Desconcierto


 

1


En la tienda de Mario está siendo una jornada tediosa. Es medio día y aún no ha entrado nadie. Ha repuesto las estanterías y realizado los quehaceres previos varias veces. Solo falta la clientela. Pero, como he dicho, el día está siendo pesado, aunque esa no es la palabra exacta, más bien... apacible. De hecho, por la calle no se percibe nada, y eso que es la avenida principal. 
    Sale afuera. Una quietud desconcertante le envuelve. Empieza a caminar calle arriba. Ni tráfico ni gente ni siquiera un tímido ulular ventoso. Grandes y sombríos edificios le observan como si fuera un extraño. 
    De pronto, aparece algo al fondo. Una persona con caminar tambaleante pero rápido. Eso le relaja, pero solo el instante en el que este se acerca, le bordea y ve su cara, o más bien su no cara: un amasijo de pliegues carnosos ocultan su rostro. Se da la vuelta desconcertado y contempla su errático desplazamiento. Entonces oye algo por la espalda. Se gira y da un respingo: una estampida de estos seres sin rostro va hacia él. Horrorizado, corre hacia el cobijo de su tiendecita, pero el vulgo de humanoides trastabillosos le cazan y empiezan a sortearlo. Eso debería aterrarlo más, pero no tiene tiempo; en ese instante, nota un estruendo por detrás. No una explosión, sino algo sordo que ha tensando el ambiente hasta casi detener el tiempo y su propia fuga conjunta. Lentamente se da la vuelta reanudando la carrera marcha atrás, pero... 
    —¡No...! 

Continuará...

2

María lleva un toda la mañana sin levantar la cabeza de su escritorio. En la oficina la llaman la antisocial; no congenia con nadie. Cada día llega con sus auriculares y comienza a trabajar al son de la música. Hoy toca «Jethro Tull». 
    A las doce decide dar un parón y relajarse. Levanta la cabeza y la estancia le devuelve una imagen inaudita: está completamente sola. 
    Desorientada, se aproxima al ventanal. La avenida aparece vacía. Sin coches ni gente. El rock-barroco de sus auriculares rocía la visión con tintes oníricos. De pronto, aparece a un grupo de gente. Van en manada. Sus caminares tambaleantes le desconciertan, sobre todo porque reconoce a ciertos compañeros entre el gentío. La distancia que los separa es grande para ver sus facciones, pero los ropajes son reveladores. Entonces, subiendo en dirección contraria, aparece un hombre. Este, al verlos, se para y trata de dar media vuelta, pero por alguna razón se detiene, vuelve a girarse, cae de rodillas y empieza a arañarse la cara. 
    Esa acción le estremece. Se quita los auriculares, asustada. Entonces, nota algo en la avenida. Nada audible, sino una explosión sorda que tensa el ambiente. O más bien lo contrae. De hecho, la calle comienza a ondularse, como el reflejo de un estanque movido por el impacto de una piedra. Al poco, esas ondulaciones lo colman todo, incluido ella que cae y empieza a sentir un dolor dentro de su cabeza; dolor que quiere sacar de alguna manera, aunque sea a arañazos... 

Continuará...