Los pardillos


—Y entonces sonrió —digo.
—¿Y eso qué significa?
—Que me jodió vivo...
—No entiendo.
—¿Lo qué?
—No controlo esa manera de jugar.
—Joder... —resoplo—. ¡Empecemos! «Póker texas Holdem», ¿vale?
—Vale.
—Dos cartas ocultas para cada jugador y cinco boca arriba sobre el tapete.
—¿Siete?
—Pero solo cuentan cinco.
—Ahí me pierdo...
—¡Muy fácil! Combinando tres del tapete con dos de mano, cuatro del tapete con una de mano o cinco del tapete, cosa que es una tontería.
—¿Por qué?
—Porque esa mano es igual para todos.
—Ah, ¡claro...! —contesta riendo y rascándose la nuca.
—¿Entiendes ahora?
—Eh... ¿cuéntame otra vez la jugada?
—¡Ufff...! Tres jugadores. Todo repartido. En el tapete pareja de ases, picas y corazones, pareja de reyes, corazones y rombos, y jota de corazones. Jugada típica de «full».
—¿«Full»?
—¡Un trío y una pareja! Con un rey o un as en una de las cartas de mano: «full».
—Entiendo.
—Empiezan las apuestas, pero al que le toca hablar se reserva.
—¿Se retira?
—¡No! Se planta y espera a que hablemos; lógico con las cartas que han salido. Yo miro las mías: dos reyes, con los del tapete, póker. Solo dos manos me tumbarían: póker de ases y una improbabilísima escalera real, entonces, apuesto fuerte. El tercer jugador sonríe, hace un «all in» y enseña sus cartas.
—¿Y eso?
—Tenía una as... pensaba que el primero no tenía nada y yo un «full» menor.
—Pero tú ganabas, ¿no?
—Exacto y, movido por su euforia, igualo la apuesta y enseño mis cartas.
—¿Y por qué dices que te jodió?
—Él no, ¡el primer jugador!
—No entiendo...
—Nosotros pecamos de pardillos y enseñamos cartas antes de que él hablara de nuevo...
—Quieres decir que... ¡No! ¡¿Tenía la improbabilísima...?!
—Exacto.

 —Ahora entiendo... —dice mirándome con la boca bien abierta—. ¡«Y entonces sonrió»!




300 palabras.

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Doble o nada



Hoy he tenido el peor día de mi vida...
...Y ya es mala suerte; justo me ha tenido que pasar ahora que empezaba a vivir mi sueño, donde comenzaba a trabajar como doble del más famoso actor de acción del momento en el rodaje de la secuela «Rancho sangriento 2».
Todo ha comenzado esta mañana camino de los estudios, los cuales están a una hora en tren. Estaba eufórico, pero nada más llegar al andén ha ocurrido este desafortunado incidente que ha lanzando mi carrera y vida al traste.
Rápidamente, han aparecido tres policías. En estos casos siempre lo hacen aprisa.
—¿Qué tenemos? —pregunta el que parece el superior con una voz suficientemente fuerte para sobreponerse al ruidoso algarabío del gentío que nos rodea.
—Varón de entre 35 y 40 años; disparo en el pecho —dice otro que lleva un bigote bastante ridículo.
—43 para ser exactos —comenta el tercero con un móvil en la mano. El más joven.
—Ramírez, ¿Qué dices? —pregunta el superior.
—Lo he mirado en la Wikipedia —responde el joven.
—¡Calla y deja el puto móvil! —espeta el bigotudo.
—¡Es Jason Bronson! El actor, ¿No digáis que no lo reconocéis? —suelta eufórico Ramírez.
—¿En serio? —vacila el bigotudo—, un personaje de su calibre viajaría de manera más lujosa. ¿No cree, Arráez?
—No veo la televisión —dice Arráez, el superior.
— Estos tipos suelen ser muy extravagantes, viajaría así por alguna manía absurda.
—¡Callad! —grita el superior—. Dejad la «salsa rosa» y preguntad a los mirones, seguro que alguien ha visto algo.
—Hay demasiados... —farfulla Ramírez mirándome.
—¡Yo lo he visto! —exclama una voz salida de entre el gentío.
—¿Quién...? —pregunta Arráez—, ¡traédmelo!
Los dos policías se internan entre la multitud y aparecen con un hombre calvo y mal vestido. Al parecer es el que ha visto la escena.
—Era un hombre alto y pelo blanco platino —dice nervioso antes de que nadie pregunte—, parecía extranjero, un turista o algo así, se ha acercado y, sin más, le ha pegado un tiro. Después ha salido corriendo, no sé hacia dónde...
—Un fanático... —murmura el bigotudo.
—¿Qué hacía usted aquí? —pregunta Arráez.
—Coger un tren, pero la terminal parece bloqueada.
—Y más que lo estará...
—Ramírez, calla y llévate a comisaría a este señor. ¡Quiero un informe escrito!
—No puedo, debo coger un tren.
—Cuando la prensa se entere, esta terminal va a quedar colapsada, así que tampoco podrá ir a ningún lado —suelta el joven risueño.
—Ramírez, joder, lárgate.
—Tiene razón, jefe —comenta el bigotudo—, este tío es muy famoso.
—No os creo...
—¡Mire y crea! —Ramírez le acera el móvil con su imagen.
Al verla, el semblante del superior enrojece.
—Mierda..., esto es gordo.
—¿Lo qué? ¿Por qué va a clausurarse una estación? —dice el hombre que sigue al lado de Ramírez.
—La víctima, ¿no la reconoce?
—No. ¿Lo han registrado? —suelta el hombre dubitativo.
Al oírlo, los tres policías se miran y se lanzan nerviosos a ello, al parecer eso era lo primero que deberían haber hecho.
Encuentran el pasaje y una cartera con la documentación.
—«Antonio del Pino...» —lee el bigotudo.
—Con que famoso, ¿eh? —dice Arráez con escarnio.
—Es un seudónimo, señor, para no llamar la atención —contesta Ramírez.
—¡Ya!
—Es verdad —complementa el bigotudo acercándoseme demasiado—, esta gente suele usar nombres falsos.
—Bueno, ¡da igual quién sea! Llamad al forense, desalojemos la zona y busquemos al sospechoso. Tenemos una descripción bastante clara de ese fanático.
Todos obedecen.
Al rato, el andén se llena de gente extraña que no deja de rondar por mi lado y por el resto de la terminal.
Al anochecer se llevan mi cuerpo dejando lo que al parecer ha quedado de mí, como si me hubiera transformado en una especie de fantasma a la espera de que algo pase...
...Pero nada ocurre. Ni siquiera una luz que al fondo de un túnel quiera guiarme...
...Algo malo habré hecho. Aunque tampoco se ha abierto el suelo aguardando azufre y llamas...
...Será que no estoy muerto, pero es evidente que vivo tampoco...
...Puede ser que hasta que no se identifica al cadáver uno no llega a morir del todo, aunque eso no tiene sentido...
...A lo mejor las personas que tenemos una doble vida también tenemos una doble muerte...
...No sé, pero esa última teoría me gusta más. Con ella presiento que el día se va arreglando...
...Aun así, ¿qué hago ahora? ¿Vagar sin rumbo o probar de asustar a alguien...?
¡Me declinaré por la segunda...!, quizá me guste...




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Libros de viajes



LIBROS DE VIAJES







Un día oí a alguien decir «el pasado no es más que el prólogo del futuro».

A priori esa afirmación me pareció típica de tacita de regalo, pero la idea poética de una vida transformada en un libro de recuerdos dispuestos en dos grandes partes y con el presente haciendo las veces marcapáginas me dio mucho qué pensar; y es que, de ser así, ¿cómo empezaría la historia de mi libro?

La primera cosa que recuerdo haber hecho es viajar con mis padres en su coche. Fue durante una de esas andanzas que solíamos hacer por aquellos años. No sé si esto le pasará a mucha gente, no me refiero a lo de viajar, sino lo de poder catalogar, de entre toda la maraña de vestigios que componen cada una de esas primeras vivencias, el primer recuerdo, pero yo, por alguna extraña o divina razón que nunca he alcanzado a entender, sé que mi consciencia partió de ese momento.

Fue una época maravillosa y una de las impresiones más valiosas que atesoro en mi memoria, y es que viajar con mis padres, en aquel coche viejo de marca desconocida, me encantaba. De hecho, creo que fue por eso por lo que aquella vivencia se quedó arraigada dentro de mi subconsciente como una pequeña parte de mí mismo.


En aquel entonces no existían tantas normas que regían el comportamiento vial en los asientos traseros. Los cinturones de seguridad estaban solo en la parte delantera y si algunos modelos nuevos empezaron a incorporarlos no había obligación de llevarlos abrochados. Tampoco era necesario cumplir algunas condiciones físicas para dejar de usar sillas infantiles especiales, yo ni siquiera recuerdo haber usado ninguna, y menos mal, la tiranía de su amarre hubiera cambiando totalmente mi concepción de aquellos dorados recuerdos.

En esa primera vivencia me encontraba en un periodo que años después denominé «como Pedro por su casa»; es decir, todo el espacio trasero del coche era mío y me sentaba en la parte que más me conviniera. Los laterales los usaba para cuando quería ver el paisaje. Pasaba largo rato asomado a las ventanillas contemplando lo que estas permitían que viera. Lo que más me maravillaba de esas vistas era la carretera misma junto con su gran conglomerado de señales de tránsito. Durante prolongados periodos del lance me divertía enumerando cada una de esos objetos, incluso me inventé un juego, el cual poco después se convirtió en una competición, donde constataba cuál era mayor si el número de señales de tráfico o el de direccionales. Al poco este juego derivó en campeonatos entre las diversas marcas viales contra torres eléctricas y postes telefónicos que iban brotando del camino.

Sin embargo, a pesar de lo divertido que me pareciera este juego, no era suficiente, y cuando no estaba inmerso en todos esos desvaríos infantiles, me sentaba en el centro del sillón trasero, apoyaba los brazos en el respaldo de los delanteros, metía la cabeza entre ellos y me ponía a escuchar y conversar con mis padres. Siendo sincero, la calidez que esos recuerdos me producen hoy en día es por el momento paterno filial que ahondaba en esos instantes.

Mis progenitores era unas personas como otras, aunque para mí eran las más sabias del mundo. Durante el viaje siempre surgían conversaciones aleccionadoras. Daba igual qué tema tratásemos, tenían la respuesta que más se ajustaba al momento:

—Papá, ¿falta mucho? —pregunté aquel día. Aunque parezca una pregunta típica era la primera vez que la hacía; si la hice antes, como he dicho, no lo recuerdo, de hecho, son las primeras palabras que tengo impresas en mi memoria.
—¿Mucho para qué? —dijo mi padre.
—Para llegar —repuse.
—Eso es relativo, hijo —contestó mientras, a su lado, mi madre sonreía ante tal afirmación.
—¿Re-la-ti-vo?
—Sí, relativo, ¿nunca has oído esa palabra? —preguntó mientras me miraba negando por el espejo retrovisor interior.
—Significa que, depende con qué se compare, puede faltar menos o más —contestó conciliadora mi madre.
—Sí, claro..., eso ya lo sé —bufé. En realidad no lo sabía, pero no quería admitirlo—, pero es que cuanto más lejos vayamos más costará regresar... —dije titubeando mientras mi padre seguía contemplando divertido mi reflejo en el retrovisor.
—Este viaje no es exactamente uno de ida y vuelta.
—Pero entonces..., —callé ante mi incapacidad de seguir sus razonamiento, y es que siempre empezaba sus lecciones de ese modo, marcándome un camino que no me sentía capaz de tomar.
—A ver, hijo, para que entiendas —soltó de pronto mi padre—, en realidad da igual lo que quede; lo que importa es que quede.

Ese fue, también, el momento en que descubrí cómo solía zanjar sus enseñanzas. Nunca me daba la solución de una manera plausible, simplemente volvía a abrir ante mí otro escamoso sendero por el cual debía introducirme, en ese caso, sin su ayuda.


En aquella época viajábamos mucho. Estábamos tanto tiempo desplazándonos de un lado a otro que tengo la sensación como si todos esos los viajes formaran parte de uno solo. No es de extrañar que mi primer recuerdo fuera dentro de aquel coche, de hecho lo llegué a avizorar de tal modo que hoy en día podría reproducir mentalmente su interior de una manera perfecta, o por lo menos la parte trasera: con esos asientos de tela medio gastada o esas puertas de plástico viejo con su manija de metal y la maltrecha manivela que subía y bajaba unas ventanas que siempre se atascaban en algún momento de su recorrido... Sin embargo, por muy antiguo que ahora me pudiera parecer, y por muy aparatosa que ahora asemeje la vida dentro de ese habitáculo en comparación con la tecnología automovilística actual, yo era feliz.


Cada día pasaba algo emocionante, pero llegó el momento en que la soberanía que ejercía sobre la parte trasera del automóvil se vio truncada por la llegada de mi hermanita pequeña. Por el mismo motivo que todo lo acontecido, el primer recuerdo que tengo de ella también fue dentro de ese coche.

Estaría mintiendo si dijera que acepté con gusto compartir mis dominios con ella. No obstante, salvado los primeros conflictos y algunos sucesivos que nunca dejaron de reaparecer, como buenos hermanos que somos, al final aprendimos ha compartir aquel reino de la manera más justa. Además, me gustaba ejercer de hermano mayor e inculcar algunas de las ventajas que mi pequeña experiencia otorgaba sobre ella.

—Escucha —dije un día—, queda lo que tenga que quedar, que es mejor que quede, porque cuando ya no quede significará que ya se estará acabando y...
—Josh —me dijo de pronto mi madre—, ¿qué rollo estás soltando? —preguntó al oír cómo intentaba aleccionar a mi hermana.
—Estoy explicando a Levi cuánto queda —respondí.
—Pero yo no te he preguntado nada de eso —farfulló a mi lado mi hermanita. La verdad es que, para tener cuatro años menos que yo, era bastante «parlanchina».
—¿No? ¡Dejaré de saber qué me has preguntado!
—¡Mentira! Yo no te he preguntado nada de eso de cuánto tiene que quedar.
—¡Yo soy el mayor y siempre sabré más que tú!
—¡Mentiroso! —gritó asomando un sollozo con la intención de que se metieran definitivamente mis padres y la socorrieran.
—A ver, chicos, calma —intervino mi madre siempre tan conciliadora —. ¿Qué ocurre?
—Me toca sentarme en medio —dijo mi hermana rápidamente y anticipándose a lo que yo pudiera decir—, y Josh ha empezado a decirme que no importa a quién le toque porque todo es «relatado».
—¡Relativo! —grité con soberbia —, dije relativo, ¿veees?, ¿ves como yo si sé lo que dices y tú no?
—¡Eres un estúpido! ¡Mamá! ¡Papá!, ¡se está aprovechando, otra vez, de que es más mayor!
Mi madre miró risueña a mi padre. Este, después de observarnos por el retrovisor, le devolvió la mirada con dulzura.
—Venga, no riñáis por esas cosas —dijo finalmente.
—A ver, ¿qué os tenemos dicho? —contrarrestó mi madre.
—Para hablar, primero hay escuchar, pero escuchar de verdad —de nuevo mi padre.
Nosotros nos miramos con cierta belicosidad. Yo quise decir algo pero mi padre, exigió que primero fuera mi hermana la que planteara su versión.
—Yo quería sentarme en medio —dijo ella eufórica—, ¡me toca a mí!, él lleva mucho rato.
—¡Eso no es cierto! ¡La que llevas mucho rato eras tú! —interrumpí con rabia.
—¡Josh! —advirtió mi madre—, deja hablar a Levi.
Mi hermana me miró con cierta autosuficiencia y continuó:
—Vale, vale..., reconozco que yo llevaba un largo rato en el medio, pero..., ¡él ha estado todo el tiempo antes de que yo naciera! ¡No es justo que ahora tengamos que hacer turnos iguales!, en «porcentación» me debería tocar más a mí...
—En proporción —corrigió riendo mi padre.
—Bueno..., ¡eso! Entonces Josh ha empezado a decir cosas para querer hacerme creer que no era cierto y que daba igual el tiempo que él ha estado solo, porque lo que importa es que aún quede de ese tiempo, o algo así, y...
—Vale, Ley, vale. Ya nos ha quedado claro —cortó mi madre—. ¿Es eso cierto, Josh?
Yo estaba bastante fastidiado. Tiempo atrás había sido el único el rey de mi castillo, ¿por qué debía compartir algo que era mío? Levi era la que debería ceñirse a mis normas como hermano mayor que era.
Evidentemente no le dije eso a mis padres, simplemente intenté imitarlos en sus ya conocidas locuciones.
—Es que Levi es pequeña y no entiende, ¡aunque creo que no quiere!, pero lo que yo quería decir es que no importa el tiempo, lo que importa es... es decir, mientras dure el trayecto..., ¡ya sabéis! —hablaba rápido y sin sentido—. ¡Papá...! ¿Qué era eso que me dijiste de este viaje? La ida no importa, y la vuelta tampoco importa, ¿no? —me callé, me había hecho un lio yo solo y no sabía cómo continuar.
Mis padres intentaron rebajar la tensión y se rieron, aunque sin ánimo de burla, pero mi hermana, al verlos hacerlo, junto con mi cara de indecisión, sí que lo hizo con saña. Eso propició uno de nuestros típicos rifirrafes de manotazos y arañazos, cosa que nuestros padres no tardaron en cortar, esperaron a que nuestros encendidos ánimos amainan e intentaron acabar con la disputa.
—A ver, Josh —dijo mi padre—, creo que te has confundido. Explícanos eso de la ida y la vuelta.
—Es eso que me dijiste..., que durante el viaje, la ida no importa, y la vuelta tampoco...
—No recuerdo haberte dicho eso —advirtió.
—¡Si! Yo te pregunté una vez por qué estábamos siempre de viaje, que cuánto quedaba y tu me dijiste eso...
—Sí, hijo —respondió mi madre—, pero lo que tu padre dijo es que en este viaje no hay ni ida ni vuelta.
—Por eso es tan especial —contrarrestó mi padre.
—Y por eso lo único que importa es que mientras estemos juntos, da igual cómo o qué viaje se haga —dijo mi madre.

Así terminó nuestra primera disputa. Mi hermana y yo nos miramos y nos sonreímos con complicidad. No era momento de disputas, sino de festejar un nuevo y momentáneo estado de paz.


El tiempo fue pasando al mismo ritmo que el trayecto tomado, aunque dentro de la armonía que ese coche otorgaba lo hacía apacible, pero de una manera rápida, sosegada, pero impávidamente sin pausa. Mi hermana y yo fuimos creciendo y con ello los problemas. Sin embargo, ese lugar ponía las cosas en su sitio, y no solo eso, nos proporcionó una doctrina y una capacidad asombrosa para afrontar cualquier imprevisto incluso sin el amparo y amarre de la objetividad de unos padres que se desvivieron por hacerla nuestra. Hoy en día la tengo tan calada y afianzada que soy casi tan experto en ella como lo fueron en su día mis progenitores. Y no solo la pongo en práctica o la comparto; también intento rebatirla y ampliarla.

—Papá, ya sé cuánto queda.
—¿En serio?
—Sí. Aún recuerdo cuándo te lo pregunté y me dijiste que eso es relativo, pero ahora ya lo he entendido.
—A ver, dime.
—«Todo es relativo», eso quiere decir que no es lo mismo, que cualquier cosa puede ser diferente e igual al mismo tiempo, un viaje corto puede ser idéntico a otro mucho más largo.
—Ajá...
—Pero lo que marca la largura de ese viaje son las ganas de hacerlo.
—¿Las ganas?
—No las ganas, las... cosas importantes que quieres hacer en él... Si no quieres hacerlas no son importantes, pero si sí quieres es porque lo son, entonces...
—Lo estás haciendo muy complicado, ¿no te parece?
—Sí... ¡Empiezo! Da igual lo que quede; lo que importa es que quede.
—Bueno, más o menos —digo mirando a mi hijo por el espejo retrovisor mientras, con orgullo, sonrío de reojo a mi mujer que, en el asiento del copiloto, escucha con las manitas apoyadas en su barriga de ocho meses de embarazo de nuestro segundo hijo.

Después de esas palabras permanecemos en silencio y nos sumergimos en una densa y agradable paz. Una calma tal que me trae todo lo vivido, deteniéndose en la imagen de mis padres y aquel larguísimo viaje, el cual, al igual que mi hermana poco después que yo, me emancipé para tomar otro.

Algunas veces, durante algún tramo de esta nueva andanza que llevo junto a mi mujer e hijo, volvemos a cruzarnos por esta larga carretera con ellos o con mi hermana y su familia. Es muy agradable poder compartir con mis seres queridos parte de esta nueva aventura. Aventura que es solo otra pequeña porción de la gran travesía que llevo realizando durante toda una vida a través de este viaje que no es ni de ida ni de vuelta, sino simplemente, el prólogo que anticipa el resto de este maravilloso libro aún por escribir que es nuestra vida.