La dama blanca


Seguimos con una nueva edición de la web de Café literautas. En este caso era escribir una leyenda de tu lugar de origen. Yo escogí una muy especial que en algunos aspectos está basada en hechos reales. Muchas gracias a mis compañeros Estrella Amaranto, Isabel Caballero, Isan, Esther, Verso Suelto, Shire, Hercho, Amilcar y todos los que han pasado a leerme y mejorar la historia.

Espero que os guste.

La dama blanca



 




Cada lugar tiene su encanto, sobre todo por las leyendas propias que entretejen gran parte de su esencia. No hay nada como vivir en un pequeño pueblecito plagado de ellas. Brujas, casas encantadas, sanatorios abandonados... Historias que quedan insertadas como parte de un gentilicio. Sin embargo, hay algo que está por encima de las propias leyendas: haber vivido una.
    Ocurrió durante el verano de mis dieciocho. Aquella época se erigió como el auge del ocio nocturno: guateques entre pueblos, fiestas improvisadas en descampados solitarios, noches de cháchara al calor de una buena amistad... Fue en uno de esos eventos cuando uno de mis amigos nos contó que se había topado con un fantasma. Iba con su coche camino de casa y una mujer totalmente vestida de blanco se le manifestó en el fondo de la calle. No le dio mayor importancia, pero cuando estuvo a unos metros de ella, esta se inclinó hacia un lateral donde un recoveco oscuro la absorbió como por algún arte maligno. Era un chico que le daba de bien a la botella y todos nos reímos de su particular delirium tremens.
    Más tarde se le apareció a una chica que iba a pie por la misma calle. En este caso no desapareció cuando estuvo cerca, o por lo menos no de una manera tan abrupta. Dijo que iba por la acera contraria, que parecía levitar con mirada perdida, que vestía un largo camisón blanco, que tenía pelo lechoso encrespado a juego con una tez pálida, casi transparente, y que cuando estaban a pocos metros de distancia, en lo que tarda un parpadeo, desapareció por un recoveco que formaba un estrecho callejón oscuro.
    A partir de ese momento, las apariciones fueron sucediendo con mayor asiduidad. Las fiestas de verano empezaron a mitigarse por miedo al fantasma. Sin embargo, éramos jóvenes, y tarde o temprano las ganas de juntarnos a la luz de la luna estival serían más fuertes.
    Y ocurrió.
    Un día, después de una quedada mañanera, a dos amigos y a mí nos pilló la noche. No sé si fue el grado de euforia etílica o qué pero decidimos continuar nuestra velada, es más, nos propusimos a buscar al fantasma y terminar con ello. Compramos cervezas, un par de paquetes de cigarros y pillamos media discografía de Radiohead en cintas magnetofónicas. Montamos en un coche y aparcamos en un extremo de la calle maldita. Agazapados entre los demás autos, como parte del conglomerado parking callejero esperamos, escuchando música y fumando. Pero el fantasma no aparecía. La verdad es que ninguno de los tres lo habíamos visto, y, cuando el reloj marcaba las tres y media empezamos a pensar que todo era una invención producto de las dañadas percepciones posfestivas. De hecho, yo nunca lo creí de veras. Pero entonces, entre la neblina de vaho matutino, la vimos.
    La dama blanca era algo espeluznante. Ataviada con un camisón blanco y rostro y pelo del mismo color. Apareció por la acera de enfrente. Se desplazaba con prisa, como si levitara con la insistencia de hacer un poco de deporte. De pronto, hizo algo inapropiado para su condición espectral; justo en el paso de cebra que teníamos delante se detuvo, miro a ambos lados y, al cerciorase de que no venía nadie, cruzó.
    No sé si fue por la cerveza, por la nicotina o por el rayante guitarreo de Jonny Greenwood, pero al verla tan cerca los tres pensamos lo mismo: embestirla. Mi amigo arrancó y fue a por ella. Esta, al vernos, reviró buscando sus bien añoradas sombras, pero en ese momento solo encontró un muro con el único cobijo que la falta de escapatoria. Entonces se giró y empezó a gritar socorro, y es que eso que teníamos delante no era un espectro, ni un fantasma, sino una mujer mayor que temía por su vida.
    Al día siguiente nos personamos en su casa para pedirle disculpas. Por lo visto era una mujer con una de esas extrañas enfermedades a las que no le puede dar el sol, por eso estaba tan pálida, que se había instalado en un pueblo apartado en busca soledad, tranquilidad y serenos paseos nocturnos. Tampoco quería que la gente supiera de ella, por eso se escondía cuando veía a alguien. Que saliera en ropa interior antigua no se lo preguntamos, aunque días después la volvieron a ver, pero en este caso vestía un chándal rojo bermejo y sin reparo de que la vieran; seguramente y gracias a unos pobres dementes que un día decidieron jugar a cazar fantasmas.



Imagen sacada de internet, si está sujeta a derechos que se me avise y la retiraré.

Un gran día







Estoy bien. Muy bien. Creo que nunca me he sentido así. Y eso que el scotch que sirven en este antro es acorde a su apariencia. Ya pensaba que estos locales se habrían extinguido: mesas roñosas con su juego de sillas enclenques, barra pegajosa y carcomida, estantes de botellas viejas bajo un sucio y agrietado espejo rectangular... Aunque lo más típico es esa perpetua penumbra solo contrastada por un pequeño televisor del siglo pasado que, colgado arriba del espejo, no deja de emitir macabros noticiarios. A estas horas de la madrugada es lo único que hacen, como si fuera necesario proporcionar vívidas pesadillas a noctámbulos enfermizos.
    —¿Quiere más? —dice el educado y bien vestido barman, traje color crema con chaleco y pelo repeinado de lado, algo que destaca sobre el cochambroso local.
    Asiento, aunque el whisky sepa a meado amargo. Él deja de sacar brillo a un vaso que debería estar disfrutando de una merecida jubilación y me rellena el mío. Un ruidoso coche patrulla pasa corriendo por la calle bañándonos con su azuladas luces.
    —Menuda hay montada —dice de nuevo mi elegante barman—. Desde que han encontrado a esa pareja mutilada aquí al lado no han dejado de pasar policías. ¡Menudo psicópata!
    Eso me extraña.
    —¿A qué se refiere? —pregunto—, ¿por qué un psicópata y no un asesino?
    Él deja la botella y coge un largo y afilado cuchillo de cocina que tenía a mano.
    —Eso se suele decir... —mueve el arma en el aire con una habilidad pasmosa.
    —Ya, pero ¿qué diferencia hay entre ambos?
    —Uno mata por algún motivo y otro porque sí.
    —No estoy de acuerdo —comenta un joven parroquiano bien trajeado que ha brotado a mi lado, como si hubiera permanecido largo rato mimetizado en la penumbra. Sostiene un pequeño cuchillo con una especie de estrecha apertura cortante en el centro de la hoja, como esos utensilios de cocina que también se usan para pelar frutas.
    —¿Por qué no? —pregunto mirándole.
    Él ríe y comienza a pasarse su estilete por entre los dedos cual malabarista.
    —Los psicópatas matan por necesidad —dice al fin.
    —Ya... —comenta el barman frunciendo el labio en señal afirmativa y apuntándome con su facón—, aunque un psicópata no mata de cualquier modo; disfruta de ello.
    El joven asiente mirando su cortador como un niño miraría su juguete favorito.
    Entonces, de una puerta lateral sale un mujercita rubia con el pelo recogido y ataviada con elegante pantalón de traje y camisa ceñida. Es hermosa y delgada, sus pechos se remarcan pequeños pero perfectamente formados. Se acerca a nosotros, no hay nadie más en el bar, y se sienta encima del joven. Acto seguido le quita el pequeño cuchillo y empieza a apretárselo contra el cuello.
    —¿Todavía seguís con vuestras rayaduras de cabeza? —dice como si supiera de lo que estábamos hablando. Él, sin embargo, la agarra con fuerza y le besa sin reparo a que ella pueda rebanarle media tráquea.
    No puedo dejar de mirarlos, se han convertido en los dueños de mis vergencias. De los besuqueos pasan a los lametones. Ella desliza la lengua hasta el cuello, donde mantenía el cuchillo apretado, y comienza a succionar la pequeña hoja de forma obscena...
    —¿Hay alguien? —Oigo de pronto a mi espalda.
    Me giro. Un agente de policía vestido de civil, o eso adivino por la placa que tiene enganchada en la trabilla del pantalón, asoma por la entrada.
    —¿El dueño? —comenta mientras entra.
    Vuelvo la atención a la barra y me veo solo. El barman y la lujuriosa pareja se han esfumado, como si nunca hubieran existido.
    —No está —titubeo poniéndome en pie y alisándome el pulcro traje—, pero no se preocupe, estoy al cuidado del bar en su ausencia —sonrío.
    Él se desparrama en el taburete donde segundos antes había una pareja. Yo me interno detrás del mostrador con cuidado de no tropezar con los restos del barman que han quedado esparcidos en la otra parte de la barra con la cara desfigurada y un gran cuchillo de cocina clavado en el pecho. Después cojo una botella y lleno un vaso que él apura de un trago.
    —¡Ah! —gruñe luego haciendo amagos para que rellene la copa—. ¡En mi vida he visto nada semejante!
    —¿A qué se refiere?
    —A la matanza de una pareja a unas manzanas de aquí... El cabrón les ha cercenado la piel a tiras; no sé cómo coño lo habrá hecho.
    Meto la mano en el bolsillo, acaricio mi preciado cuchillo pelador y me relamo recordando ese memorable evento. Él apura su vaso y vuelvo a llenárselo. Entonces, a su espalda, al fondo de la sala, se me vuelven a aparecer mi colección de almas encabezadas por el barman y la parejita feliz, aunque en este caso están callados y riendo de una manera exagerada hacia el poli. O más bien picándome a que engrose mi lista. «Serán cabrones», pienso, pero ¿por qué no? Después de todo, hoy está siendo un gran día…
    —¿Qué pasa? —dice volteándose hacia el fondo y luego hacia mí—. ¿De qué se ríe?
    —Nada, nada... —trato de serenarme—, es decir, ¿puedo preguntarle algo? —pero empiezo a reírme de forma ofensiva.
    Él se incorpora molesto.
    —¿Le ocurre algo, amigo?
    Yo, aún sonriente, me acerco mientras saco mi cortador sin que se dé cuenta pero sin dejar de mirarle la yugular y le susurro:
    —Dígame, ¿sabe la diferencia entre un asesino y un psicópata?