familiares y traviesas risillas—. Y si quieres, te enseñaré a usarlo.

La idea


Sankalpa (संकल्प):

 «Concepción, idea o noción formada en el corazón o la mente, un voto solemne o determinación para llevar algo a cabo, el deseo, la intención definitiva, la volición o la voluntad.»

La pirámide de kleenex



 

La pirámide de kleenex me atormenta. Es la típica cajita de cartón triangular con una apertura lateral para sacar los pañuelos. Lleva dos semanas encima de la mesilla de café mirándome con desdén. Más en concreto, esa apertura, sellada. Y es que nunca la abrí, por mucho que en su día lo necesitara.
    —¿Me está diciendo que añora su vida pasada? —dice el doctor.
    —No es eso.
    —¿Entonces?
    Entrecierro los ojos. Odio esta consulta.
    —¿Qué me ocurre, doctor?
    —Ya se lo dije: nada.
    —¿Y por qué ahora no estornudo?
    Él suspira y mira sus notas. Siempre lo hace cuando no sabe qué decir.
    Hace meses que le visito, aunque llevaba dos semanas sin venir. Yo tenía una dolencia extraña: estornudaba sin razón. Al principio pensaba que era un efecto secundario que mi cuerpo producía en el mecanismo de limpieza matutino. Empezaba con un cosquilleo de nariz, inocuo, que iba ganando fuerza hasta que se adueñaba de mi vida. Sobre todo cuando estaba rodado de gente.
    Lo peor era el bus, cuando alguien me habla. Ahí se reanuda el cosquilleo, hago un ademán con la palma en alto, el interlocutor entiende, abro la boca, inspiro y expiro involuntariamente, recalco el ademán, las bocanadas se intensifican… y sale.
    Cada uno tiene su propio estornudo, es un señuelo del ADN. Los míos parecen un siseo fuerte e in crescendo, como si estuviera mandando callar a alguien, que se corta de forma seca y abrupta y con golpe de nariz incluido. La multitud del autobús suele pasar de mí, aunque siempre hay de aquel que te santifica, «Jesús», resuena, «Gracias…», siseo.
    Sin embargo, la veda queda abierta, y comienza la caravana de estornudos. Ahí ya la gente me mira con repelús. Se vuelven hacia otro lado, incluso llega un momento que sus actos indican que me aleje. Y allá voy yo, solitario, a la última fila, apartando gente como un helicóptero.
    Lo raro del asunto es que estornudo porque sí. O eso decía mi doctor:
    —Los análisis son claros, no está enfermo, y la prueba de alergias sale limpia.
    —Puede que sea hereditario.
    Él reía, siempre reía.
    —Bobadas.
    —¿Y cómo se lo explica?
    Volvía a mirar sus papeles, un largo rato, hasta que yo estornudaba y le sacaba del letargo.
    —Simplemente, estornuda porque sí.
    Así terminaba, y así me desesperaba.
    Probé con curanderos, medicamentos experimentales, medicina oriental… Nada. Mi vida debía lidiar con unos estornudos y el rechazo social que provocaban.
    Sin embargo, un día, en medio de un ataque intrabús y consiguiente reclusión a la parte trasera, apareció ella.
    Estaba como esperándome. Era joven, piel blanca y mirada inocente. Fue la primera persona que no se espantó de mis estornudos y me invitó a sentarme a su lado. Por alguna razón, también era repudiada al lado despectivo del autobús, motivo por el cual conectamos de una forma sorprendente. Casi me olvidé de los estornudos, aunque ni ahí me dieran tregua.
    Fue ella la que, antes de bajarse, me regaló la pirámide de kleenex. Segundos después ocurrió algo milagroso: dejé de estornudar.
    Al día siguiente, rabiado de felicidad, volví al bus con la intención de reencontrarme con ella. Sin embargo, como mis estornudos, también había desaparecido, dejándome solo y con una puñetera caja de kleenex que nunca llegué a abrir.
    —Esa es la razón, doctor, no hay otra explicación.
    Él niega.
    —La razón es que nunca estuvo enfermo.
    —Absurdo.
    Se levanta y comienza a caminar por la consulta, manos en la espalda.
    —A ver si lo entiendo —comenta entonces—, usted dice que los estornudos le producían un rechazo social, que luego apareció una chica, le dio una caja mágica de kleenex, que nunca ha abierto y que le curó, y entonces, cual hada madrina, desapareció, ¿verdad?
    Asiento.
    —¿Sabe qué pienso? —continúa, a mí comienza a picarme la nariz—: Todo es una ilusión que se ha inventado para hacer frente a ese rechazo social que dice que sufre.
    »Lo somatizó con los estornudos, cual escusa. Sin embargo, su raciocinio quiso devolverle a la realidad y creó a esa chica. La pirámide de kleenex, que nunca ha querido abrir, simboliza su mente cerrada; tiene miedo de enfrentarse a sí mismo, tiene miedo de no encajar: todo está en su cabeza
    Luego se sienta. El picor de mi nariz comienza a ser algo serio.
    —Y usted —digo a malas penas entre involuntarias inspiraciones que preceden algo conocido—, ¿también es una ilusión?
    —Claro que no —sonríe.
    Trato de protestar, pero un terrible estornudo me lo impide. Uno terrible.
    De pronto, una señora a mi lado me mira con desprecio. No entiendo de dónde ha salido, pero tampoco puedo pensarlo, pues otros estornudos salen de forma corrosiva. Eso provoca que tanto la señora como otro grupo de gente que me rodea hagan más aspavientos. ¿De dónde han salido?
    Entonces, levanto la cabeza y entiendo que no estoy en la consulta, sino en el bus. La multitud me mira con repulsión por culpa de mis recientes estornudos y una nariz que comienza a gotear. ¿Qué ocurre?
    —«Ya lo sabes…» —oigo de fondo, casi un susurro.
    De pronto, en mi regazo aparece un objeto: la pirámide de kleenex. Sigue sellada. Muevo la cabeza espasmódicamente, doy un barrido visual y los veo en la parte trasera: la chica y el doctor. Están muy sonrientes. Seréis cabroncetes… Vale, vosotros ganáis.
    Acto seguido, suspiro, desprecinto la pirámide y saco un kleenex.





EL PROPIETARIO Y EL CLIENTE




 

EL PROPIETARIO Y EL CLIENTE


Lo encontró en una maloliente tienda. No es un tintero cualquiera, decía el propietario, es mágico y hará realidad sus deseos. La pega: tiene letra pequeña. ¿Qué letra pequeña? Preguntó el cliente, un escritorzuelo que apenas ganaba para vivir.
    El propietario negó, si lo decía, perdería su poder.
    El cliente pensó que era una triquiñuela, una estafa, y que no picaba.
    El propietario repuso que sellaría esa letra pequeña dentro de un sobre, pero, si lo abría, el tintero perdería su poder.
    El desespero de Félix, nuestro cliente, era tal que lo compró, aunque nunca llegó a creérselo, y más, después de ver los resultados. Le habían timado, esa era la letra pequeña, y tampoco podría reclamar, pues había sido advertido. Sin embargo, un editor, amigo del propietario, leyó un trabajo y le dijo que era sublime, solo que demasiado avanzado para la época. Félix se maldijo, pues esa era la letra pequeña: la gloria póstuma. Pero entonces pensó, si he conseguido hacer algo sublime, ¿no podré adecuarlo a este tiempo?
    Y eso hizo. Trabajó duro. El hambre y las deudas se convirtieron en sus compatriotas. La soledad su alidada. Finalmente, en el cenit de su vida, recibió la ansiada respuesta: había escrito una obra magna.
    Orgulloso, se acordó del propietario. Había vencido.
    Victorioso, fue a buscar el sobre. Quería rasgarlo.
    Trastabilloso, cayó fulminado, porque lo leyó.

Días después, encontraron su cuerpo con una hoja manuscrita entre manos:


Tintero: el detonante.

Magia: el esfuerzo.

Pago: una vida de dedicación.