Una madriguera de falsas maravillas



Los alaridos de mi móvil interrumpen la calma de mi casa como una tormenta imprevista. Miro quién llama. Número oculto. Normalmente no respondería, sin embargo, algo en el timbre clama por una respuesta.
     —¿Sí? —contesto.
     —¿Me quieres? —dice una voz que no adivino, pero que me suena de una manera especial, como si estuviera obligado reconocer.
     —¿Perdón?
     —Sabes perfectamente qué he preguntado.
     —¿Pero quién eres?
     —¿En serio? —en su tono se adivina ironía mezclada con reproche—. ¿Después de los amaneceres?, ¿de las inocentes caricias debajo de mi falda?, ¿de tu habilidad para detener la rotación del planeta en el punto más fogoso de un atardecer sonrojado por nuestros quehaceres...? ¿En serio preguntas quién soy?
     Enmudezco, pero porque de pronto aparece mi novia por la puerta del salón.
     —¿Quién te llama? —pregunta.
     Noto mis vergüenzas perlándome la espalda, aparto el móvil y susurro:
     —Nadie, una comercial de telefonía.
     Oigo una sonora carcajada al otro lado del teléfono. Mi novia permanece delante intentando cazar mi mirada
    —¡No me creo que hayas dicho eso! —ríe la falsa comercial. La verdad es que es una mentira bastante ridícula, pero mejor eso que tratar de desmentir un posible desliz—. ¡Estáis peor de lo que pensaba! ¿Se lo ha tragado? Aunque pensándolo bien, es una buena treta; una empresa de telefonía es lo que necesita una relación sin comunicación; escudar los sentimientos detrás de esta madriguera de llamadas y mensajitos es ya un cliché conyugal...
     —¡Discúlpeme! —corto fingiendo un tono neutro—. ¿En qué puedo ayudarla?
Ella vuelve a reír. Mi novia frunce el ceño.
     —Ya sabes... —dice—, ¿me quieres?
     —Esto... no tengo tiempo.
     —¿Tiempo? Solo di «sí» o «no».
     Intento voltearme, o mejor dicho, intento apartar la imagen de mi novia, pero por mucho que gire ella rota con mi campo de fijación.
     —¿Podría llamar luego? —insisto.
     —¿Crees que esta respuesta puede posponerse?
     Asiento, como si mi interlocutora pudiera verme, aunque la que lo hace es otra.
    —Escuche... —miro a mi novia a los ojos—, ahora no puedo contestarle.
    Nuevas risas.
     —¡Vale! ¿cuándo podrás?
     —Pues... —atisbo el reloj de pared, las cuatro—, ¿a las seis?
     La llamada se corta.
     —¿Qué quería? —comenta entonces mi novia, como si supiera que todo es una pantomima.
     —Ya sabes —titubeo—vender...
     Intento zafarme de ella.
     —¿Pero quieres cambiar de compañía? —corta mi paso.
     —No.
     —¿Por qué no se lo has dicho?
     —Bueno... estos comerciales no aceptan un no.
     —¿Y postergar esa negativa es mejor?
     — Al final, dándoles largas, se rinden.
     —Ya...
     —¡Pues sí...! —bufo nervioso, con la esperanza de que la cadena de banalidades esté llegado al punto muerto que preceda un silencio con suficiente incomodidad.
     Entonces baja la mirada. Aprovecho para bordearla y sentarme al sofá. Ella me sigue y se sienta, pero dejando una distancia bien marcada. Después saca la fundita en forma de conejito blanco donde guarda su móvil y comienza a trastearlo. Odio estos aparejos. Es increíble hasta dónde ha llegado un teléfono. Se ha convertido en una extensión de nuestro yo, el alter ego de una realidad de falsas maravillas con madriguera virtual por donde adentrarse incluida.
     El reloj de pared marca las seis menos cinco. Seré estúpido. He estado divagando entre pajas mentales en vez de idear una manera de librarme de la falsa comercial. Miro al lado. Mi novia no está. Eso me relaja, aunque mejor cerciorarme de su paradero para cuando reciba la llamada.
     Recorro la casa, pero es como si hubiera desaparecido. Voy a la cocina y abro una cerveza. En el reloj del horno son casi las seis y media. Eso me reconforta. Puede que la susodicha acosadora haya desistido. Finalmente todo ha sido un mal trago que intentaré pasar a golpe de birra. Sin embargo, la ausencia de mi pareja me descuadra. Cojo el móvil. Tengo una llamada perdida, justo a las seis en punto, aunque esta vez es de mi novia.
     Quizá debería llamarla, o quizá debería terminar la cerveza y coger otra. Entonces suena el teléfono. Es mi novia.
     —Dime...
     —¿Sabes ya la respuesta? —contesta la voz de la falsa comercial.
     —¿Qué?, ¿cómo es que me llamas desde este móvil? ¿Lo has robado?
     —He pensado que llamándote con número oculto podrías no contestar, así que he mostrado mi número.
     —¡Claro! —empiezo a entender, o eso creo—. Estás con ella... —Las dos han estado jugando conmigo.
     Salgo de la cocina furioso. Ella vuelve a carcajearse. Eso me enfurece más, pero de pronto, entro al salón y me encuentro a mi novia con su móvil en el sofá como si nunca se hubiera ido.
     —¿Qué ocurre aquí? —bramo entonces. Mi novia da un respingo y se levanta.
     —No lo entiendes, ¿verdad? —la falsa comercial ríe con un deje amargo.
     —¿Qué?
     —No me tocas, no quieres hablar conmigo... —su voz se convierte en un quejido lastimoso—, antes era la reina de tu corazón..., ahora quieres deshacerte de mí, cortarme la cabeza... ¡Ni siquiera me estás mirando!
     «¿Cómo?», pienso oteando el móvil.
     Levanto la vista. La desorientada sensación de estar intercalado entre dos mundos empapa mi raciocinio. Miro a Ali, mi novia, tiene los ojos hinchados sobre unas ojeras reblandecidas por un llanto perenne. Una imagen tan lastimosa como la voz del otro lado telefónico, de hecho me asalta la certeza de que imagen y voz son parte de la misma cosa unidas por esa madriguera virtual de la que no deja de brotar un envolvente y difónico murmullo:
     —¿Me quieres?

La visita




—¿Quién es? —pregunto abriendo la puerta. Afuera aguarda un señor vestido con ropa de otra época.
     —¡Hola! —exclama con un respingo, como si no me esperara.
     —¿Quería algo? —pregunto incódomo.
     —¿Yo? No... —su acento es extraño, no sé si por ser extranjero o por la disposición torcida de sus dientes.
     —¡Pues no llame a mi puerta! —refunfuño haciendo amagos de cerrar.
     —No he llamado —ríe mostrando una boca flanqueada por unos piños que desearían ser otra cosa.
     —¿Usted cree que soy tonto?
     —No podría objetar juicio alguno; no lo conozco.... —dicho esto trata de adentrarse.
     —¿Qué hace? —bramo cortándole el paso.
     —Me está invitando a entrar, ¿no?
     —¿Yo?
     —¡¿Qué ocurre aquí?! —oigo de pronto a mi espalda.
     Me giro sobresaltado y veo a una señora joven pero bastante estropeada.
     —Isidro, —dice mirándome y señalando al señor de los dientes torcidos—. ¿Quién es?
     —¿Isidro? —murmullo para mí mismo.
     —¡Ya estamos! Desorientado... ¡Como siempre! Cada día me digo, María, esto es pasajero, mañana será mejor... —me sortea y se coloca delante del señor—. Pase.
     —¿Por que lo invitas? —grito.
     —Eres tú el que está haciéndolo.
     —¿Yo? ¡Él ha llamado!
     —No he oído el timbre, ¿estás seguro? Cuando te dan estos ataques haces cosas raras...
     —¿Qué... insinúas?
     —Bueno, entonces cuéntame qué ha pasado.
     —Pues —titubeo—, iba por aquí y... —callo con la mente en blanco.
     —¿Y? —pregunta la supuesta María.
     —He... abierto la puerta y estaba este señor —digo al fin.
     —¿Has abierto sin más?
     —No sé...
     —¿Y por qué dices que esta persona estaba llamando?
     —Porque... —mi astenia aumenta.
     —Has abierto la puerta, lo has visto y como no te cuadraba has pensado que ha llamado —concluye ella rápidamente—. Entre, buen hombre —continúa mirándole.
     —Gracias —comenta él que se ha quedado quieto durante toda la conversación como un autómata aguardando una orden.
     —¿Cómo ha dicho que se llama? —pregunta María cogiéndole del brazo.
     —No lo he dicho.
     —Siendo sincera, tampoco lo he preguntado —ríen y se internan por una puerta lateral que acaba de  aparecer—. ¿Un café?
     —Por supuesto.
     —Perfecto, Isidro lo preparará —los oigo hablar desde dentro—. Por cierto, tiene una dentadura perfecta.
     —Me alegra que se fije, estoy orgulloso de ella.
     Permanezco en silencio y preguntándome qué acaba de ocurrir. He abierto una puerta, un desconocido ha entrado sin querer y mi supuesta mujer parece encantada...
     —¡Isidro! —María asoma por la puerta—, ¡Prepara café!
     Asiento.
     Mejor hacerle caso, pienso, aunque... tampoco recuerdo dónde está la cocina. Solo veo la puerta de salida y la del cuarto donde aguardan los dos indeseables. Comienzo a caminar por el angosto pasillo que tengo al frente. No parece una buena opción, pero es mejor que preguntarle a la tal María.
     El pasadizo es larguísimo, ni siquiera veo el fondo. Una maraña lechosa se entremezcla con una negrura que va intensificándose. Incluso mi visión parece haberse ensuciado, como si una aparatosa legaña se hubiera formado en mi córnea negando el paso libre de luz hacia el interior de mi raciocinio...
     —¡Isidro! —María grita asomando de nuevo por la puerta como si no me hubiera movido—, ¿qué haces? ¡Tira para la cocina! —dice señalando una tercera puerta que aún no había visto.
     Me interno. Aparezco en una desconocida y estrecha despensa. La tal María tiene razón, estoy mal si no reconozco ni mi propia casa. Espero que el café me ayude a volver en mí. Pero la cocina se resiste a aparecer. La despensa es larga y se va empequeñeciendo por culpa de la gran cantidad de estanterías repletas de vasijas rebosantes de un polvo color crema. Son muy viejas, como si llevaran años sin tocarse, de hecho, por sus rebordes asoman remolinos de telaraña bien condensada. Eso me da cierta dentera. Odio las arañas y su aparatoso telar, y este cada vez es más denso, incluso va pasando de estante a estante invadiendo mi campo de avance. De hecho, noto cómo esos aprensivos filamentos se me enredan por la cara y si trato de quitármelos se me adhieren más...
     —¡Isidro!
     Despierto en mi cama. Me incorporo como un resorte. Delante está María, mi María, mi hermosa mujer por la que los años solo pasan para otorgarle más belleza y resplandor.
     —¿Estás bien? —dice acariciándome—, qué sudada llevas.
     Sacudo la cabeza.
     —Menudo sueño...
     —Bueno, levántate, he hecho café.
     Percibo su aroma, por eso estaría soñando con él.
     —Unos minutos... —me desperezo.
     —No —contradice—, vente al salón, tenemos visita.
     —¿Visita? —arrugo la frente.
    —No me mires así; fuiste tú quien invitó al hombre de los dientes torcidos...