La paradoja de los macarrones inertes

 

La paradoja de los macarrones inertes
(relato fuera del concurso)






A mediados del s. XXII, las cercanías de Alicante sufrieron el fuerte impacto de un objeto extraterrestre. El acontecimiento fue tal que se hizo eco en todo el mundo. Sin embargo, cuando las autoridades acudieron, en vez de un meteorito o algo similar, lo que encontraron fue un gran edificio de comestibles.
    La opinión púbica se llenó de repudias ante tamaña artimaña comercial. La propaganda de las multinacionales estaba yendo demasiado lejos. Aun así, eso no impidió que dicha empresa pudiera llegar al consumidor. Solo el primer día, toda la población colindante ya había saboreado su producto estrella: los macarrones. Aunque saborear no es la palabra exacta, ya que el comestible en cuestión era de una calidad pésima. Parecía más un trozo de cartón mojado que un alimento, como si esa empresa hubiera gastado todo su potencial en la espectacular puesta en escena.
    No obstante, en vez de menguar, prosperó. En poco tiempo, por todo el mundo comenzaron a surgir los susodichos edificios. Aunque su producto único y estrella seguía sin mejorar. Nadie entendía cómo una empresa tan acaudalada pudiera ser igual de chapucea. Pero todo cambió cuando los mencionados macarrones llegaron a Ramiro Ramírez, el jefe de inteligencia y investigación del organismo que dominaba la tierra en ese momento.
    El tal Ramírez se enfrentó al plato de macarrones con sumo interés. Agarró tenedor, pinchó tres y, nada más rozar la lengua, comenzó a escupir uno tras otro. Era una auténtica basura, un producto inerte. ¿Cómo era posible todo el revuelo que había causado? Sin embargo, algo llamo la atención del eminente estudioso; la disposición de los macarrones en el plato seguía una especie de patrón que el había visto innumerables veces, un código binario que no tardó en descifrar: «Destrucción de los humanos inminente, siga normas en platos».
    Todo cobró otro sentido.
    Pudiera ser que esas naves comerciales fueran en realidad naves de otro mundo y que su puesta en escena fuera una toma de contacto. O también que todo fuera una coincidencia. Apresurado, adquirió otro plato para salir de dudas. En este caso, encontró mensajes más sorprendentes: una fórmula matemática que explicaba parte de las paradojas espacio/temporales acaecidas cerca del umbral de sucesos de los agujeros negros.
    No tardó en poner a sus colegas al corriente. No estamos solos, les dijo, unos seres en apariencia inertes habían venido a advertirles sobre su posible extinción. Con esos datos, acudieron a las autoridades mundiales y expusieron sus hallazgos. Solo tendrían que seguir las reglas para conformar la fórmula universal que pudiera ponerles en contacto con el resto del universo. Sin embargo, el presidente del mundo se rio de ellos. ¿Unos macarrones?, dijo, Vaya tontería. Les echó bajo pena de lobotomía, algo muy de moda en esos tiempos.
    No obstante, la cosa no acabó ahí. No se sabe cómo, la gente de a pie se enteró de los mensajes cifrados en cada plato. Mediante plataformas web, comenzaron a descifrarlos. En este caso, la mayoría de ellos no versaba sobre incógnitas del universo, sino maniobras bursátiles y financieras. En pocos días, la bolsa de valores reventó a favor de todo el mundo. Cada individuo se hizo rico de la noche a la mañana. Sin embargo, el sistema no estaba ideado para que todos lo poseyeran todo. Una enorme crisis asoló el planeta. La gente no entendía por qué no podía gastar un dinero adquirido. Se formaron grupos que comenzaron a atacar a las grandes empresas multinacionales, incluidas, las macarrónicas.
    A partir de ahí, esas empresas caídas del cielo dejaron de suministrar macarrones mensajeros.
    Los conflictos se recrudecieron. Una guerra asoló un planeta que se fue quedando sin recursos. Al fin, solo quedó una esperanza; que el tal Ramiro Ramírez, ese erudito mundial, diera con la fórmula universal que les permitiera viajar al pasado y revertir la situación o largarse de este planeta moribundo. Pero al terminar el suministro de platos con código, el eminente científico se sentía como una cucaracha tratando de entender qué es la gravedad por sí sola.
    Todo estaba perdido. Y Ramiro era el que más se arrepentía de ello. Habían tenido en la mano la salvación y la habían perdido. Sin embargo, algo del proceder de esos seres no encajaba. Ellos habían causado tal destrozo. ¿Por qué jugar con la gente para que perdiera la cabeza? Nada tenía sentido. Parecía que los habían utilizado para que la humanidad se autodestruyera y dejara un mundo inerte, al parecer, idóneo para ellos. Sí. Eso tenía más sentido. Habían caído en su trampa. Y todo por su culpa.
    Aun así, no iba a quedarse de manos cruzadas. Todavía conservaba el primer plato, el que había advertido. Habrían sido derrotados, pero no por ello iba a dejar de resarcirse pisoteando algún macarrón. Cogió el plato y, antes de espachurrarlo contra el suelo, se dio cuenta de algo: el mensaje que leyó en su día estaba incompleto, faltaban los tres macarrones que se había llevado a la boca y escupido. Rápidamente, recompuso el patrón y quedó en trance. No se trataba de una invasión ni nada similar, sino de una toma de contacto, una prueba. Habían sido tratados como a las ratas de laboratorio con las que él experimentaba, en este caso en busca de vida inteligente a través de un mensaje claro y, visto en retrospectiva, definitivo: «Para evitar la inminente autodestrucción de la humanidad, no seguir las normas en platos».


La Invasión

 

—¿La Invasión? —pregunta uno que se ha presentado como Ramiro Ramírez.

Zarc, el alto y desgarbado recepcionista, sonríe.

—Sí, ¿no le gusta?

—No es eso, pero me parece muy poco apropiado para una reunión de este tipo.

—Mire, señor Ramiro —suspira Zarc sin dejar de observarle; es un hombre raro, su mirada más bien, parece que no parpadee, además, no tiene pestañas—, aquí lo importante es que se sientan a gusto; nuestro lema es «nosotros creemos en vosotros solo si vosotros dejáis de hacerlo».

Ramiro resopla.

—Pues ya le digo yo que empiezan mal con el nombre.

Entonces, Zarc ríe abiertamente, sale del mostrador y se posiciona a su lado. Lleva una sempiterna sonrisa rodeada de un rostro perfecto, casi simétrico; una apariencia tan amigable como exagerada.

—Eso es porque se siente reticente, señor Ramiro. —Acto seguido le pone una pegatina en el pecho con un número marcado en rotulador: el cincuenta—. Recuerde, aquí no tiene nombre; a partir de ahora usted es el Sujeto cincuenta.

Ramiro mira la pegatina y luego a Zarc.

—¿Sujeto?

El recepcionista asiente.

—Aquí no hay «compañeros» ni «pacientes» ni nada similar. Ustedes son solo personajes incomprendidos, faltos de apoyo, de que les crean.

—De que nos crean para que dejemos de creer, ¿no?

Zarc suelta otra risotada mientras coge al sujeto del hombro.

—Veo que aprende rápido...

Abandonan la sala y se internan por un pasillo amparado de unos parpadeantes tubos fluorescentes. Un olor a cerrado y agrio les golpea en la cara. Abren una puerta y aparecen en una gran sala plagada de gente sentada de cara a una especie de atrio. En él, un hombre permanece junto a un atril hablando al gentío:

—La Invasión me enseñó que los sentidos nos pueden engañar...

A un lateral asoman mesas con jarras, vasos y pastelillos de pinta dudosa.

 —...Puede que yo creyera ver algo... —continúa el hombre del atril.

Zarc sitúa al sujeto Ramiro en la parte de atrás mientras hace señas a un hombre que está de pie entre el atrio y la grada. Este, al verlos, sonríe y, agachando el cuerpo para no interrumpir al comentarista, se acerca. Es aún más larguirucho que el recepcionista.

—Este es Ross, el terapeuta —cuchichea Zarc una vez llega—. Ross, te presento al Sujeto cincuenta.

El terapeuta sonríe y le estrecha la mano.

—Bienvenido —susurra.

De fondo, el monólogo sigue:

—...Sí, yo vi, pero..., yo... yo... ¡No! —De pronto, la voz del comentarista se transforma en grito. Zarc mira a Ross, por primera vez con seriedad—. No es cierto. ¡Los he visto! Están arriba, en el cielo. Me abducieron, me metieron cables por los ojos... ¡Nos están estudiando!

—¡Vale! —corta de pronto Ross dirigiéndose hacia el atrio, su cara vuelve a ser una sonrisa amistosa—. Ya está bien por hoy, Sujeto catorce.

Luego sube y el sujeto en cuestión se abraza a él entre sollozos.

Permanecen unos segundos hasta que el largo terapeuta, con voz calmada y llena de sosiego, se gira a la gradería:

—¿Veis hacia dónde nos llevan las emociones? Los sentidos nos engañan, nos mienten, nos tergiversan la realidad, pero solo son parches, atajos. El problema debe ser arrancado de raíz. —Entonces agarra al sujeto de la mano, lo lleva a un asiento y continúa sus enseñanzas entre la gradería—. Los sentimientos nos hacen débiles, nos nublan la vista. Está bien sentir, amar, desear, pero solo bajo el velo de la racionalidad. La lógica nos ha hecho humanos, superiores; si la abandonamos, sucumbimos; como le acaba de pasar al Sujeto catorce. —Se gira y le mira con una ancha y amistosa sonrisa—. Recordad: La Invasión cree en vosotros solo si empezáis a dejar de hacerlo. ¡Un fuerte aplauso al Sujeto catorce!

La sala entera se pone en pie para levantar el ánimo del susodicho sujeto.

La reunión sigue. Luego pasan a los pasteles y las limonadas hasta que poco a poco abandonan la sala. El último, el Sujeto cincuenta, ese nuevo personaje con una cara bastante extraña.

Una vez solos, cierran la puerta y, tanto a Zarc como Ross, la sonrisa se les transforma en una mueca seria, casi robótica. 

—Tus métodos no funcionan —dice Zarc sin dejar de mirar la puerta—. Cada vez hay más sujetos. Los de arriba comienzan a impacientarse.

Una invasión requiere su tiempo —contesta Ross, también con vista perdida.

—Ya, pero si los sujetos siguen creciendo, la invasión se detendrá.

—Si los de arriba tuvieran más cautela habría menos sujetos.

Entonces, Zarc se gira hacia él.

—Los de arriba están a expensas de que tú corrijas los deslices.

—Si tuvieran más cautela no habrían deslices.

—Eso es una falacia y lo sabes: tu labor está supeditada a tales deslices.

Se forma un tenso silencio. Ross suspira, o hace algo parecido.

—Hoy me han llamado —irrumpe de pronto Zarc—. En breve ejecutarán el plan B.

Ross se gira con los ojos bien abiertos.

—¿Plan B? ¿Van a eliminar a los sujetos?

—Sí, fue un error pensar que podríamos manipular sus mentes con palabrería barata: lo saben.

—No... No pueden... ¡Son mis sujetos!

—¿Tus sujetos? —corta de pronto Zarc, los ojos entrecerrados—. ¿Estas mostrando sentimientos?

El terapeuta comienza a moverse de forma espasmódica. Zarc niega, saca una especie de arma y le apunta.

—Has pasado demasiado tiempo con los sujetos. Los de arriba tienen razón; ya no sirves para la invasión de la Tierra: te estás volviendo humano.


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