Black Mirror: La red fantasma

 Hola a todos. Regresando con la web de Café literautas en la segunda temporada. El primer reto nos han pedido escribir un capítulo de una serie televisiva. Yo elegí la saga de Black Mirror. Espero acercarme a ese estilo, pero sobre todo que os guste.


Red Fantasma





Hoy es el aniversario de mi muerte. Sonará increíble, de hecho solo una persona ha llegado a creerme. Sin embargo, algo de mí ha quedado arraigado a la vida. No he sabido el porqué, aunque sé que está relacionado con el hecho que marcó mi defunción: fui asesinada. 
    El hijo de perra que lo hizo fue muy hábil. Encontraron mi cuerpo hasta arriba de “Ritalín” y decretaron que había muerto por sobredosis de “anfetas”. Yo era una de esas personas que vivía de las redes sociales. Era muy popular, una estrella, tenía cientos de seguidores día a día besando cada tontería que hiciera. Y como pasaba tantas horas delante de la pantalla abusaba del “Ritalín”, pero lo hacía con cabeza; al contrario de cómo se pensó. 
    Cuando se supo, el muro de la red que más usaba se llenó de condolencias. Pero esa avalancha de panegíricos, en vez de proporcionarme la paz suficiente que me catapultara hacia la otra vida, produjo una rabia por contar la verdad; rabia que se transmitió a través de mi vida virtual que decidió no abandonar este mundo. 
    Uno a uno, fui contestando cada comentario, «me han asesinado», «ayuda», «todo es mentira»..., pero nadie me creyó. Mis seguidores pensaron que un hacker había pirateado mi cuenta y empezaron a bloquearme. A las pocas horas, de los cientos de miles de seguidores solo una persona no me había puesto ese candado virtual; la cual, cuando estuvimos asolas, me escribió: «te creo». 
    Eso fue esperanzador. 
    Me metí en su espacio. El perfil estaba vacío. Parecía un usuario fantasma. No tenía amigos y, desde hace un año, solo me seguida a mí. Era lo único que hacía: ver y darle un «me gusta» a todas mis entradas. Le escribí, pero solo conseguí estrellarme contra su muro sin que él reaccionara. A los pocos días, me convertí en un apenado espectro virtual vagando de mi perfil al suyo a la espera de que alguien pasara. 
    Un mes después, recibí una sugerencia de amistad. Mi único contacto había empezado a seguir a otra persona, y eso produjo que yo pudiera enviarle una solicitud de seguimiento. Sorprendentemente, ese usuario me acepta. 
    Mi nueva seudoamiga tiene miles de seguidores. Me dedico a observarla, avasallándola, correría el riesgo de que me bloqueara. Como mi antiguo yo, se despoja con gran facilidad de su intimidad. Todo lo concerniente a su existencia es expuesto sin tapujos. En poco tiempo, sé más de ella que de mí misma: problemas, sueños, adicciones... Entonces lo entiendo; si yo hubiera sido una asesina no habría tenido ningún problema en asestarle cualquier atrocidad. Eso me había pasado. Alguien se obsesionó conmigo y, cuando conocía cada detalle de mi vida mejor que yo misma, perpetró el asesinato perfecto. Y al parecer, ese alguien, ha elegido una nueva víctima. 
    Llegados a ese punto pienso que debo avisarla, pero ¿cómo? Cualquier cosa que diga sonará a locura. Entonces se me ocurre hacerlo el día del aniversario de mi muerte. Aprovechar ese hecho, valerme de mi destreza de “influencer” y elaborar la mejor de las peroratas; sin ñoñerías ni emociones, solo crudeza excluida de toda adulación... Un mensaje claro y directo y tan bien empaquetado cual bomba de relojería. 
    Pero algo escapa a mis planes. Justo el día señalado, segundos antes de soltar el paquete, ella muere. Lo sé por los mensajes de condolencias que empiezan a colmar su muro. Un accidente, o eso se dice, aunque sé que no es cierto. Ni siquiera me ha hecho falta leer las contestaciones de su fantasma digital desmintiéndolo. Sin embargo, nadie la cree y, como a mí, a las pocas horas se queda sola con dos seguidores: yo y el indeseable que se ríe en nuestra cara y le dice el mismo «te creo». 
    Ella continúa hablándonos, también a mí, incluso me ha mandado varios mensajes privados. Debería contestarle, intentar apaciguar su desazón. Pero no queda esperanza. De pronto, me llega una solicitud de seguimiento. Por lo visto nuestro macabro amigo en común le ha cogido el gusto y ya tiene otra nueva víctima. 
    Regreso a la ventana de diálogo privado que ha abierto mi fallecida amiga. Seguro que también ha recibido la sugerencia de amistad. «Hola», le digo, «escucha bien lo que te voy a contar: hoy es el aniversario de nuestra muerte...». 
    La conversación se alarga, pero no me cuesta convencerla y trazar un nuevo plan para desenmascararle. Por delante nos queda un año. La idea «me gusta»; primer “like” de esta nueva época... 








Bora Bora


Bueno, pues volvemos con el tintero y este emocionante y divertidísimo reto. ¿De qué trata? De hacer un micro de 250 palabras con el argumento que te proporcione el Storynator, un generador de argumentos one-line. Luego explicar de qué elementos del mismo me basé para escribirlo.
En mi caso este fue el argumento:


BORA BORA


—¿Qué hacemos? —pregunto a Toni, mi amigo. Él parece absorto con la conversación de nuestros tres secuaces: fútbol en días huracanados.
    —¡Calla! —contesta sin mirarme, aunque con el pasamontañas que llevamos es difícil saberlo.
    De pronto, la puerta de la mansión que tenemos delante se abre, sale un coche de gama estratosférica y desaparece rápido, como si estuviera huyendo.
    —¡Vamos! —alardea Toni—, hasta mañana no volverán.
    —¿Seguro?—suelta un compinche.
    —Sí. Les escuché mientras pintaba su fachada.
    Después me mira.
    —Toma. Te toca —saca un papelito arrugado—. La contraseña; tendrás que desconectar la alarma.
    —¿Cómo? —gruño incrédulo; no conocía esta parte del plan.
    —Instalé un cable desde la fachada a la calle, ¿ves? —lo señala.
    —¿Para qué?
    —Eres funambulista.
    —¡Malabarista!
    —Pues eso... Te deslizas dentro y... ¡Voilá!
    —¿Estás loco?
    —Esto era lo que querías, ¿no? Un poco de...—titubea, por detrás nuestros compinches se agrupan cual grupo de matones—. Además, ¿qué crees que harán estos si te niegas?
    Asiento resignado, subo al poste y me enfrento al cable. Antiguamente me ganaba la vida así; fue desde que lo dejé que no levanto cabeza. «Si el botín lo permite me retiro; Bora Bora, por ejemplo».
    Entonces, por la calle, aparece un enorme gentío directo a la mansión con decenas de policías escoltándolos.
    —¡¿Qué queremos?! —grita uno que va delante con un megáfono.
    —¡¡¡Que reabran la fábrica!!! —contesta la masa.
    —¡¿Cuándo lo queremos?!
    —¡¡¡Ahora!!!
    Mis secuaces huyen.
    Yo, sin embargo, pierdo el equilibrio y caigo hacia un futuro sin red... y sin Bora Bora.