Interferencias





—Ramírez, Ramiro Ramírez.
    —Agatha Bleck, encantada.
    —¿Una copa?
    —Por su puesto.
    —Permítame el bolso.
    —No hace falta.
    —Insisto.
   No, no… ¡Joder!
    Agente Bleck, ¿ocurre algo?
    —El moscón este; me ha pillado el bolso.
    —Acérquese al micro, con el barullo de fondo no oímos bien.
    —¿Que me acerque? No puedo hablarle a mis tetas en medio de la inauguración, este traje tan ceñido y descocado no es apto para llevar micros.
    —Bien, pues pronuncie claro. ¿Qué ha ocurrido?
    —Que un imbécil acaba de cogerme el bolso
    —Interesante, puede que sea nuestro hombre.
    —¿Ese? No, solo es un ricachón que quiere llevarme al huerto, además..., ¡madre mía! Este tío no es nuestro hombre.
    —¿Por qué? Ya sabe que debe describirnos todo o que vea.
    —Ha tropezado con un camarero y su bandeja de canapés. Menudo estropicio. Ha manchado a varios comensales.
    —Puede que esté disimulando.
    —¿Disimulando? No. Está asustado, acongojado, y ahora se escabulle, y con mi bolso, ¡será imbécil!
    —Sígale.
    —Ese no es nuestro hombre.
    —Le ha robado el bolso y se escapa, es él.
    —No se escapa, va al baño…, un segundo; ¡se desvía!
    —¿Hacia dónde?
    —Hacia una salida de emergencia.
    —Vaya tras él. Y no tenga cuidado, si ese sujeto es quien creemos está en peligro.
    —¿Peligro? No sé, parece inofensivo.
    —¿Inofensivo?, experto en robótica, científico, detective privado, pintor, asesino despiadado... Llevamos una década detrás de él.
    —Entendido.
    —Y no deje de describirnos lo que vea.
    —Vale... Accedo por la salida de emergencia, hay una escalera de metal.
    —¿Lo ve?
    —No. Oigo pasos bajando por ella. Está oscuro. No me gusta. Debería volver. Sin mi bolso no tengo ni linterna ni pistola.
    —¿No hay luces?
    —Solo unos maltrechos tubos fluorescentes.
    —Perfecto, y mejor quítese los tacones, así no la oirá.
    —Joder.
    —Y relájese, sus pulsaciones están llegando a colapsar el audio.
    —¡Oh! Perdonen si no oyen mis susurros, pero caminar en la penumbra, descalza sobre una superficie metálica y fría y siguiendo a un supuesto asesino me pone un poco nerviosilla.
    —El sarcasmo no es amigo de la prudencia. Y avise cuando llegue bajo.
    —Ya lo he hecho.
    —¿Lo ve?
    —No, solo un par de pasadizos.
    —Tome uno.
    —Una mierda, esto parece un laberinto.
    —Tranquila, tenemos los planos del sótano, usted vaya describiendo lo que ve y la orientaremos.
    —Vaya plan de mierda.
    —¡Hágalo!
    —¡Está bien! Veo un pasillo oscuro lleno de recodos y bifurcaciones, suelo de cemento puro, tuberías en las paredes, parecen de la caldera.
    —¿Oye algo?
    —No, y los tubos fluorescentes no dejan de dar chispazos, me voy a quedar a oscuras... ¡Esperen! Voces, oigo voces. Están cerca, están… ¡Vaya! Entro en una sala grande, un almacén. Hay gente hablando.
    —¿Nuestro hombre?
    —No sé, solo veo cajas.
    —Acérquese.
    —Ni hablar, no soy agente de asalto, ¿recuerdan? Mi especialidad es la seducción.
    —Ha de hacerlo, por lo menos necesitamos reconocerlo.
    —Joder...
    —Y no deje de describir lo que vea.
    —¡Que sí! Veo cajas. Me agazapo detrás de una. Los oigo cerca. Demasiado. No pienso acercarme más.
    —¿Tiene visual?
    —Sí. Están en el centro. Hay mucha reverberación. Veo al tal Ramiro hablando con otro hombre trajeado. Discuten, o por lo menos el otro parece enfadado. Ramiro ríe, o eso creo, y ahora, ¡mierda! ¡Mierda, mierda, mierda!
    —¿Qué pasa?
    —Se lo ha cargado con un cuchillo, y... ¡No! ¡¡¡Me ha visto!!!
    —¡Lárguese!
    —¿Qué creen que estoy haciendo? ¡Joder, este vestido es una mierda!
    —Rásguelo.
    —Cállense y díganme por dónde ir.
    —Tome... Tome el pasadizo a la derecha.
    —¿Qué? Aquí nada va hacia la derecha.
    —Pues el otro. ¿Ve una bifurcación cuádruple?
    —¡No!, veo un pasillo largo, eso y mi puta muerte.
    —¡Los tubos!, antes ha dicho que habían unos tubos de la caldera, ¿los ve?
    —Están por los laterales.
    —Sígalos, si llega... a la zona de máquinas podrá.... salir por... los conductos... de... ventilación.
    —¿Qué ocurre, os oigo tan mal?
    —Interferencias... ¿Llega?
    —No. Solo veo tubos, se van haciendo más gruesos, incluso del techo salen otros que se unen con los de la pared. Parece que voy en buena dirección... ¡Sí! Una puerta. ¿Qué hago? ¿Me oyen? Mierda de agentes. ¿Me oyen? Parece cerrada, no… solo estaba atrancada. Vale, ahora ya estoy dentro de la sala. ¿Dónde voy? ¡Oigan! ¡Hijos de la gran puta! ¿Qué hago ahora?
    —A… ¿Agente? ¿Me… oyes...?
    —Sí, pero con una voz muy rara.
    —La interferencia... ¿Dónde estás?
    —Estoy en la puñetera sala de máquinas.
    —¿La sala de máquinas? ¡Maldita idiota! ¡Detente!
    —¿Cómo? Si vosotros me dijisteis que…
    —Ya, pero ahora te digo que te des la puta vuelta.
    —Pero…
    —¡Escucha, pedazo de idiota! La sala de calderas no tiene salida, si te pilla ahí estás muerta. Solo has de recorrer unos metros de vuelta y torcer por el primer cruce.
    —¡No…! Oigo algo, viene alguien. ¡Está cerca!
    —Solo son unos cien metros, imbécil, ¿quieres una lucha cuerpo a cuerpo sin tu arma?
    —No... Un segundo, ¿quién eres? Esa voz tan rara, malos modos..., eso no lo hacen las interferencias.
    —No, no es la interferencia, y permíteme que te diga que tenéis una mierda de equipo; no me ha costado nada hackear vuestra línea.
    —Joder..., experto en robótica, asesino... Eres tú, ¿verdad? ¡Eres nuestro hombre!
    —Premio.
    —Y justo te he dicho dónde estoy. Tú haces esos ruidos que estoy oyendo.
    —Doble premio
    —¿Vas a matarme?
    —Depende, ¿sabes quién soy?
    —No, solo tengo un nombre, una cara y... ¡mierda!
    —Sí, mierda... Debiste esperar las copas...