Pain

 



—Estoy cansado. Muy cansado. Creo que nunca antes lo había estado tanto. En algún momento de mi aletargada existencia he pasado momentos de abatimiento extremo, pero es que lo que siento ahora es algo más que cansancio; es una aleación de desplome y derrumbe físico mezclado con agotamiento y rociado de extenuación... Un cóctel que tarde o temprano acabará con mi vida.
    »Una vez leí que es imposible llegar al estado de cansancio total, ese en el que el cuerpo dice basta, se desvincula de la conciencia y empieza a vagar solo con la esperanza de que una trastabilla le ayude a caer y desvanecerse en el propio abismo de su abstracción corporal. No sé si habré llegado a ese estado, pero el otro día, sin ir más lejos, me vi en una situación que tacharía como tal. Fue en mi casa, en uno de esos momentos donde mi cabeza divagaba alejada de mis pasos y sujeta por un fino hilo de cordura. Estaba haciendo la típica ruta que hago últimamente cuando el dolor de mi sesera nubla todo mi entendimiento: ir y venir por el amplio pasillo que une el salón con cocina. Últimamente lo hago más de lo normal. Ese vaivén me ayuda en algo, no sé en qué, pero es de agradecer.
    »De pronto, en uno de esos bamboleos, me topé con una persona que salía de una puerta lateral del pasillo. A priori no lo conocí, pero él sí a mí, o por lo menos me llamó por mi nombre, agarró del hombro con una naturalidad amistosa y me llevó adentro de la habitación de la que acababa de salir. Al entrar, aparecimos en un cuarto que nunca antes había visto, y eso que supuestamente seguíamos en mi casa. Era amplio. Tenía una lámpara de araña que arrojaba tenues haces de una luz casi opaca. En el centro había una gran mesa. Mi supuesto amigo me animó a que me sentara mientras él preparaba unos cócteles en un lujoso minibar adosado en una esquina. Luego se sentó frente a mí, me dio el bebistrajo que él mismo había preparado y, encomiándome a que levantara la copa, brindamos por los viejos tiempos. En ese momento lo reconocí. Era Pain, pronunciado como pino en inglés: mi amigo de la infancia.
    »Aunque me puse muy contento de volverle a ver, algo no cuadraba en todo esto. ¿Qué hacía en mi hogar? ¿Cómo había aparecido después de tantos años? Y lo más importante, ¿seguía yo en mi casa? Sin embargo, por muy extraño que pareciera todo, no pude esclarecer nada de lo que pasaba. Y no porque Pain siguiera siendo esa persona persuasiva y con carisma que se apoderaba de las situaciones por inverosímiles que fueran; es que, de pronto, la puerta de esa habitación se abrió y entró mi mujer.
    »Solo me había bebido media copa, pero no recuerdo haber estado nunca tan eufórico. Me levanté y fui hacia ella para agarrarla y presentarle a mi amigo.
    »—Mariah —dije ya cogido de su mano y girándome hacia la estancia—, te presento a...
    »No pude seguir. La habitación en cuestión se había convertido en el cuartucho oscuro de dos metros cuadrados donde solemos guardar el material de limpieza. Ni rastro de esa lámpara, mesa, minibar, cubatas y amigo medio olvidado. No entendía nada.
    »Mariah me agarró fuerte y me saco al pasillo.
    »—¿Está bien? ¿Qué hacías a oscuras en el trastero? —dijo.
    »No supe qué decir. Hacía unos segundos estaba con Pain, era tan real como mi propio aliento, pero ahora yacía solo como un loco enajenado en un cuartucho a oscuras. Sin embargo, no quise asustarla; reí, la miré y le dije que había entrado a coger la escoba, que la puerta se había cerrado y, a oscuras, no daba con nada, ni con la llave de luz ni con la de la puerta. No hizo cara de salir convencida. Pero le dije que estaba cansado, muy cansado, más de lo que había estado en mi vida, y que me costaba coordinar. Eso ayudó a que se relajara. Se giró y se internó en el salón. Yo me quedé unos segundos viéndola partir. Los mismos que me devolvieron a la realidad de la locura que acababa de experimentar. Necesitaba descansar, pensé. Quizá debiera llamar al trabajo y pedir unos días, luego ir a la farmacia, comprar unas pastillas potentes y echarme en la cama hasta que el cuerpo decidiera estar listo.
    »Eso me pareció una gran idea. Se lo dije a mi mujer y le pareció bien, pero con una condición: ella era la que iría a comprar los calmantes.
    »—¿Por qué? —pregunté.
    »—Creo que así es mejor —dijo, y es que aún seguía mosca por lo que me había pasado. La verdad es que no la culpo. La imagen mía adentro del cuartucho debería ser de «aupa».
    »Se fue de inmediato mientras yo hacía la llamada. En mi trabajo no pusieron ninguna pega; según dijo mi supervisor, era lo mejor que podía hacer pues hacía tiempo que me veían un poco ido y, si la causa era el cansancio, mejor descansar y reponerse. Esa cuestión me alertó un poco. Hasta el altercado con mi mujer, creía que mi semblante estaba bien arraigado a la pasividad típica del día día sin ningún aspecto que hiciera aflorar la batalla interna con mi cansancio. Pero después de esa llamada empecé a pensar que mi realidad pudiera estar más dañada de lo que pensaba. Incluso podría ser que el altercado con Pain solo había sido la punta de un iceberg solo escondido para mi raciocinio. «Pain», pensé. ¿Por qué él? ¿Qué tenía de especial nuestra amistad? Éramos buenos amigos, de eso no hay duda, pero, aunque ese carisma que tenía hiciera reflejar en sus acompañantes parte de su grandeza, desde que perdimos el contacto me había olvidado completamente de él. Es más, lo sentía como si hubiera dejado de existir.
    »No supe por qué, pero, al quedar embelesado por el recuerdo vívido de la situación que hacía unos minutos había experimentado con mi amigo, sentí la necesidad de volver a verlo. De terminar la copa aunque fuera. Era una gran persona, un gran amigo, o esa sensación estaba aflorando en mi psique. Además ¿y si en realidad mi actual existencia fuera la alucinación y el altercado con Pain la vida real? ¿Por qué la realidad se debe cimentar sobre una conducta afable y rutinaria en vez de con otra más alocada? Es más, ¿por qué no convivir con varias realidades? No me lo pensé, me levanté como un resorte, me dirigí hacia el pasillo y adentré al supuesto trastero.
    »En el interior no había ningún cuartucho pequeño y oscuro, sino una gran sala con una lámpara, aunque no tan lujosa como la que acaba de dejar, y una mesa en el centro. A una equina un mueble bar, o algo parecido, lucía con un puñado de botellas medio llenas. Todas de marcas vulgares, al igual que el resto de la estancia, la cual no era la misma que recordaba. Pero eso no era lo peor: lo peor era que estaba solo. Ni rastro de Pain. Di un par de vueltas a la mesa en una absurda rutina por buscar eso que no existe. ¿Dónde se había metido?, pensé. Quizá algo había hecho mal. Quizá era él el que debería buscarme y no al revés. Me dirigí a la puerta para salir al pasillo con la intención de volver a hacer las mismas acciones que había hecho cuando se me hubo aparecido, como si de un ritual se tratara. Pero cuando estaba a punto de coger el pomo de la puerta, esta se abrió dejando paso a mi mujer. Tenía los ojos muy abiertos y tez algo blanca.
    »—Ufff, menos mal que te encuentro —dijo—, ¿qué haces en el comedor?
    »—¿Comedor? —dije dándome la vuelta para cerciorarme de dónde estaba. Y es que mi mujer tenía razón, me había equivocado de cuarto. La puerta del comedor está justo unos metros antes de la del trastero. En mi euforia por llegar tan aprisa me había adentrado en ella pensando que era la otra.
    »—Nada —reí—, estirar las piernas. El pasillo me tiene harto.
    »Ella me miró con una cara aún más sería que antes. Pero no dijo nada, solo me señaló que ya tenía las pastillas. El farmacéutico le había dicho que debía tomarme un par después de cenar y a dormir.
    »—Ve al salón mientras preparo la cena y no te muevas —dijo después.
    »Yo le hice caso, pero solo para que no se asustara. Enfilé hacia el salón mientas ella se quedaba viendo cómo lo hacía. Una vez me hube sentado la oí dirigirse hacia la cocina y encender el extractor.
    »Quizá mi mujer tuviera razón, pensé, y eso iba a hacer; descansar, lo necesitaba. Pero antes también necesitaba ver por última vez a Pain y terminarme la copa o simplemente despedirme. Sabía que si no lo hacía ese pensamiento me perseguiría y no me dejaría dormir por muchas pastillas que tomara de postre. Así que me levanté. Lo hice con sigilo. Me asomé al pasillo y observé con horror que mi mujer había dejado la puerta de la cocina abierta adrede para tenerme de algún modo controlado. Me quedé en el umbral del pasillo vislumbrando mi sino: la segunda puerta de la derecha. Allí debía dirigirme, pero no sabía cómo hacerlo sin llamar la atención de Mariah. «¿Arrastrándome?», pensé. Era algo temerario, cómico, pero tremendamente arriesgado si ella me encontraba tirado en el suelo; además, ya tenía una edad para ir de ese modo sin lastimar las juntas de mis extremidades. No. Me desplazaría poco a poco, como en el juego del pollito inglés. Iría con paso seguro pero lento y silencioso y si ella me pillaba diría que me dirigía al baño; su puerta está justo en frente de la del trastero.
    »Era una idea maravillosa. Me adentré eufórico en el pasillo, con cuidado y vista al frente. El avance era lento, algo errático, pero firme y decidido. A cada paso me sentía más vivo, más cerca de mi objetivo. Al poco ya estaba casi encima de la puerta y nada hacía presagiar que mi sino no fuera el que tenía pensado. Me posicioné delante del trastero, tragué saliva y cuando iba a entrar, oí cómo la puerta del baño, la que estaba enfrente de la del trastero y que ahora tenía a mis espaldas, se abría. Probablemente mi mujer se había adentrado antes de empezar mi andanza por el pasillo. Me había pillado bloqueando mi única vía de escape.
    »Me giré como un niño al que le han pillado haciendo la enésima trastada, pero no vi nada. Solo la puerta del baño abriéndose sola, como movida por una misteriosa corriente de aire.
    »—Aquí —oí entonces a mi izquierda. Era Pain asomando por la puerta del salón al fondo del pasillo. Me dio tal sorpresa que di un salto con respingo y grito incluido, lo que alertó a mi mujer que también asomó por la puerta de la cocina en el otro extremo.
    »Los dos empezaron a llamarme y en esa situación me quedé sin saber adónde ir. A un lado Pain, mi amigo de la infancia, con su perfecta y luminosa sonrisa, traje caro y ajustado y engominado hasta las cejas, sosteniendo dos copas y ofreciéndome una. Al otro lado Mariah, mi mujer, tratando de llamar mi atención con cara grabe y ojeras bien pronunciadas, producto de algún aparatoso quehacer que sospecho algo conmigo tenía que ver. Yo permanecía inmóvil sin saber qué hacer. Deseaba irme con Pain y recordar viejos tiempos, pero temía por el estado anímico de Mariah que parecía a punto de sucumbir a mis demencias. No obstante, ¿cuáles eran dichas demencias?, comencé a pensar. ¿Qué era real y qué no? ¿De verdad importaba eso? Después de todo, ¿cabía la posibilidad de que ninguna o ambas situaciones fueran ficticias? ¿Valía la pena alarmarse por todo eso?
    »Mientras yo permanecía quieto pensando en todas esas cosas, los dos fueron acercándose hacia mi y lanzándome loables palabras para que me fuera con ellos. Su desplazamiento era de una manera simultánea, como si uno fuera la imagen espejada de otro. Incluso el espacio a sus espaldas se iba desplazando con ellos, como comprimiéndose al mismo paso que su avance. De pronto, sus palabras empezaron a perder sentido; se transformaron en una maraña de ruidos sin ningún tipo de coherencia. El aire comenzó a comprimirse proporcionándome una sensación de asfixia. La cosa se estaba tornando un poco macabra, sobre todo cuando ya se posicionaron a mi lado y me agarraron cada uno por un brazos y empezaron a estirar.
    »Me vi en medio de algo que no sabía cómo afrontar y que se alió con mi cansancio haciendo que rebrotara ese aletargamiento que me llevó al borde del desmallo. Pero entonces...

—¡Señor del Pino! —de pronto, mi terapeuta y psicólogo, el afamado Doctor Rodríguez, corta con un grito mi historia. Me quedo mirándolo exhausto, estaba tan metido en mis palabras, y la tumbona donde me hallo recostado es tan cómoda, que me había olvidado de dónde me encuentro—, todo esto que me cuenta es muy interesante —continúa mi amable y experimentado loquero—, pero nuestra hora está llegando a su fin. Creo que tendremos que dejarlo por hoy y continuar la semana que viene.
    —Pero Doctor... —protesto, y es que por nada del mundo me apetece dejar esta consulta e irme sin terminar mi relato.
    —No hay peros, señor del Pino, y entiendo perfectamente sus quejas, pero no es solo por mi apretada agenda —mira a unos papeles que tiene encima de su enorme escritorio donde está sentado—, sino porque mi experiencia me ha enseñado que hay cosas que deben reposar.
    —¿Cosas? —pregunto sin entender a qué se refiere.
    —Su historia, por ejemplo —dice agrupando todos las hojas en una y golpeándolas contra el escritorio—. Llevamos meses tratando sus dolencias y hoy hemos empezado a ver algunos avances, pero en estos casos no debemos catalizar los acontecimientos. Así que le pido que se vaya a casa y piense en todo lo que me ha dicho.
    —¿En qué hemos avanzado? Además, no quiero irme a casa. —Y eso es verdad, allí solo me esperan Mariah y Pain; ni quiero ni puedo volver a enfrentarme a ellos.
    Él frunce el ceño, levanta la vista, da un suspiro y me vuelve a mirar.
    —Señor del Pino, ya lo hemos hablado muchas veces. Padece de una eremofobia un tanto especial; no es solo por el miedo a la soledad, sino la incapacidad de relacionarse con la gente. Por eso se inventó la existencia de un amigo imaginario para poder combatir tal dolencia.
    Al oír esas últimas palabras me incorporo de la supuesta tumbona donde estoy acomodado.
    —¿Qué amigo imaginario? —digo con cierto enojo—. Eso son bobadas, Pain es muy real, amigo de toda la vida.
    —¿En serio? —contesta negando con la cabeza—. Dígame cuándo lo conoció.
    —Pues, fue a los... ¡no sé a qué cuándo!, en la niñez no se tienen en cuenta esas cosas.
    —Muy cierto, entonces dígame qué es lo primero que recuerda de él, su primera aventurilla infantil.
    Yo miro hacia arriba tratando de recordar mi añorada niñez. La verdad que es algo que cuesta de concretar, aunque se crea lo contrario.
    —Mi primera aventurilla... —titubeo—, a ver... recuerdo... recuerdo reunirme con él en torno a una mesa y jugar.
    —¿A qué jugaron? —su expresión vuelve a ser la típica de un psicólogo. Aprieta las yemas de los dedos y se pone las manos en la boca.
    —Pues... no era exactamente un juego, era más bien algo un poco gamberrete...
    —¿Gamberrete?
    —Sí... juegos de mayores, es decir, él traía bebidas alcohólicas y las bebíamos.
    —¿Y lo hacíais en torno a una mesa...? —retira las manos de su cara y empieza a buscar entre sus documentos.
    —Correcto.
    —¿Bajo una lámpara de araña?
    —¡Sí!
    —Déjeme adivinar... —en ese momento deja todo lo que ha estado haciendo y me mira con una extraña, luminosa y familiar sonrisa—, el tal Pain sacaba las botellas de un minibar escondido en una esquina.
    Me quedo de piedra. «¿Cómo sabe este mequetrefe esas cosas?».
    —¿No se da cuenta? —dice recostándose en su asiento con cara de autocomplacencia—. Esa es la escena que me acaba de describir, cuando Pain se le apareció en el trastero convertido en su comedor. Ese es el primer y único recuerdo que tiene de él —su sonrisa brilla aún más, como un badajo de perlas—. ¿No me cree? Fíjese en su nombre, «Pain», o como usted mismo dice, pino en inglés. ¿Lo entiende ahora, señor del Pino? Pain es usted mismo, un «súper yo» que se ha inventado —se levanta mientras continúa hablando. Lleva un traje muy ceñido y nuevo, demasiado para una persona que tiene que pasarse el día sentado y escuchando a dementes—, en psicología eso se conoce como «La supremacía del ego» —continúa—, la persona tiende a crear un sujeto ulterior de sí mismo con el que se encuentra a gusto y le ayuda a aflorar en su soledad.
    Dicho esto se detiene ante un pequeño armario que ha brotado de repente en una esquina de la consulta, o por lo menos yo no lo había visto aún. Lo abre y saca dos vasos de vidrio bien grandes junto con una botella de scotch que parece muy cara.
    —La cuestión, señor del Pino —continúa mientras llena las copas—, es la negativa a la que su cabeza ha llevado a su raciocinio. Tiene que superar sus miedos, pero no puede y por ello se ha inventado un amigo imaginario, un compañero de copas; una artimaña bastante típica si me permite la broma... —sonríe—. Sin embargo, la irrupción de su supuesta mujer es algo fascinante...
    —¿Cómo? —me pongo tenso, no me está gustando su tono condescendiente—. ¿Qué pasa con Mariah?
    Él levanta la vista de lo que está haciendo. Su apariencia es cada vez más luminosa y juguetona. Tiene el pelo tan engominado que deslumbra.
    —Señor del Pino... Usted no está casado. Vive solo y no quiere salir de casa porque tiene miedo a relacionarse con la gente, pero al mismo tiempo también tiene miedo a estar solo; una dolencia un poco perversa y paradójica —se acerca con su sonrisa y me da uno de los grandes vasos mientras él le da un trago al suyo animándome a que haga lo propio.
    El whisky es de lo mejor que he probado en mi vida. Está frío y entra con su típica aspereza dejando a su paso un regusto agradable. Él se vuelve a sentar en el escritorio, el cual es tan grande que parece una mesa de comedor. La lámpara de araña que corona el gran estudio lanza unos rayos de luz apaciguantes.
    —El hecho en sí es interesante —continúa—, su subconsciente ha percibido la existencia de su amigo ficticio como algo tóxico, una relación que le llevará a peor, por eso ha introducido a su supuesta mujer, esa tal Mariah, para contrarrestar su influencia. La verdad es que es un ardid bastante macabro por parte de su psique. Un matrimonio para terminar con la perversidad de una vida ebria junto con su amigote —comienza a reír bien alto—, ¡esto es lo más extraño que he experimentado!
    La carcajada vuelve a cortar su perorata mientras coge de nuevo la botella de scotch y rellena las copas. Yo miro mi vaso sin entender. La sesión había acabado, o eso me estaba diciendo cuando me ha cortado la historia, pero este mequetrefe ha empezado a hablar y a beber con total naturalidad como si... Además, nada de lo que me dice tiene sentido...
    —Doctor Rodríguez —digo entonces—, ¿qué está ocurriendo aquí?
    —Señor del Pino, no hay nada que tenga que entender, solo déjese llevar. Beba y disfrute de la vida sin que su maltrecho raciocinio le gaste más malas pasadas. Además, cuanto más ebrio esté menos posibilidades tendrá su mujer volver a aparecer por este recoveco de su mente; aquí debemos estar solos usted y yo.
    —¿Solos? ¿Aquí? Pero, Doctor Rodríguez...
    —Por favor —él me corta con un ademán y una sonrisa que ya he visto hace escasos minutos, justo en el lujoso comedor de mi supuesta casa donde casualmente estamos sentados y bebiendo—, nada de Doctor Rodríguez, simplemente llámeme Pain.



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