La zapatilla de ir por casa




Hoy hace un mes que perdí mi zapatilla izquierda de ir por casa. Parecerá absurdo, pero llevo treinta días calzando una. No es que les tenga un apego especial, son las típicas zapatillas de tela barata y suela de goma con un dibujo de un tiburón risueño bordado en el empeine, pero nada más entrar por la puerta de casa tengo que librarme del yugo del calzado diario; solo así logro relajarme.
Sin embargo, cuando la perdí, no fui consciente de lo que eso trajo consigo. Por un lado no he podido reemplazarlas, y eso que, cerca de casa, y para mi sorpresa, hay una tienda exclusiva de este producto. La primera vez que la vi fue, casualmente, pocos días después de perder la zapatilla. Esa coincidencia me pareció algo extraña, además, nunca habría pensado que pudiera existir un comercio que se dedicara a ese monopolio. No obstante, entré decidido a por un nuevo par, pero una vez dentro, me asoló la típica e indeseable sensación de tener que pasar una página que no era capaz. Me di la vuelta y me largué. Días después lo intenté de nuevo, pero con el mismo resultado, y eso me llevó a la cuestión de ir con un pie desnudo por casa. Una imagen que me transporta, con un vívido y límpido recuerdo, al día que la extravié.
Fue después de acompañar a mi mujer al garaje. No tenía que hacerlo, había dicho ella, aun así lo hice. Una vez en el parking, subió al coche y, sin siquiera despedirse, se fue. Luego regresé a casa, fui al dormitorio, me descalcé y, al querer ponerme las susodichas zapatillas, me di cuenta de que solo había una.
Busqué por todas partes: dormitorio, salón e incluso entre los armario altos de la cocina..., pero nada. La verdad es que no se me da bien encontrar cosas. Lo mío es perderlas. Es mi mayor virtud, como decía irónicamente mi mujer. La suya era encontrar lo que yo perdía. Nos completábamos de ese modo, nada de pamplinas abstractas, yo perdía cosas y ella las encontraba. Desde que nos conocimos siempre fue de ese modo, algo de lo que no fui consciente hasta el primer día en que empezamos a vivir juntos.
Esa mañana me iba a trabajar y no encontraba las llaves de casa.
—Cariño, ¿has visto mis llaves? —pregunté desesperado.
—Claro —replicó con burla.
—¿Y?, tengo prisa...
—¿Has mirado bien?
—¿Tú qué crees?
—¿Incluso en la cerradura? —dijo riéndose.
A partir de ese incidente mi dependencia por su virtud fue en aumento, cosa que a ella le hacía bastante gracia.
—Cariño, ¿y el mando de la tele? —preguntaba en una de esas.
—Te has sentado encima —decía sin esconder una grotesca sonrisa.
—Cariño, ¿mi chaqueta vieja? —preguntaba en otra.
—La llevas puesta —respondía con escarnio mal disimulado.
No lo hago a propósito. Es como una de esas extrañas patologías que suelen aparecer de vez en cuando en absurdos estudios realizados por universidades extranjeras.
Sin embargo, llegó un momento en que sentí que tenía que hacer algo para remediar esta dolencia. Fue un día después del trabajo.
—¿Dónde tienes el anillo? —preguntó, sin siquiera saludarme, cuando aparecí por la puerta.
Lo había perdido hacía días. Cuando iba a jugar a tenis me lo solía quitar y en una de esas...
—Está por la mesilla de noche —dije fingiendo indiferencia. Podría haber apelado a mi dolencia, pero me pareció que perder ese objeto era algo inconcebible.
Ella me miró de manera extraña.
—¿Por qué te lo quitas?
—Ya sabes, me aprieta y a veces... ¡pues eso...! —solté con decisión intentando afianzar mi farol.
—En la mesilla... —bufó con los puños apretados.
Entonces cogió mi mano y depositó en ella el anillo. Luego se giró y encerró en el dormitorio. Fue la primera vez que se enfadó seriamente conmigo.
No es que ella pensara que yo pudiera tener una aventurilla, ni que la buscara, nuestra relación, cimentada a base de mis descuidos, estaba por encima de eso. La causa era causa, que no supe, pero que lo atribuí, erróneamente, a mi capacidad de perder cosas.
A partir de ahí intenté mitigar al mínimo mi torpeza. Si extraviaba algo sopesaba la posibilidad de continuar sin ello. No preguntaba por nada, incluso me entró miedo de hablar de lo que fuera por si mí dolencia salía indirectamente a la luz. Al poco, nuestro día a día, se convirtió en una rutina elemental alternada con incómodos silencios.
Una mañana, al regresar del trabajo, me la encontré, esperándome, con una gran maleta y varias lágrimas dibujando el contorno de su cara.
—¿Cariño? —pregunté sorprendido y algo asustado.
—Me voy —dijo entrecortadamente.
—Cariño espera..., ¿qué pasa?
—No lo entiendes, ¿verdad? —explotó—. ¡Nos perdimos!, ¡rompiste nuestro ensamblaje!, ¡nuestra esencia...!, tú... —Un sollozo truncó su frase.
Agachó la cabeza, cogió su maleta y salió. Yo la seguí, aunque ella dijera que no lo hiciera. Intenté decir algo que la apaciguara, pero la pigricia que había tomado como hábito no ayudaba; me sentía como una margarita deshojada donde ninguna respuesta queda por salir. Una vez en el garaje, ante mi impávida desidia, subió al coche y, sin despedirse, la perdí.
Hoy hace un mes de aquello. Treinta días a solas contemplando mi pie desnudo; algo que no deja de recordarme que ese día no solo perdí un zapato de ir por casa... Lo perdí todo.

El animal





—¿Has visto eso?
—¿Qué?
—Por el arcén, ¿no me digas que no lo has visto?
—No... y eso que voy conduciendo .
—Estás demasiado concentrado en la carretera.
—La autopista está abarrotadísima... ¡como para ir despistándose!
—Lástima.
—¿De qué?
—De que no hayas visto al animal que acaba de pasar.
—¿Un animal? ¿Estás seguro?
—Completamente
—¿Y por qué es una lástima?
—Era increíblemente maravilloso.
—¿En serio? ¿Qué animal era?
—No sé, nunca antes lo había visto.
—¿Nunca? No te habrá dado tiempo de fijarte bien.
—Pues si que me ha dado tiempo, de hecho, cuando hemos pasado por su lado, he notado como si el tiempo se detuviera y pudiera deleitarme con su anatomía y forma.
—Claro... Y después de esa paranoia que te ha asaltado mirando ese bicho, ¿no has podido vislumbrar qué era?
—No y si no fueras tan maniático con lo tuyo también lo habrías visto.
—¿Tan maniático? ¡Estoy conduciendo, inútil! Maniático dice...
—Vale, no te enfades. A ver si vuelvo a verlo y adivino qué es; tú continúa con tus cavilaciones.
—¡Joder! Mira que llegas a ser exasperante... Descríbemelo.
—Déjalo...
—¡Que me digas cómo era!
—Si no rebajas ese tonito paso de hablar contigo.
—¡Ufff! ¿Podría su santidad adjetivar al empecatado animal?
—No sé si prefiero el sarcasmo al despotismo...
—¡Venga!
—Vale... Era grande, muy grande.
—¿Grande...? ¿Como un perro de esos que llevan un barril con brandy caliente para cuando rescatan a alguien?
—¿Un perro? Creo que lo hubiera advertido.
—¿Un oso?
—Un... ¿oso? Nunca he escuchado ese nombre.
—¡Venga ya! Si es uno de los animales más difundidos del mundo: muñecos de trapo, dibujos, marcas, escudos... ¡hasta en la sopa!
—Vaya, qué raro no haber visto jamás uno para ser tan cotidianos.
—Bueno, yo realmente tampoco, solo por televisión.
—¿Televisión?
—Sí, ¡televisión!, esa caja tonta que nos emboba a diario.
—¡Ah...! Y, a parte de grandes..., ¿cómo son?
—Son peludos, los hay pardos, blancos...
—Entonces no. Este era más bien grisáceo y sin pelo.
—¿Que qué?
—Ha sido algo raro.
—Gris... pelado... ¿Un hipopótamo?
—¿Un qué?
—¿No me digas que tampoco sabes lo qué es un hipopótamo? Si hasta anunciaba pañales hace unos años.
—¿Un animal anunciando pañales?
—No era un animal de verdad, sino un muñeco.
—¿Como los osos?
—No, más bien algo como una marioneta.
—Déjate de peleles; el animal que he visto era real.
—Ya bueno, me refería al del anuncio; los hipopótamos son reales.
—Y calculo que también los habrás visto en la... ¿televisión?
—No, en este caso lo vi con mis propios ojos en un safari, incluso tengo una fotografía.
—¿«Safa...» qué?
—¡Safari! Es como un zoo.
—¿Como un zoo?
—Sí, el primero es parecido a una aventura que haces por un recinto, de hecho en suajili significa «viaje». El zoo es más bien como un parque de atracciones o museo con animales expuestos.
—¡Cuántas cosas sabes...!
—Chorradas que se me van quedando con el paso de los años.
—Qué envidia, a mí no se me queda nada... ¿Y cómo es ese animal?
—Pues es grande, grisáceo, casi sin pelo, cabeza redonda, orejas pequeñas...
—No... Creo que no era un hipopótamo.
—Pues entonces, no sé... ¿Tenía una trompa?
—¿Qué?
—¡Trompa! Como un brazo pegado a la cabeza.
—Ahora que lo dices, sí, pero no era como un brazo, sino puntiagudo, rígido y punzante.
—¿Cómo...? ¿Has visto un pez espada o qué?
—Ya te he dicho que no lo sé..., ¿cómo es ese pez?
—Pues... grande, grisáceo, sin pelo y con una gran protuberancia que sale de su cabeza, como si su nariz fuera un largo aguijón.
—Pero, ¿los peces no deberían ir por el agua?
—Esto... ¡ya!, pero es que lo que me dices no me cuadra con nada. Estamos divagando entre perros, osos, hipopótamos, elefantes, peces... No sé qué animal puede ser grande, grisáceo, sin pelo, con un largo pincho en la cara y que además le guste ir por los arcenes de las autopistas mareando a la peña.
—Tienes razón... mejor pasemos del tema.
—¡No, ahora quiero saberlo! Dame más detalles.
—Si es que ya ni me acuerdo. Me has llenado la cabeza de tantos animales...
—¡No me jodas!
—A lo mejor vuelve a aparecer...
—¡Claro! A lo mejor podrías...
—¡Espera! ¡Míralo!
—¿Dónde, dónde...?
—¡Ahí! ¿Lo has visto ahora?
—Eh... ¡No!
—Joder, abre los ojos...
—Pero, ¡si no quito la vista de la carretera!
—Pues estaba ahí; lo hemos vuelto a perder...
—¡Ya! Me parece a mí que vamos a quedarnos sin saber qué dichoso animal es.