—En ocasiones veo muñecas —le digo a mi psicóloga. Ella, a mi espalda, escribe o hace algo que produce el mismo sonido—. Las veo incluso en sueños.
Otro garabateo; quiere que siga.
De pronto, suena un grito procedente de la habitación contigua. Ha sido tenue, pero desgarrador.
—¿Ha oído eso? —exclamo incorporado; últimamente me asusto con facilidad. Ella levanta la mirada de sus garabatos y comenta que no me preocupe, este edificio es grande y con muchos pacientes atormentados. Luego dice que siga, «Debemos dar con el foco de su trauma».
«Foco del trauma», ¡qué condescendiente suena eso! Los loqueros se creen que lo saben todo. Además, ¿qué hago tumbado dándole la espalda? Pensaba que estos procedimientos estaban anticuados. Detesto hablarle sin tenerla delante, aunque lo peor es la visión de la consulta: está sucia, descuidada, y no solo la sala, la planta en sí lleva la dejadez por bandera. Tienen los pasillos polvorientos y plagados de telarañas. La primera vez que vine pensé que me había equivocado. Solo la recepcionista, una muchacha alta y vestido tan ceñido y plasticoso como sus curvas de Barbie o Nancy, parece estar acorde con lo que pensé que sería una clínica psicológica.
—¿Y bien? —Oigo a mi espalda.
—Sí... —digo en un respingo—. Empezó después de una excursión con unos amigos a una mansión abandonada y maldita, o eso se decía.
»Estaba medio derruida y llena de colchones viejos y mohosos, probablemente de inquilinos ocasionales. Sin embargo, lo interesante aguardaba en el primer piso. Esa planta era un gran pasillo rectangular que daba la vuelta al edificio de donde iban sucediéndose distintas habitaciones. Solo yo me atreví a subir; parecía al borde del derrumbe y el suelo crujía a cada paso.
»La primera habitación era un cuarto de juguetes, probablemente de los hijos de los anteriores dueños. Maquetas ferroviarias, caballos de madera y muñecas; muchas muñecas puestas sobre unas repisas con sus trajecitos limpios y miradas distantes. Una estampa inocente, pero inquietante. Muy inquietante. De pronto, oí un chasquido y, de forma simultánea, todas movieron sus cabezas hacia mí.
»Sobresaltado, caí de espaldas y comencé a arrastrarme hacia afuera, pero lo que hice fue golpear contra algo sólido: la salida se había transformado en un tabique polvoriento.
»Comencé a gritar, o eso creo, ya que estaba al borde del trance; el último recuerdo que tengo es un mar de diablesas de trapo y miradas frías colmando mi visión con los gritos de fondo de mis amigos que al parecer habían oído los míos y no me encontraban.
»Cuando desperté, estaba fuera de la mansión. Dijeron que me habían encontrado en el suelo de una habitación delirando...
—Obvio—corta la psicóloga, voz monótona y distante—, no hay que ser terapeuta para ver que esa casa le sugestionó.
—Ya —trago saliva para encarar la siguiente cuestión—, pero, a partir de ahí, no han parado de aparecérseme muñecas. Al principio solo en sueños, pero un día, después de una de esas pesadillas, en una repisa de mi dormitorio, vi una. Fue algo rápido e intermitente, pero inequívoco, sobre todo su mirada. Desde entonces, no he dejado de verlas. Me acechan...
—¿Está diciéndome que tiene visiones?
—¡No son visiones!
Ella remueve sus hojas. No me cree.
—Ve alguna ahora —dice al fin.
Tanteo a mi alrededor con cierto miedo. Puede que uno de esos bichejos ande mimetizado con el cochambroso entorno. Sin embargo, solo atisbo un cuarto descuidado, viejo y polvoriento. Nada más.
De pronto, oigo otro de esos gritos terroríficos en las habitaciones contiguas, en este caso ha sonado más audible, como si quisiera decirme algo. Me giro sobresaltado. Entonces, veo la puerta abrirse. Es la Nancy entrando y acercándose a la doctora. Esta deja de garabatear, le dice algo y me mira con sus fríos ojos.
—Señor del Pino —así me llaman—, parece que tenemos que dejar estas sesiones.
—¿Cómo? —Eso me descuadra.
Ella parece sonreír a través de su robótico rostro.
—Obvio: una cosa son traumas, pero visiones..., eso es competencia de otro especialista. Mi ayudante —señala a la Nancy— le proporcionará recomendaciones. Tranquilo, no tendrá que salir del edificio —dice esto último con un tono sarcástico.
Será cínica, ¿por qué vendría a este sucio y asqueroso centro? La recepcionista carraspea; está esperando en la puerta. No ha cambiado su semblante en ningún momento. La verdad es que da bastante grima. Voy hacia ella, el suelo cruje a cada paso, y salgo a la recepción. Está plagada de gente. Qué extraño. Cuando he entrado no había nadie, pero ahora hay muchas mujercitas vestidas con atuendos infantiles. Una estampa inusual. De pronto, un sonido sordo y todas giran sus cabezas hacía mí de forma sincronizada. Tienen la mirada fría, distante, como si sus ojos fueran de cristal; como si en vez de mujercitas fueran...
Muevo espasmódicamente la cabeza. A mi lado, la Nancy me observa con la misma expresión desalmada. Me giro más sobresaltado. La puerta de la consulta sigue abierta y la psicóloga sentada con mirada gacha.
—Doctora..., ¿qué ocurre? —grito.
Ella gira su cabeza con dos movimientos secos acompañados de un crujido, como de cervicales astillándose, y ojos vidriosos:
—También es obvio: aún sigue en esa habitación.
Trastabillo y caigo de espaldas. Muñecas de todo tipo comienzan a colmar mi campo visual. Mientras, los gritos de las habitaciones contiguas vuelven a sucederse. Ahora ya los reconozco; son mis amigos: no creo que me encuentren...
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