El señor Estrella

 Este mes participo en el reto de VadeReto, donde hay que escribir una historia de terror ambientad en el otoño pero dejándose de lado los típicos clichés que acompañan al miedo. Bueno, no sé si lo conseguí o qué, pero ahí queda eso.


El señor Estrella




    —Mara. Mírame cuando te hable —dice Carol, voz aguda, casi histérica—, ¿dónde has encontrado eso?
    Mara, su hija, gesto juguetón, no quita ojo de la mesita de té y sus dos sillitas. En una está Pardo, su osito de peluche. En la otra Juana, la muñeca de trapo. Encima de la mesa hay un juego de tazas viejas de su abuela junto con una tetera agrietada. A un lado, sobre la misma, como si fuera un comensal más, descansa una rojiza hoja de arce.
    —Es el señor Estrella, mami.
    Su madre carraspea y se lleva las manos a la boca. Luego mira a Jonny, su marido. Tiene la misma cara de angustia.
    —A ver —Carol trata de hablar con calma, aunque nerviosa, trémula—, ¿dónde has encontrado al señor... Estrella?
    Mara ríe y se posiciona delante de la mesita. Su vestidito sucio y amarillo revolotea como si estuviera mecido por el viento.
    —Quiere té, mami, el señor Estrella quiere té.
    —¡Mara, por favor!, ¿dónde? —grita el padre, la niña da un respingo.
    Carol suspira y le agarra el brazo a su marido. Tiene cinco años, se dice, no entiende la gravedad del asunto, además, tampoco es necesario que lo haga.
    —Mara, venga —ahora Carol, voz dulce, pero de verdad—, solo queremos saber dónde la has encontrado, nada más.
    Mara vuelve a sonreír, algo que contrasta con la expresión de sus padres.
    —Cerca del campo del señor Bom.
    —En el campo de... ¡mierda! —Jonny mira a Carol—, eso está a tres calles de aquí.
    Carol entrecierra los ojos con fuerza. Demasiada tensión en tan pocos minutos.
    —Otra vez... —le dice entonces a Jonny—, no puede ser, ¡dime que no puede ser!
    Jonny suspira y la abraza, aunque esta siga rígida, casi ida.
    —Eso explica por qué los Tomelloso se fueron hace dos días.
    Ella se aparta de su abrazo.
    —No me jodas, Jonny..., dime que no..., ¡no!
    El grito de Carol se come el resto de estímulos hasta formar un tenso silencio. Jonny baja la mirada ante la inquisidora atención de su esposa. Una brizna de aire entra por la ventana del salón removiendo el polvo de la mesa principal. Varios platos viejos, vasos agrietados y cubiertos oxidados aguardan la cena. Tres sillas carcomidas parecen no esperarles. Afuera, el sol comienza a ponerse. Tiene ese tono rojizo, casi el mismo que desprende la hoja de arce rugosa.
    Como la otra vez.
    Mara, sin embargo, se desentiende y comienza a corretear por la estancia. Tropieza con la mecedora vieja. Luego se sienta y balancea. Le gusta el chirriar de su movimiento. A los cinco segundos se baja y comienza a empujarla, como si estuviera columpiando a alguien. Carol la mira con vista vacía. Otra vez, se dice, otra vez.
    —Hay que ir —interviene Jonny.
    Su mujer recobra la vitalidad y lo observa, ojos entrecerrados.
    —¿Qué?
    Jonny titubea.
    —Hay que devolverla al lugar dónde la encontró.
    Carol niega repetidas veces. Mara, sin embargo, deja de jugar y se encara a su padre. No le ha gustado eso que ha dicho. Le agarra del brazo y le implora que no se lleve al señor Estrella, es su amigo. Su padre, sin embargo, ríe, algo forzado, se pone en cuclillas de cara a su hija y le dice que tienen que hacerlo, que es lo mejor.
    —Además —continúa—, tendrás que acompañarme, princesita, hemos de dejar al señor Estrella tal y como lo encontraste.
    Mara tuerce el gesto, se enfurruña, aunque de pronto se le vuelve a iluminar.
    —¿Puede venir Anton? —agrega entonces.
    —¿Quién?
    —¡Anton!, la encontramos yo y él.
    Carol abre los ojos, Jonny da un espasmo de cabeza tan fuerte que se le revuelve el pelo.
    —¿Quién es Anton? —dice mirando a su mujer.
    Ella respira profundamente.
    —Es el hijo de los Ramirez. Son muy amigos.
    —¡El hijo de los Ramirez! —exclama Jonny, ella asiente—. ¡El hijo de mi «amigo» Rob Ramirez! ¡¡¡Joder!!! —Y entonces sale del salón.
    —¡No!, ¡Jonny! —Carol le sigue. Luego se internan en la cocina. El olor salado de los dispensarios le asalta junto con la penumbra que un candil solitario no puede abastecer. Comienza a hacerse de noche.
    —Jonny, por favor.
    Este le ignora y agarra un enorme cuchillo de caza que estaba encima de uno de los dispensarios. Varias migas de pan caen al hacerlo.
    —Carol, si ese Anton habla, estamos perdidos.
    —Pero... Es solo un niño, no puedes...
    Él niega mientras ella comienza a sollozar, cada vez más nerviosa.
    —Jonny, escucha —le pilla del brazo—, seguro que ni le dio importancia, ¡es un niño! Para ellos todo es un juego, seguro que ni se acuerda... Venga, vayamos a dejar la hoja al jardín de Bom. Vayamos los tres y olvidémonos de todo este embrollo.
    Él da un tirón y la arroja al suelo. Luego trata de irse, pero se queda quieto de espaldas, en silencio, y aferrando el cuchillo. Tiene miedo, lástima, horror. Sentimientos que reflejados en su mujer. ¿Por qué?, piensa, ¿Por qué han de vivir este calvario de nuevo?
    El candil de la cocina los rocía con nuevos tipos de sombras. La noche ya es un personaje más y la afasia se ha adueñado de la estancia. Ella aún en el suelo. Él sintiendo el tacto de cuchillo con mayor aspereza. De fondo, Mara entona una cancioncilla. Parece que sigue jugando en el salón. Un ruido de tazas chocando lo corrobora. Un ruido de cerámica vieja junto con el crepitar de algo rugoso partiéndose; algo alegórico, analógico, como una cosa que no debiera romperse, como... ¿una hoja seca?
    —¡Mara! —gritan los dos al unísono mientras, como un resorte, se precipitan hacia el salón.
    En él se encuentran a su hija junto a la mesilla. En la mano tiene un trozo de algo anaranjado.
    —Mamá, se ha roto, el señor Estrella se ha roto.
    Jonny entrecierra los ojos con fuerza y se le cae el cuchillo al suelo. Carol, se precipita hacia ella y agarra los tres trozos en que ha quedado la hoja. Ahora sí que no hay vuelta atrás. Su hija le agarra de la mano, también está apenada, el señor Estrella era su nuevo mejor amigo.
    De pronto, Jonny da un respingo y se dirige hacia el ventanal. Corre un cortinaje agujereado y amarillento. Luego se acerca al candil más cercano y lo apaga quedando otro pequeño a la entrada.
    —¿Qué haces? —le pregunta Carol, voz indiferente, plana.
    —Tenemos que tapiar las ventanas. Atrancaremos la puerta. Hay víveres para varias semanas, meses si lo administramos bien.
    Carol cierra la mano y arruga por completo la hoja. Mara da gritito, tenue. Luego se levanta y se dirige a su esposo. Cara totalmente serena y voz monótona, sin tono.
    —¿Eres idiota? Tenemos que irnos.
    Jonny se paraliza. Su mujer tiene razón. Solo que...
    —¿Me estás escuchando, pedazo de imbécil? Hay que irse. Prepara el carro antes de que los caballos se adormezcan. Yo voy haciendo los enseres.
    Acto seguido sale ante la vacía mirada de su marido. Mara la sigue. En la cocina coloca un trapo encima de la mesa y comienza a sacar alimentos y poniéndolos encima.
    —Mara —le dice a su hija, voz inusualmente dulce—. Ve a tu cuarto y coge todas las cosas que quieras llevarte.
    —Pero...
    —¡Hazlo! —El grito ha sido tal que la niña responde sin rechiste.
    Luego cierra el trapo en una bolsa y la deposita junto a la puerta de salida. Por un lateral del pasillo aparece Jonny con un saco marrón y viejo que deposita al lado de la comida. Parece más recompuesto.
    —Venga, voy a ver los caballos, tu pilla algo más —dice él.
    Sin embargo, no se mueven. Permanecen quietos escrutándose, como si se hubiera detenido el tiempo. Una lágrima parece recorrer la cara de Carol. Jonny se la seca y le besa en la mejilla. Ella trata de sonreír. Ojalá se detuviera el tiempo, piensa, pero lo que ocurre es otra cosa: unos fuertes golpes; alguien está llamando a la puerta. ¿Tan tarde?
    Carol agarra a Jonny, este se lleva el dedo al labio en señal de que no produzca ningún estímulo.
    Los golpes vuelven a sucederse. Ahora más fuertes.
    —Abrid, sé que estáis ahí. —Es una voz conocida, casi amiga—. Jonny, ¡abre, joder!
    Carol respira fuerte y abre. La figura de Rob Ramírez asoma por el dintel. Es un hombre alto, un par de años mayor que Jonny, complexión gruesa. Lleva una rebeca gris llena de pelusas, camisa blanca y unos abultados pantalones de lana junto con varias bolsas colgaderas.
    —Rob... —titubea Jonny—, ¿qué pasa, amigo?
    El tal Rob se adentra sin decir ni esperar nada.
    —¿Por qué no abríais? Ya están las cosas demasiado difíciles como para que os andéis con jueguecitos.
    —¿Difíciles?
    —Sí, ¿no os habéis enterado de lo de los Tomelloso? Se han marchado, y ya es la tercera familia esta semana. El pueblo se está quedando vacío.
    Jonny hace como que no sabe. Carol ni le imita ni se mueve.
    —Vaya —suelta Rob, sonrisa bien ancha mirando la estancia con descaro—, hacía tiempo que no venía por vuestro casoplón. ¿Y Mara?
    —Está... —se apresura a decir Carol—Está durmiendo.
    —¡Ah!
    Acto seguido se interna por el pasillo. La penumbra pasa por ese corredor como parte de uno más. Telarañas permanecen expectantes junto montones de polvo rinconeros.
    —Malos tiempos, ¿verdad, Jonny? —Rob da un barrido por el pasillo, se asoma la cocina y vuelve a mirarlo—. Parece que está volviendo a pasar eso que nadie queremos admitir.
    Jonny calla y baja la vista. Rob ríe. Una dentadura mellada y amarillenta. Sus ojos pequeños y juntos resaltan como pequeñas perlas malditas.
    —Tienes razón, amigo. Es mejor no nombrar lo innombrable, pero, por muy tabú que sea, es evidente que es una realidad. La oscuridad se cierne sobre los campos, el día cada vez es más corto, el calor abandona los hogares, y luego están esas cosas...
    —La gente solo tiene miedo, amigo —corta Jonny.
    —No —complementa Rob—, la gente se vuelve majara con los cambios. —Esto lo dice mirando los bultos de tela que han dejado minutos antes en la entrada. La sonrisa se le ensancha un poco más.
    Jonny comienza a sentir la frente perlándose. Mira a Carol. Está permanece igual de tensa. Entonces, suena un chasquido procedente del cuarto de Mara junto con el típico canturreo que hace cuando juega con sus muñecas. Rob abre los ojos, les mira, más sonriente aún, y da unos toquecitos a las bolsas.
    —¿Sabéis? Creo que no estamos siendo muy sinceros, ¿no os parece?
    Jonny mueve la cabeza de forma espasmódica y se le acerca. Nota el pulso en cada parte de su cuerpo.
    —Rob, amigo, no es buen momento, ¿a qué coño has venido?
    Rob se cuadra y, de un plumazo se le borra la sonrisa.
    —¿De verdad quieres saberlo?
    Acto seguido mete la mano en una de sus bolsas colgaderas y la vuelve a sacar cerrada en un puño delante de la cara de Jonny. Algo no va bien, lo siente. Rob sigue:
    —Esta tarde tu hija y mi hijo han estado jugando por la parcela de Bom. —Entonces abre la mano. Unas volutas marrones, restos de otra hoja de arce seca, caen en volandas hacia el suelo.
    Jonny abre los ojos, Carol, se lleva las manos a la boca. Rob, sin embargo, con una rapidez sorpresiva, de otra bolsa colgadera, saca un enorme facón y lo lleva al cuello de Jonny.
    Amigo, ya sabes a qué coño he venido.



La Tortilla



Muchos dicen que el secreto está en los huevos. Otros que si la sartén. Algunos que si paciencia y buenos alimentos. Yo de eso no sé nada, aunque sea el mejor hacedor de tortillas del mundo.
    Las hago a la francesa, con habas, de chipirones... La mejor, la española. Incluso un día a la semana me reúno con mis amigos en casa a cenar. Para no perder el contacto, suelen decir, aunque en realidad vienen por la tortilla.
    Primero pongo dos dedos de aceite a la sartén y rebajo el fuego una vez se ha calentado al máximo. Luego añado las patatas y espero a que pochen. Mientras, mis amigos van llegando. Algunos se quedan conmigo, deleitándose con el chuf-chuf de la sartén o compartiendo un buen vino, aunque la mayoría va al comedor. Allí aguarda la mesa, el aperitivo y la fiesta.
    —¡Esta noche promete! —suele bramar mi mejor amigo.
    Cuando la patata está medio hecha, añado la cebolla al punto de hielo «cebollil», como suelen decirme, y me pongo con el ajo. Un diente por cada tres comensales. Los corto a láminas, luego a tiras, después a dados y termino con el mortero. Ahí añado una cuchara del aceite hasta que consigo una pasta cercana al alioli y lo mezclo con la patata.
    Antes experimentaba con otros ingredientes, pero nada como el maíz. Me lo propuso mi novia el día que la conocí. Vino con un amigo y se permaneció conmigo en la cocina todo el rato. Quedé absorto con su mirada tierna, melena dorada, caderas un poco más anchas en comparación con su cintura y esa sonrisa...
    —¿Maíz? —me dijo mi mejor amigo en la mesa cuando probó el primer bocado.
    Asentí mientras miraba de reojo a mi futura novia. Estaba preciosa. Su tez blanca parecía la fuente de luz del lugar.
    Mi amigo suspiró:
    —¿Sabes?, esa chica no te conviene.
    —¿Qué?
    —Hazme caso —y con cierto asco dejó el tenedor en su plato, tortilla intacta—, te lo digo como tu mejor amigo.
    Ese comentario no me sorprendió. Los amigos suelen temer a las novias de sus colegas. Lo que sí llamó mi atención fue que no se acabara la tortilla.
    Fue la primera vez.
    Al principio pensé que era por el maíz. O quizás porque ese día estuve distraído. Aun así, tampoco le di más vueltas. Había conocido a una persona maravillosa con la que congenié a las mil maravillas.
    —¿Así que ahora sois novios? —dijo mi mejor amigo en otra cena.
    Asentí. Él arrugó la nariz y señaló la tortilla. Estaba entera en medio de la mesa.
    —¿Sabes? Tiene un sabor raro, y no solo por el maíz.
    No le entendí. La tortilla estaba perfecta. Aunque podría tener razón; nadie la había tocado. Así que en la siguiente ocasión me esmeré con mayor esfuerzo. Sobre todo con los huevos; ese punto es clave. Primero se bate la clara. Una vez pilla cierta textura, se añade la yema y se mezcla hasta conseguir un caldo homogéneo. Luego, se echa en el mismo bol la patata ya cocida, se remueve y a la sartén.
    —¿Que ya estáis viviendo juntos? —dijo mi mejor amigo en la siguiente velada.
    Después olfateó un cacho de tortilla y arrugó la nariz mirando a mi novia. Estaba seria, triste.
    —Definitivamente —continuó—, has perdido el toque; te has olvidado del fuego lento, amigo mío, y ya sabes; las prisas no son buenas...
    No entendí nada. La tortilla estaba genial, como siempre. Incluso había perfeccionado la técnica de la vuelta. Ese es el toque de maestro. La gente cree que basta con un plato, pero no; hay que hacerlo al aire. El truco es esperar a que el huevo haya cuajado, entonces, se agarra la sartén y se dan varios toquecillos al mango. La masa baja dejando un hueco en la parte de arriba. Ahí toca templar nervios, respirar hondo y firme golpe de muñeca.
    Ese momento era de gran expectación. Mis amigos dejaban todo y venían a la cocina a animarme. Parecía un penalti en la final del mundial. Sin embargo, desde hace unas semanas estamos solos mi novia y yo. Ellos esperan en el comedor bebiendo y charlando. Aunque me gusta más así. Yo y ella. Solos. Su reacción es un gozo. Salta de alegría mientras da palmitas.
    —¡Qué grande eres! —dice mientras dejo la tortilla en el plato.
    Luego ella la agarra con la intención de sacarla, pero no lo hace. En vez de eso corta un cacho y come. Acto seguido comienza a sollozar. Una lágrima dibuja sus pómulos, llega a la barbilla y amenaza caer sobre un suelo que sostiene la fatalidad de una tierna criatura con su pelo dorado, tez luminosa y esas caderas un poco más anchas en relación a su cintura.
    —¿Qué ocurre? —digo. De fondo la algarabía de mis amigos gana presencia.
    Ella señala la tortilla y hace amagos para que la pruebe. Está buenísima. Esponjosa, dorada, con una mezcla de sabores perfecta...
    Vale. Ahora lo entiendo.
    La algarabía del comedor cesa de súbito, como si se hubieran esfumado; como en realidad nunca hubiera estado.
    —¿Sabes, Xiqui? —digo—, se acabaron las tortillas.
    Ella abre los ojos, su cara más luminosa que nunca, los labios rojos esponjosos, y esa sonrisa... Me acerco despacio. Ella espera, tez blanca, indefensa, tremendamente feliz. Alrededor queda el tenue aroma dulzón de una tortilla solitaria y de sabor delicioso pero amargo.