Aquella segunda mañana

 



La luz entra por mi ventana regando la estancia con ese halo de... ¿de qué? ¿Dónde estoy? 

 Permanezco acostada. No puedo moverme. Las mantas se me enredan como si tuvieran vida propia. A malas penas logro ver el habitáculo. Parece cuadrado. Tiene un enorme armario empotrado que copa toda la pared de enfrente. A un lado la ventana y al otro dos puertas negras. Trato de levantarme. Me cuesta. Eso no me es desconocido. Y es que me asalta el recuerdo de que alguna vez me he visto envuelta en un atolladero similar, pero no estoy segura. Es como si mi raciocinio continuara dormido, o ausente.  Trato de moverme, de salir de la cama. Pero esta me tiene cogida. Hago fuerza y consigo librarme de alguno de sus pliegues. De pronto, aparece un bulto a mi lado, como si algo o alguien hubiera estado agazapado esperando a que lo viera. Otra sensación de deja vu. ¿Qué es este bulto? Creo que no es la primera vez que lo veo. Me incorporo hacia él con cautela, con miedo. Agarro las mantas y lo destapo en un arrebato. No hay nada, solo un montón de pliegues de las miles de mantas que al parecer tiene esta cama. Nada más. Todo es muy extraño, y es que, bajo ese bulto, me esperaba otra cosa.  De pronto, algo me presiona en la espalda. Me revuelvo y encuentro un reloj, uno un tanto extraño, con la sensación de que ya lo he visto antes, aunque no recuerdo de dónde.  Entonces, un ruido proveniente de la ventana lateral me devuelve a la realidad. Aunque esta sea un tanto surrealista. Sin embargo, noto cómo las fuerzas colman mi cuerpo, parece que ya estoy más despierta, o menos aletargada, y puedo moverme con mayor facilidad, aunque mi mente siga sin recordar dónde estoy o cómo he llegado aquí. Me levanto. El habitáculo desprende ese olor a nuevo, a vacío. Asomo a las puertas laterales. Una es un lavabo, la otra conduce a un pasillo. Me interno por esta última y me encuentro varias habitaciones adosadas a él. En una hay una especie de despacho lleno de libros, un piano y varias partituras desparramadas por una mesa de vidrio. Parece un desorden ordenado, aunque no me acaba de cuadrar que yo pueda ser así. Salgo y me asomo en la otra habitación. Es un cuartito pequeño, con un armario empotrado y dos camitas pequeñitas puestas una sobre otra, como un escalón. En ellas, la pulcritud del cuarto en el que me he despertado vuelve a asomar, aunque también la ausencia, el vacío. ¿Qué raro?  Sigo por el pasillo. Este hace una ese y aparezco en un amplio y iluminado salón con un sofá enorme de color marrón en un lado y una tele de frente junto a un enorme ventanal. Todo huele a limpio, pero ese limpio artificial, como de habitación de hotel. En un rincón del enorme habitáculo una gran mesa de comedor permanece solitaria, pero de forma extraña, como expectante. Me acerco con sigilo. Entonces veo una especie de carta o hoja. Es diminuta, como una cuartilla o tarjeta de visita.  «¿Aún no sabes dónde estas?», reza la tarjeta. Letras picudas hechas a mano.  —¿Qué demonios es esto? —me digo. Entonces, oigo algo a mi espalda. Como unos pasos acompañados de unas risillas justo en la entrada del salón. Me giro sobresaltada. No hay nada, pero he podido ver una sombra escondiéndose por la puerta. Con el corazón en un puño me acerco. Pero afuera no hay nada. Todo está como lo dejé. De pronto, otro sonido. Más tenue pero claro. Los mismos pasos y risillas. Parecen provenir de una puerta a la derecha que no había visto. Voy, con cautela, no sé qué puedo encontrarme. Es una cocina. Muy ordenada, olor a lejía con aromas afrutados. Armarios altos, una vitrocerámica algo desgastada junto con varios electrodomésticos y una mesilla al lado de una ventanilla. Pero nada más. Qué raro. Me giro y me topo con una nevera. Hay varias fotos enganchadas en los imanes. Fotos de cosas, como un coche grande y verde, una especie de instrumento musical, una ratoncita con un bonito lazo y otra de esas odiosas tarjetas de visita con su letra picuda: «¿Aún no lo sabes?». —Pero...  No puedo terminar la frase. Otro de esos pasos por detras de la puerta. En ese momento estoy cerca y puedo ver algo correteando por el pasillo, aunque ha sido tan rápido que no estoy segura. Parecía un par de hombrecillo en miniatura, como dos duendecillos de cabellos dorados. Voy tras ellos, o tras la dirección que pienso que han tomado. Tuerzo por el pasillo de nuevo y aparezco en el habitáculo donde me he despertado esta... ¿mañana? ¿Por qué esta mañana? Es extraño, pero por más que lo pienso me parece que hace mucho de ese acontecimiento. Como si hubiera sido semanas, meses atrás, cuando me he despertado en este lugar. ¿Por qué? ¿Quién son los duendecillos? ¿Dónde estoy? —¿Aún no lo sabes? —oigo a mi espalda, voz clara y algo entrecortada.  Me giro sobresaltada y me encuentro a un hombre alto, cabeza despoblada, tez blanquecina y mirada algo desorientada pero amistosa. Entonces me acuerdo, o por lo menos de él sí. Es mi novio, o el que creí mi novio aquella mañana cuando desperté en otro lugar parecido a este. Aunque ahora hay algo distinto. El ambiente y el lugar lo es. De pronto, de detrás de él, brotan dos personitas. Son los duendecillos que he visto antes, aunque ahora ahora no me parecen duendecillos, sino dos angelitos pequeños, dos niños, uno un poco más alto que el otro, pelo rubio y mirada traviesa.  —¿Ya lo sabes? ¿Ya sabes dónde estás?—vuelve a preguntar mi pareja, siempre risueño. Siempre perfecto.  Sonrío. Claro que lo sé. Él se acerca. Los dos niños corretean entre ambos mientras el espacio que nos separa va disminuyendo hasta que quedamos muy cerca, me besa con sus carnosos y suaves labios y me susurra: —«Xiqui», ¿sabes también qué día es hoy? 

El diamante





—¡Compra! —dice el Ser Superior.
    Aparto la mirada del escaparate, pero una vendedor de lotería me corta el paso.
    —¡Compra! —vuelve a decir el Ser Superior, voz fuerte y rápida, como un ladrido.
    Me detento y miro hacia arriba. Está por encima de mí, levitando. Es pequeño, verde, con cuernos, alas y rabo. Parece más un diablillo aceitunado que un ser superior. No sé por qué lo llamo así. Lo peor es su sonrisa, siempre bien puesta, siempre macabra. Lleva años acompañándome y solo me habla cuando veo algún anuncio o cualquier cosa que pueda ser comprada. Una maldita voz en mi cabeza con imagen incluida. Simples alucinaciones, suele decir mi psiquiatra.
    Un autobús ruge por mi lado. Lleva una famosa marca de colonia en un lateral.
    —¡Compra! —ladra de nuevo.
    Retiro la mirada instintivamente y me topo con un comercial repartiendo flyers.
    —¡Compra!
    Joder. Por regla general suelo evitar las calles comerciales, pero hoy en día es difícil. Tuerzo por una esquina y choco con una señora cargada con varias bolsas, algunas de las cuales caen, aunque lo peor está por venir: día de mercado.
    —¡¡¡Compra!!! —El Ser Superior parece hacer chiribitas mientras ladra.
    Trato no hacerle caso. Pero mire donde mire hay algo para comprar. Cierro los ojos y comienzo a tantear la pared, como un invidente. Logro acallar los ladridos, pero entonces, la pared se alisa y enfría. Otro escaparate. Maldita sea. Hoy puede que sea el día que tengan que venir a internarme o que me desmaye totalmente ido.
    Abro los ojos.
    —¡Mierda! —grito.
    Efectivamente, estoy ante el escaparate de una joyería en medio del cual aparece un diamante del tamaño de un grano de café. El Ser Superior se va a volver loco.
    Sin embargo, no dice nada. Qué raro. Miro arriba. No está. A los lados. Tampoco. ¿Qué ocurre? Vuelvo a mirar el pedrusco. Es un diamante blanco, suspendido entre dos tiras doradas que se cierran como un anillo. Una auténtica obra de diseño, ingeniería y belleza hipnótica, hechicera, absorbente...
    —Es precioso, ¿verdad? —Oigo de pronto a mi lado.
    Una chica de casi treinta años aparece, o a lo mejor ya estaba ahí cuando he llegado. Es rubia, tez blanca, luminosa, y unos ojos tan azules que parecen dos bombillitas.
    —Vengo todas las mañanas a verlo —no deja de mirar el diamante—, me tiene enganchada.
    Yo la observo. A ella y en rededor. El diablillo sigue ausente; no entiendo por qué.
    —¿Le puedo contar algo? —me susurra—, tengo la teoría de que ese anillo es mágico.
    —¿Mágico? —carraspeo.
    —Sí. Desprende no sé qué cosa que ahuyenta los malos augurios. Yo vengo todos días y me siento mejor solo con verlo.
    —Ah. —Miro de nuevo el pedrusco pensando que no estoy solo en este mundo, que hay locos en todas partes.
    Sin embargo, esta tierna criatura tiene algo de razón. Desde que lo he visto el Ser Superior ha desaparecido. Y justo tendría que hacer lo contrario, ¿por qué...?
    —¿Le apetece hacer una locura? —le digo de pronto.
    Ella frunce el ceño en una expresión tan inocente como bonita. La cojo del brazo y entramos no sin remirar hacia todos los lados por si el diablillo estuviera agazapado esperando. Pero sigue ausente. Dentro aparece un dependiente, bien vestido y con gafas redondas.
    —¿Qué desean? —pregunta.
    —Puede enseñarnos ese anillo —señalo al escaparate.
    Él sonríe y obedece servicial.
    —Aquí lo tiene.
    Lo agarro con cierto reparo. Es precioso, único, incluso percibo esa sensación de bienestar que me comentaba la chica. Al final va ser cierto que es mágico. Ella lo observa embelesada. Entonces, le cojo la mano y le encajo la sortija. De pronto, su semblante cambia: los ojos se le ensanchan, la sonrisa y tez se le iluminan, incluso la iridiscencia del diamante brilla más. Parece como si ambos estuvieran predestinados. Es maravilloso. Magia, pero de verdad.
    —¿Sabe qué? —le digo al absorto dependiente—, no hace falta ni que me lo envuelva, ¡se lo lleva puesto!
    —¡Cómo! —brama ella—, no... no puedo aceptarlo...
    —Tranquilícese —le digo—, soy inmensamente rico.
    No es cierto, en realidad el anillo vale lo que ganaría en medio año, pero el altruismo bancario me ayudará a pagarlo a cómodos plazos.
    Ella sonríe con su ya habitual timidez.
    —No puedo... —susurra, yo me mantengo inflexible. Este ser junto con el anillo se han cargado al diablillo, todo lo que haga será poco.
    Al poco aparece el dependiente y pago. Ella mira el anillo risueña, soñadora.
    —¿Cómo podría agradecérselo?
    Sonrío. Entonces, ella pilla un papel del mostrador y anota algo, luego me lo da con una alegría nerviosa. En sus ojos veo reflejada parte de mi dicha junto con unas motas verdes un poco raras. Luego me besa en la mejilla y se da la vuelta hacia la salida no sin antes reír de un modo un poco distinto, como más perverso, como si quisiera mostrar otra cosa, como si...
    Muevo la cabeza espasmódicamente, algo no acabo de entender. Entonces reparo en el papel:
    «¡Compra!», dice el susodicho.
    Desorientado, levanto la vista. La chica está de espaldas y abandonando el local. En su hombro aguarda al indeseable diablillo. Sonrisa siniestra, diabólica. Asquerosa.
    —¿Desea... ¡¡¡comprar!!! Algo más? —dice el dependiente a mi espalda.
    Me giro sobresaltado y lo veo, risa macabra plagada de motitas verdes. Ahora lo entiendo, serás cabrón...
    —No tengo elección, ¿verdad?
    Él niega. Yo suspiro y saco mi tarjeta de crédito.