LIBROS DE VIAJES
Un
día oí a alguien decir «el pasado no es más que el prólogo
del futuro».
A
priori esa afirmación me pareció típica de tacita de regalo, pero
la idea poética de una vida transformada en un libro de recuerdos
dispuestos en dos grandes partes y con el presente haciendo las veces
marcapáginas me dio mucho qué pensar; y es que, de ser así, ¿cómo
empezaría la historia de mi libro?
La primera cosa que recuerdo haber hecho es viajar con mis padres en
su coche. Fue durante una de esas andanzas que solíamos hacer por
aquellos años. No sé si esto le pasará a mucha gente, no me
refiero a lo de viajar, sino lo de poder catalogar, de entre toda la
maraña de vestigios que componen cada una de esas primeras
vivencias, el primer recuerdo, pero yo, por alguna extraña o divina
razón que nunca he alcanzado a entender, sé que mi consciencia
partió de ese momento.
Fue
una época maravillosa y una de las impresiones más valiosas que
atesoro en mi memoria, y es que viajar con mis padres, en aquel coche
viejo de marca desconocida, me encantaba. De hecho, creo que fue por
eso por lo que aquella vivencia se quedó arraigada dentro de mi
subconsciente como una pequeña parte de mí mismo.
En
aquel entonces no existían tantas normas que regían el
comportamiento vial en los asientos traseros. Los cinturones de
seguridad estaban solo en la parte delantera y si algunos modelos
nuevos empezaron a incorporarlos no había obligación de llevarlos
abrochados. Tampoco era necesario cumplir algunas condiciones físicas
para dejar de usar sillas infantiles especiales, yo ni siquiera
recuerdo haber usado ninguna, y menos mal, la tiranía de su amarre
hubiera cambiando totalmente mi concepción de aquellos dorados
recuerdos.
En
esa primera vivencia me encontraba en un periodo que años después
denominé «como Pedro por su casa»; es decir, todo el espacio
trasero del coche era mío y me sentaba en la parte que más me
conviniera. Los laterales los usaba para cuando quería ver el
paisaje. Pasaba largo rato asomado a las ventanillas contemplando lo
que estas permitían que viera. Lo que más me maravillaba de esas
vistas era la carretera misma junto con su gran conglomerado de
señales de tránsito. Durante prolongados periodos del lance me
divertía enumerando cada una de esos objetos, incluso me inventé un
juego, el cual poco después se convirtió en una competición, donde
constataba cuál era mayor si el número de señales de tráfico o el
de direccionales. Al poco este juego derivó en campeonatos entre las
diversas marcas viales contra torres eléctricas y postes
telefónicos que iban brotando del camino.
Sin
embargo, a pesar de lo divertido que me pareciera este juego, no era
suficiente, y cuando no estaba inmerso en todos esos desvaríos
infantiles, me sentaba en el centro del sillón trasero, apoyaba los
brazos en el respaldo de los delanteros, metía la cabeza entre ellos
y me ponía a escuchar y conversar con mis padres. Siendo sincero, la
calidez que esos recuerdos me producen hoy en día es por el momento
paterno filial que ahondaba en esos instantes.
Mis
progenitores era unas personas como otras, aunque para mí eran las
más sabias del mundo. Durante el viaje siempre surgían
conversaciones aleccionadoras. Daba igual qué tema tratásemos,
tenían la respuesta que más se ajustaba al momento:
—Papá,
¿falta mucho? —pregunté aquel día. Aunque parezca una pregunta
típica era la primera vez que la hacía; si la hice antes, como he
dicho, no lo recuerdo, de hecho, son las primeras palabras que tengo
impresas en mi memoria.
—¿Mucho
para qué? —dijo mi padre.
—Para
llegar —repuse.
—Eso
es relativo, hijo —contestó mientras, a su lado, mi madre sonreía
ante tal afirmación.
—¿Re-la-ti-vo?
—Sí,
relativo, ¿nunca has oído esa palabra? —preguntó mientras me
miraba negando por el espejo retrovisor interior.
—Significa
que, depende con qué se compare, puede faltar menos o más —contestó
conciliadora mi madre.
—Sí,
claro..., eso ya lo sé —bufé. En realidad no lo sabía, pero no
quería admitirlo—, pero es que cuanto más lejos vayamos más
costará regresar... —dije titubeando mientras mi padre seguía
contemplando divertido mi reflejo en el retrovisor.
—Este
viaje no es exactamente uno de ida y vuelta.
—Pero
entonces..., —callé ante mi incapacidad de seguir sus
razonamiento, y es que siempre empezaba sus lecciones de ese modo,
marcándome un camino que no me sentía capaz de tomar.
—A
ver, hijo, para que entiendas —soltó de pronto mi padre—, en
realidad da igual lo que quede; lo que importa es que quede.
Ese
fue, también, el momento en que descubrí cómo solía zanjar sus
enseñanzas. Nunca me daba la solución de una manera plausible,
simplemente volvía a abrir ante mí otro escamoso sendero por el
cual debía introducirme, en ese caso, sin su ayuda.
En
aquella época viajábamos mucho. Estábamos tanto tiempo
desplazándonos de un lado a otro que tengo la sensación como si
todos esos los viajes formaran parte de uno solo. No es de extrañar
que mi primer recuerdo fuera dentro de aquel coche, de hecho lo
llegué a avizorar de tal modo que hoy en día podría reproducir
mentalmente su interior de una manera perfecta, o por lo menos la
parte trasera: con esos asientos de tela medio gastada o esas puertas
de plástico viejo con su manija de metal y la maltrecha manivela que
subía y bajaba unas ventanas que siempre se atascaban en algún
momento de su recorrido... Sin embargo, por muy antiguo que ahora me
pudiera parecer, y por muy aparatosa que ahora asemeje la vida dentro
de ese habitáculo en comparación con la tecnología automovilística
actual, yo era feliz.
Cada
día pasaba algo emocionante, pero llegó el momento en que la
soberanía que ejercía sobre la parte trasera del automóvil se vio
truncada por la llegada de mi hermanita pequeña. Por el mismo motivo
que todo lo acontecido, el primer recuerdo que tengo de ella también
fue dentro de ese coche.
Estaría
mintiendo si dijera que acepté con gusto compartir mis dominios con
ella. No obstante, salvado los primeros conflictos y algunos
sucesivos que nunca dejaron de reaparecer, como buenos hermanos que
somos, al final aprendimos ha compartir aquel reino de la manera más
justa. Además, me gustaba ejercer de hermano mayor e inculcar
algunas de las ventajas que mi pequeña experiencia otorgaba sobre
ella.
—Escucha
—dije un día—, queda lo que tenga que quedar, que es mejor que
quede, porque cuando ya no quede significará que ya se estará
acabando y...
—Josh
—me dijo de pronto mi madre—, ¿qué rollo estás soltando?
—preguntó al oír cómo intentaba aleccionar a mi hermana.
—Estoy
explicando a Levi cuánto queda —respondí.
—Pero
yo no te he preguntado nada de eso —farfulló a mi lado mi
hermanita. La verdad es que, para tener cuatro años menos que yo,
era bastante «parlanchina».
—¿No?
¡Dejaré de saber qué me has preguntado!
—¡Mentira!
Yo no te he preguntado nada de eso de cuánto tiene que quedar.
—¡Yo
soy el mayor y siempre sabré más que tú!
—¡Mentiroso!
—gritó asomando un sollozo con la intención de que se metieran
definitivamente mis padres y la socorrieran.
—A
ver, chicos, calma —intervino mi madre siempre tan conciliadora —.
¿Qué ocurre?
—Me
toca sentarme en medio —dijo mi hermana rápidamente y
anticipándose a lo que yo pudiera decir—, y Josh ha empezado a
decirme que no importa a quién le toque porque todo es «relatado».
—¡Relativo!
—grité con soberbia —, dije relativo, ¿veees?, ¿ves como yo si
sé lo que dices y tú no?
—¡Eres
un estúpido! ¡Mamá! ¡Papá!, ¡se está aprovechando, otra vez,
de que es más mayor!
Mi
madre miró risueña a mi padre. Este, después de observarnos por el
retrovisor, le devolvió la mirada con dulzura.
—Venga,
no riñáis por esas cosas —dijo finalmente.
—A
ver, ¿qué os tenemos dicho? —contrarrestó mi madre.
—Para
hablar, primero hay escuchar, pero escuchar de verdad —de nuevo mi
padre.
Nosotros
nos miramos con cierta belicosidad. Yo quise decir algo pero mi
padre, exigió que primero fuera mi hermana la que planteara su
versión.
—Yo
quería sentarme en medio —dijo ella eufórica—, ¡me toca a mí!,
él lleva mucho rato.
—¡Eso
no es cierto! ¡La que llevas mucho rato eras tú! —interrumpí con
rabia.
—¡Josh!
—advirtió mi madre—, deja hablar a Levi.
Mi
hermana me miró con cierta autosuficiencia y continuó:
—Vale,
vale..., reconozco que yo llevaba un largo rato en el medio, pero...,
¡él ha estado todo el tiempo antes de que yo naciera! ¡No es justo
que ahora tengamos que hacer turnos iguales!, en «porcentación» me
debería tocar más a mí...
—En
proporción —corrigió riendo mi padre.
—Bueno...,
¡eso! Entonces Josh ha empezado a decir cosas para querer hacerme
creer que no era cierto y que daba igual el tiempo que él ha estado
solo, porque lo que importa es que aún quede de ese tiempo, o algo
así, y...
—Vale,
Ley, vale. Ya nos ha quedado claro —cortó mi madre—. ¿Es eso
cierto, Josh?
Yo
estaba bastante fastidiado. Tiempo atrás había sido el único el
rey de mi castillo, ¿por qué debía compartir algo que era mío?
Levi era la que debería ceñirse a mis normas como hermano mayor que
era.
Evidentemente
no le dije eso a mis padres, simplemente intenté imitarlos en sus ya
conocidas locuciones.
—Es
que Levi es pequeña y no entiende, ¡aunque creo que no quiere!,
pero lo que yo quería decir es que no importa el tiempo, lo que
importa es... es decir, mientras dure el trayecto..., ¡ya sabéis!
—hablaba rápido y sin sentido—. ¡Papá...! ¿Qué era eso que
me dijiste de este viaje? La ida no importa, y la vuelta
tampoco importa, ¿no? —me callé, me había hecho un lio yo solo y
no sabía cómo continuar.
Mis
padres intentaron rebajar la tensión y se rieron, aunque sin ánimo
de burla, pero mi hermana, al verlos hacerlo, junto con mi cara de
indecisión, sí que lo hizo con saña. Eso propició uno de nuestros
típicos rifirrafes de manotazos y arañazos, cosa que nuestros
padres no tardaron en cortar, esperaron a que nuestros encendidos
ánimos amainan e intentaron acabar con la disputa.
—A
ver, Josh —dijo mi padre—, creo que te has confundido. Explícanos
eso de la ida y la vuelta.
—Es
eso que me dijiste..., que durante el viaje, la ida no importa, y la
vuelta tampoco...
—No
recuerdo haberte dicho eso —advirtió.
—¡Si!
Yo te pregunté una vez por qué estábamos siempre de viaje, que
cuánto quedaba y tu me dijiste eso...
—Sí,
hijo —respondió mi madre—, pero lo que tu padre dijo es que en
este viaje no hay ni ida ni vuelta.
—Por
eso es tan especial —contrarrestó mi padre.
—Y
por eso lo único que importa es que mientras estemos juntos, da
igual cómo o qué viaje se haga —dijo mi madre.
Así
terminó nuestra primera disputa. Mi hermana y yo nos miramos y nos
sonreímos con complicidad. No era momento de disputas, sino de
festejar un nuevo y momentáneo estado de paz.
El
tiempo fue pasando al mismo ritmo que el trayecto tomado, aunque
dentro de la armonía que ese coche otorgaba lo hacía apacible, pero
de una manera rápida, sosegada, pero impávidamente sin pausa. Mi
hermana y yo fuimos creciendo y con ello los problemas. Sin embargo,
ese lugar ponía las cosas en su sitio, y no solo eso, nos
proporcionó una doctrina y una capacidad asombrosa para afrontar
cualquier imprevisto incluso sin el amparo y amarre de la objetividad
de unos padres que se desvivieron por hacerla nuestra. Hoy en día la
tengo tan calada y afianzada que soy casi tan experto en ella como lo
fueron en su día mis progenitores. Y no solo la pongo en práctica o
la comparto; también intento rebatirla y ampliarla.
—Papá,
ya sé cuánto queda.
—¿En
serio?
—Sí.
Aún recuerdo cuándo te lo pregunté y me dijiste que eso es
relativo, pero ahora ya lo he entendido.
—A
ver, dime.
—«Todo
es relativo», eso quiere decir que no es lo mismo, que cualquier
cosa puede ser diferente e igual al mismo tiempo, un viaje corto
puede ser idéntico a otro mucho más largo.
—Ajá...
—Pero
lo que marca la largura de ese viaje son las ganas de hacerlo.
—¿Las
ganas?
—No
las ganas, las... cosas importantes que quieres hacer en él... Si no
quieres hacerlas no son importantes, pero si sí quieres es porque lo
son, entonces...
—Lo
estás haciendo muy complicado, ¿no te parece?
—Sí...
¡Empiezo! Da igual lo que quede; lo que importa es que quede.
—Bueno,
más o menos —digo mirando a mi hijo por el espejo retrovisor
mientras, con orgullo, sonrío de reojo a mi mujer que, en el asiento
del copiloto, escucha con las manitas apoyadas en su barriga de ocho
meses de embarazo de nuestro segundo hijo.
Después
de esas palabras permanecemos en silencio y nos sumergimos en una
densa y agradable paz. Una calma tal que me trae todo lo vivido,
deteniéndose en la imagen de mis padres y aquel larguísimo viaje,
el cual, al igual que mi hermana poco después que yo, me emancipé
para tomar otro.
Algunas
veces, durante algún tramo de esta nueva andanza que llevo junto a
mi mujer e hijo, volvemos a cruzarnos por esta larga carretera con
ellos o con mi hermana y su familia. Es muy agradable poder compartir
con mis seres queridos parte de esta nueva aventura. Aventura que es
solo otra pequeña porción de la gran travesía que llevo realizando
durante toda una vida a través de este viaje que no es ni de ida ni
de vuelta, sino simplemente, el prólogo que anticipa el resto de
este maravilloso libro aún por escribir que es nuestra vida.