Entre unas cuatro esquinas
Espacio abierto al libre tráfico de letras
El pósit
Selene
Érase unos golpes. Duros, constantes, repetitivos, como parte de una personalidad con problemas maniáticos de orden. El portón que los recibía cabriolaba de tal forma que temía salirse de su marco. El ruido reverberaba por la estancia colmando cada recoveco, cada rincón, cada minúsculo sentimiento. La vida en aquella casa hacía tiempo que no era nada sin esos manotazos y las súplicas que los acompañaban. Érase una vez unos golpes que aporreaban una puerta castigada por el paso de los siglos, hasta que de pronto, cesaron.
Llamada nocturna
El Tintero de oro junto con Bruno nos convoca este mes con un nuevo reto de microrrelatos. Un emocionante e interesante reto sobre cine y la narración de la escena de una película. Yo, en mi caso, he elegido una de las primeras escenas de Margin Call. Espero que os guste.
LLAMADA NOCTURNA
¿Qué hora es?
El Embarcadero
Vadereto: !La caja!
—Lo siento, caramelito, es que este imbécil me está tocando los huevos.
—¡Apártate! —le grita Dana agarrando a su amiga—, no sé qué coño hace Adela aún aguantándote.
—¿Y ahora eso a qué viene? —grita Jose, de nuevo erguido y furioso.
El Amo
El señor Estrella
Este mes participo en el reto de VadeReto, donde hay que escribir una historia de terror ambientad en el otoño pero dejándose de lado los típicos clichés que acompañan al miedo. Bueno, no sé si lo conseguí o qué, pero ahí queda eso.
El señor Estrella
—Mara. Mírame cuando te hable —dice Carol, voz aguda, casi histérica—, ¿dónde has encontrado eso?
Mara, su hija, gesto juguetón, no quita ojo de la mesita de té y sus dos sillitas. En una está Pardo, su osito de peluche. En la otra Juana, la muñeca de trapo. Encima de la mesa hay un juego de tazas viejas de su abuela junto con una tetera agrietada. A un lado, sobre la misma, como si fuera un comensal más, descansa una rojiza hoja de arce.
—Es el señor Estrella, mami.
Su madre carraspea y se lleva las manos a la boca. Luego mira a Jonny, su marido. Tiene la misma cara de angustia.
—A ver —Carol trata de hablar con calma, aunque nerviosa, trémula—, ¿dónde has encontrado al señor... Estrella?
Mara ríe y se posiciona delante de la mesita. Su vestidito sucio y amarillo revolotea como si estuviera mecido por el viento.
—Quiere té, mami, el señor Estrella quiere té.
—¡Mara, por favor!, ¿dónde? —grita el padre, la niña da un respingo.
Carol suspira y le agarra el brazo a su marido. Tiene cinco años, se dice, no entiende la gravedad del asunto, además, tampoco es necesario que lo haga.
Mara vuelve a sonreír, algo que contrasta con la expresión de sus padres.
—Cerca del campo del señor Bom.
—En el campo de... ¡mierda! —Jonny mira a Carol—, eso está a tres calles de aquí.
Carol entrecierra los ojos con fuerza. Demasiada tensión en tan pocos minutos.
—Otra vez... —le dice entonces a Jonny—, no puede ser, ¡dime que no puede ser!
Jonny suspira y la abraza, aunque esta siga rígida, casi ida.
—Eso explica por qué los Tomelloso se fueron hace dos días.
Ella se aparta de su abrazo.
—No me jodas, Jonny..., dime que no..., ¡no!
El grito de Carol se come el resto de estímulos hasta formar un tenso silencio. Jonny baja la mirada ante la inquisidora atención de su esposa. Una brizna de aire entra por la ventana del salón removiendo el polvo de la mesa principal. Varios platos viejos, vasos agrietados y cubiertos oxidados aguardan la cena. Tres sillas carcomidas parecen no esperarles. Afuera, el sol comienza a ponerse. Tiene ese tono rojizo, casi el mismo que desprende la hoja de arce rugosa.
Como la otra vez.
Mara, sin embargo, se desentiende y comienza a corretear por la estancia. Tropieza con la mecedora vieja. Luego se sienta y balancea. Le gusta el chirriar de su movimiento. A los cinco segundos se baja y comienza a empujarla, como si estuviera columpiando a alguien. Carol la mira con vista vacía. Otra vez, se dice, otra vez.
—Hay que ir —interviene Jonny.
Su mujer recobra la vitalidad y lo observa, ojos entrecerrados.
—¿Qué?
Jonny titubea.
—Hay que devolverla al lugar dónde la encontró.
—Además —continúa—, tendrás que acompañarme, princesita, hemos de dejar al señor Estrella tal y como lo encontraste.
Mara tuerce el gesto, se enfurruña, aunque de pronto se le vuelve a iluminar.
—¿Puede venir Anton? —agrega entonces.
—¿Quién?
—¡Anton!, la encontramos yo y él.
Carol abre los ojos, Jonny da un espasmo de cabeza tan fuerte que se le revuelve el pelo.
—¿Quién es Anton? —dice mirando a su mujer.
Ella respira profundamente.
—Es el hijo de los Ramirez. Son muy amigos.
—¡El hijo de los Ramirez! —exclama Jonny, ella asiente—. ¡El hijo de mi «amigo» Rob Ramirez! ¡¡¡Joder!!! —Y entonces sale del salón.
—¡No!, ¡Jonny! —Carol le sigue. Luego se internan en la cocina. El olor salado de los dispensarios le asalta junto con la penumbra que un candil solitario no puede abastecer. Comienza a hacerse de noche.
Este le ignora y agarra un enorme cuchillo de caza que estaba encima de uno de los dispensarios. Varias migas de pan caen al hacerlo.
—Carol, si ese Anton habla, estamos perdidos.
—Pero... Es solo un niño, no puedes...
Él niega mientras ella comienza a sollozar, cada vez más nerviosa.
—Jonny, escucha —le pilla del brazo—, seguro que ni le dio importancia, ¡es un niño! Para ellos todo es un juego, seguro que ni se acuerda... Venga, vayamos a dejar la hoja al jardín de Bom. Vayamos los tres y olvidémonos de todo este embrollo.
Él da un tirón y la arroja al suelo. Luego trata de irse, pero se queda quieto de espaldas, en silencio, y aferrando el cuchillo. Tiene miedo, lástima, horror. Sentimientos que reflejados en su mujer. ¿Por qué?, piensa, ¿Por qué han de vivir este calvario de nuevo?
El candil de la cocina los rocía con nuevos tipos de sombras. La noche ya es un personaje más y la afasia se ha adueñado de la estancia. Ella aún en el suelo. Él sintiendo el tacto de cuchillo con mayor aspereza. De fondo, Mara entona una cancioncilla. Parece que sigue jugando en el salón. Un ruido de tazas chocando lo corrobora. Un ruido de cerámica vieja junto con el crepitar de algo rugoso partiéndose; algo alegórico, analógico, como una cosa que no debiera romperse, como... ¿una hoja seca?
—¡Mara! —gritan los dos al unísono mientras, como un resorte, se precipitan hacia el salón.
En él se encuentran a su hija junto a la mesilla. En la mano tiene un trozo de algo anaranjado.
Jonny entrecierra los ojos con fuerza y se le cae el cuchillo al suelo. Carol, se precipita hacia ella y agarra los tres trozos en que ha quedado la hoja. Ahora sí que no hay vuelta atrás. Su hija le agarra de la mano, también está apenada, el señor Estrella era su nuevo mejor amigo.
De pronto, Jonny da un respingo y se dirige hacia el ventanal. Corre un cortinaje agujereado y amarillento. Luego se acerca al candil más cercano y lo apaga quedando otro pequeño a la entrada.
—¿Qué haces? —le pregunta Carol, voz indiferente, plana.
—¿Eres idiota? Tenemos que irnos.
Jonny se paraliza. Su mujer tiene razón. Solo que...
—¿Me estás escuchando, pedazo de imbécil? Hay que irse. Prepara el carro antes de que los caballos se adormezcan. Yo voy haciendo los enseres.
Acto seguido sale ante la vacía mirada de su marido. Mara la sigue. En la cocina coloca un trapo encima de la mesa y comienza a sacar alimentos y poniéndolos encima.
—Mara —le dice a su hija, voz inusualmente dulce—. Ve a tu cuarto y coge todas las cosas que quieras llevarte.
—Pero...
—¡Hazlo! —El grito ha sido tal que la niña responde sin rechiste.
Luego cierra el trapo en una bolsa y la deposita junto a la puerta de salida. Por un lateral del pasillo aparece Jonny con un saco marrón y viejo que deposita al lado de la comida. Parece más recompuesto.
—Venga, voy a ver los caballos, tu pilla algo más —dice él.
Sin embargo, no se mueven. Permanecen quietos escrutándose, como si se hubiera detenido el tiempo. Una lágrima parece recorrer la cara de Carol. Jonny se la seca y le besa en la mejilla. Ella trata de sonreír. Ojalá se detuviera el tiempo, piensa, pero lo que ocurre es otra cosa: unos fuertes golpes; alguien está llamando a la puerta. ¿Tan tarde?
Carol agarra a Jonny, este se lleva el dedo al labio en señal de que no produzca ningún estímulo.
Los golpes vuelven a sucederse. Ahora más fuertes.
—Abrid, sé que estáis ahí. —Es una voz conocida, casi amiga—. Jonny, ¡abre, joder!
Carol respira fuerte y abre. La figura de Rob Ramírez asoma por el dintel. Es un hombre alto, un par de años mayor que Jonny, complexión gruesa. Lleva una rebeca gris llena de pelusas, camisa blanca y unos abultados pantalones de lana junto con varias bolsas colgaderas.
—Rob... —titubea Jonny—, ¿qué pasa, amigo?
El tal Rob se adentra sin decir ni esperar nada.
—¿Por qué no abríais? Ya están las cosas demasiado difíciles como para que os andéis con jueguecitos.
—¿Difíciles?
—Sí, ¿no os habéis enterado de lo de los Tomelloso? Se han marchado, y ya es la tercera familia esta semana. El pueblo se está quedando vacío.
Jonny hace como que no sabe. Carol ni le imita ni se mueve.
—Vaya —suelta Rob, sonrisa bien ancha mirando la estancia con descaro—, hacía tiempo que no venía por vuestro casoplón. ¿Y Mara?
—Está... —se apresura a decir Carol—Está durmiendo.
—¡Ah!
Acto seguido se interna por el pasillo. La penumbra pasa por ese corredor como parte de uno más. Telarañas permanecen expectantes junto montones de polvo rinconeros.
—Malos tiempos, ¿verdad, Jonny? —Rob da un barrido por el pasillo, se asoma la cocina y vuelve a mirarlo—. Parece que está volviendo a pasar eso que nadie queremos admitir.
Jonny calla y baja la vista. Rob ríe. Una dentadura mellada y amarillenta. Sus ojos pequeños y juntos resaltan como pequeñas perlas malditas.
—Tienes razón, amigo. Es mejor no nombrar lo innombrable, pero, por muy tabú que sea, es evidente que es una realidad. La oscuridad se cierne sobre los campos, el día cada vez es más corto, el calor abandona los hogares, y luego están esas cosas...
—La gente solo tiene miedo, amigo —corta Jonny.
—No —complementa Rob—, la gente se vuelve majara con los cambios. —Esto lo dice mirando los bultos de tela que han dejado minutos antes en la entrada. La sonrisa se le ensancha un poco más.
Jonny comienza a sentir la frente perlándose. Mira a Carol. Está permanece igual de tensa. Entonces, suena un chasquido procedente del cuarto de Mara junto con el típico canturreo que hace cuando juega con sus muñecas. Rob abre los ojos, les mira, más sonriente aún, y da unos toquecitos a las bolsas.
—¿Sabéis? Creo que no estamos siendo muy sinceros, ¿no os parece?
Jonny mueve la cabeza de forma espasmódica y se le acerca. Nota el pulso en cada parte de su cuerpo.
—Rob, amigo, no es buen momento, ¿a qué coño has venido?
Rob se cuadra y, de un plumazo se le borra la sonrisa.
—¿De verdad quieres saberlo?
Acto seguido mete la mano en una de sus bolsas colgaderas y la vuelve a sacar cerrada en un puño delante de la cara de Jonny. Algo no va bien, lo siente. Rob sigue:
—Esta tarde tu hija y mi hijo han estado jugando por la parcela de Bom. —Entonces abre la mano. Unas volutas marrones, restos de otra hoja de arce seca, caen en volandas hacia el suelo.
Jonny abre los ojos, Carol, se lleva las manos a la boca. Rob, sin embargo, con una rapidez sorpresiva, de otra bolsa colgadera, saca un enorme facón y lo lleva al cuello de Jonny.
—Amigo, ya sabes a qué coño he venido.
La Tortilla
Reto CL: Defenestración circular
Autorretratos y sonrisas
—¿Por qué no sonríe? —dice la Varonesa Van Sprongen.
—¿Eso te llama la atención, querida, que no sonría? —bufa la Duquesa de Ô.
Yo trato de no hacerles caso, de no mirar el cuadro al que se dirigen. Como anfitrión, aparento estar liado sirviendo el Moet Chandon.
—La verdad es que nada de esta bazofia vulgar llama mi atención —alega de nuevo la Varonesa.
—¿¡Vulgar!? —Levanto la cabeza sobresaltado, pero finjo indiferencia repartiendo las copas. Y como siempre sin mirar la supuesta obra «vulgar».
—Exacto, messie; los artistas os creéis poseedores de la excelencia, pero solo sois niños malcriados.
Me muerdo la lengua. Mis mecenas, los Varones de Arms y Duques de Ô siguen absortos con el cuadro.
—A mí me gusta —interviene Don Claude, Duque de Ô—, tiene ese estilo macabro que atrapa. ¿De quién es?
De golpe, siento sus miradas. Mierda. No quiero hablar del cuadro.
—Es un autorretrato de Ramiro Ramírez. Un pintor español del siglo pasado.
—¿Quién? —salta la denterosa Varonesa—, nunca he oído semejante mamarracho.
Suspiro. Sigo sin mirar el cuadro.
—Es poco... conocido.
Todos parecen asentir mientras sus atenciones vuelven al lienzo.
—Pero ¿por qué lleva un cuchillo? ¿Por qué tanta sangre?
Inspiro profundamente. Está bien, Ramiro, tú ganas.
—Porque acababa de matar a su mujer —digo, y al fin lo miro.
Se forma el silencio. Los ojos de Ramiro me observan con ese punto de fuga hacia delante, esa técnica que hace que el personaje te siga con la mirada.
—¡Vaya disparate! —La Duquesa corta el hielo—, ¿se autorretraró después de asesinar a su mujer?
—Bueno —río, ojos fijos en Ramiro—, los grandes artistas son «víctimas» de su arte.
La Duquesa suelta un bufido.
—¡Mentira!, los artistas sois víctimas de la patética popularidad de masas
Se forma otro momento de afasia. El bueno de Ramiro nos mira uno a uno, ensangrentado, cuchillo en mano y esa mueca de dolor... ¿Por qué no ríes, Ramiro?
—Pero —interviene el Duque—, ¿es cierto? ¿Mató a su mujer antes de...?
Quisiera reír, negar y mirar abajo. No puedo. Solo mantener la mirada fija en ti. Inspiro y expiro sonoramente. Está bien, Ramiro, está bien:
—Ramiro Ramírez fue un fantástico retratista. Era capaz de plasmar el alma del retratado sobre el lienzo. Desafortunadamente, como todo gran artista, enloqueció buscando su obra magna: su mujer.
»Su esposa poseía una belleza que irradiaba de su enigmática sonrisa. Sin embargo, en los retratos, aunque posara sonriente, por alguna extraña razón, aparecía seria y ausente de luz, y Ramiro se obcecó con ello.
»La obsesión fue tal que su mujer, harta de ello, acabó abandonándolo. Pero él siguió intentándolo hasta que un día, ante su enésima obra fallida, cayó rendido y sollozante. Fue entonces cuando oyó la voz de su mujer llamándole. Se irguió sorprendido, pero no vio a nadie.
»Entonces, lo entendió: el retrato estaba hablándole. Le decía que no se había ido, que había trabajado tanto en el cuadro que al final consiguió encerrar su espíritu en él. También dijo que no era culpa suya que no pudiera pintarla sonriente, en realidad ella no era feliz; su alma triste estampada en cada uno de los retratos se lo advertía.
»Ramiro negaba incrédulo. La mujer, acto seguido, comenzó a carcajearse. Eso le enfureció. —Ahora sí ríes—, gritó él. Y, agarrando un cuchillo, empezó a rajar el cuadro. A cada cuchillazo un reguero de sangre salía del lienzo mientras el escarnio de la dama iba aumentando hasta que Ramiro desfalleció.
»Al día siguiente, el ama de llaves entró en el estudio. Encontró el cuerpo de ella con decenas de puñaladas sobre un lecho de sangre y un cuadro: el autorretrato de Ramiro.
Apuro mi copa. El resto también. O no. Lo cierto es que en la estancia se ha instaurado un silencio tensado por la mirada del personaje del cuadro, cuchillo en mano y salpicado de muerte roja.
—¡Patrañas! —la voz de la Varonesa rasga un ambiente tan denso como una quiche de sangre coagulada—, ¡otro psicópata asesino de mujeres!
—¡Eso! —ahora la Duquesa.
Yo sonrío.
—¿Y Ramiro? ¿Qué fue de él? —pregunta el Duque.
—Nunca se supo; como he comentado, fue «víctima» de su arte.
Dicho esto, un crujido sale del cuadro. Tenue pero perfectamente perceptible. De hecho, todos se quedan quietos sin quitarle ojo. No, Ramiro; por ahí no.
—Mejor podríamos ir a cenar... —titubea el Varón, voz temblorosa.
—Sí —la odiosa Varonesa complementa—, y espero que la carne esté bien pasada y sin corte de sangre.
Varias risas sobrevuelan la sala junto con comentarios sarcásticos y faltos de tacto. Yo, sin embargo, sigo cara al cuadro. Esa mueca de dolor me atrapa siempre que lo hago. ¿Por qué no sonríes, Ramiro? Cuando la mataste sí lo hacías, ¿por qué ahora no?
Por detrás oigo un fuerte chasquido y sonoras carcajadas. Así son las altas esferas a las que debemos adorar para que financien nuestro arte. Es lo que hay, Ramiro, ya lo sabes...
El cuadro vuelve a hacer un tenue crujido.
No, Ramiro, no voy a retratarlos; son nuestros mecenas, los necesitamos...
La boca de personaje comienza a moverse, o esa sensación tengo, incluso percibo las comisuras curvándose hacia arriba. Por detrás, mis odiosos invitados claman atención. Eso provoca que la sonrisa se ensanche. Esa sonrisa que tanto echo de menos...
Está bien, Ramiro..., tú ganas: me los cargo y preparo el lienzo; pero no dejes de sonreír.