Gafas, duendes y mesillas de noche








Todo empezó con los duendes. Es cierto, en mi casa había duendes. Les oía por las noches. Sus risillas, correcalles, cuchicheos… Pero sobre todo las trastadas que encontrábamos al día siguiente. Desordenaban objetos, abrían armarios, se comían las galletas… Cosas que suelen hacer los duendes. Porque eso es lo que eran, aunque mis padres nunca me creyeron. En su lugar pensaban que eran travesuras de un niño con imaginación y sonambulismo. La verdad es que la cosa tenía su gracia hasta que se encapricharon con mis gafas.
    Para que entendáis, tengo una cosa llamada «astigmatismo miopático», o algo parecido. Es algo común, como dijo el médico, lo significativo es que el mío es bastante alto. Vamos, que no veo ni torta sin mis gafas redondas. Nada más me levanto, tiro mano de la mesita donde las dejo nada más me acuesto y con ellas paso el día. Y con esa dependencia se ensañaron los duendecillos.
    Primero me las cambiaban de lugar, algo típico. Luego las escondían entre los cajones. Eso ya dolía más, aunque siempre las encontraba. Que me ensuciaran los cristales no tuvo gracia. Así que un día, para vengarme, las impregné de pimiento picante. Esa noche los oí maldecir, no sabéis lo que me reí, aunque fue una mala idea, ya que sus represalias fueron peores. A la mañana siguiente me las encontré destrozadas. Y lo peor es que mis padres no me iban a creer. Ya habíamos tenido unas cuantas charlas sobre ello, y esta vez, la supuesta excusa iba a ir en mi contra. Tenía que hacer algo antes de que se dieran cuenta.
    Por eso, las pillé de una patita y llevándomelas a los ojos como si fuera un binóculo sofisticado, salí a la calle en busca de ayuda. Aunque tampoco sabía muy bien dónde ir. Sin embargo, fue andar un par de manzanas y me topé con una especie de tienda de gafas un tanto rara. Apareció como de la nada en un edificio antiguo y medio derruido. Adentro todo lucía como una tienda de antigüedades dedicada a los anteojos. Había un par de estantes polvorientos, varias mesas carcomidas y un mostrador amarillento. Detrás de él permanecía un dependiente viejo, larga blanca barba y sonrisa amistosa.
    —¿En qué te puedo ayudar, amiguete?
    Yo, avergonzado, me acerqué y deposité en la mesa mi binóculo improvisado.
    —Vaya —dijo agarrándolo, o eso deduje del manchurrón que se formó delante—. ¿Te sentaste encima?
    —No exactamente. —Me ruboricé.
    Él siguió rumiando.
    —¿Te dormiste con ellas puestas? —rio, yo negué.
    —¿Entonces? —Su voz se había vuelto en algo casi celestial, pues no podía ver nada más que una figura deforme.
    —Pues… —titubeé. No podía decirle la verdad, no me creería—, las dejé en la mesilla de noche y al día siguiente… estaban así.
    Y desde cierto punto de vista era cierto, absurdo pero cierto. Incluso a él pareció hacerle gracia.
    —La mesilla, ¿no? Vaya... —Entonces pareció levantar la vista y mirarme con renovado ánimo—. ¿Fueron los duendes, verdad?
    —¡¿Cómo?! —grité lleno de euforia—. Sí, ¡los duendes!, ¿cómo sabe…?
    Entonces comenzó a reírse: se estaba quedando conmigo. Luego se desplazó hacia un lateral. Yo me quedé sin respuesta. A los pocos minutos volvió y me las dio. Las había arreglado. Dijo que solo las había enderezado, que el marco era bueno, y que tampoco le debía nada, mi visita había sido suficiente pago.
    —Además —continuó—, voy a regalarte algo para combatir a esos bichejos.
    Y depositó en el mostrador una funda. Me hizo prometer que siempre guardara la gafa ahí, y que no me preocupara más; era mágica e iba a mantener a raya a cualquier duende. Eso lo dijo con bastante ironía, la verdad, aunque no se lo tuve en cuenta; había arreglado mis gafas sin nada más a cambio que un poco de escarnio. Lo acepté como pago.
    Esa noche, cuando me acosté, guardé las gafa en la funda, no sé aún por qué, ya que pensaba que los duendes las cogerían igualmente. Sin embargo, al día siguiente, seguían adentro como si nada. Y no solo eso, lo más sorprendente fue que tampoco habían realizado ninguna trastada nocturna. Se habían como esfumado. ¿Eso era por la funda?, pensé, ¿es mágica de verdad?
    Preso de una sensación que aún no conocía, fui corriendo al establecimiento a contárselo al hombre y a darle las gracias, aunque se riera un poco más de mí por ello. Sin embargo, cuando llegué, estaba cerrado. Aunque cerrado no es la palabra; estaba como abandonado. Y de años, además. Comencé a escrutar la manera de entrar, pero una puerta vieja y carcomida me marcaba el sino. No entendía nada.
    —Chico, ¿ocurre algo? —dijo un señor que pasaba por allí.
    Era viejo, con cierto olor a polvo.
    —Es que, ayer vine aquí por unas gafas y ahora…
    —¿Han desaparecido los duendes? —me cortó de pronto. Lo dijo con una sonrisa que lucía amistosa bajo su larga barba blanca. Me sobresalté: era el vendedor de gafas.
    —¿Sabes? —continuó—, los duendes no aparecen así como así; se sienten atraídos por ciertas personas.
    —¿Personas? ¿Qué quiere decir?
    Él me acarició la cabeza.
    —Sí, buscan a personas con El Don.
    —¿El Don?
    —Exacto, amiguete, El Don. —Entonces chascó los dedos y la puerta del establecimiento se abrió sola. Desde dentro se oían unas familiares y traviesas risillas—. Y si quieres, te enseñaré a usarlo.

La idea


Sankalpa (संकल्प):

 «Concepción, idea o noción formada en el corazón o la mente, un voto solemne o determinación para llevar algo a cabo, el deseo, la intención definitiva, la volición o la voluntad.»

La pirámide de kleenex



 

La pirámide de kleenex me atormenta. Es la típica cajita de cartón triangular con una apertura lateral para sacar los pañuelos. Lleva dos semanas encima de la mesilla de café mirándome con desdén. Más en concreto, esa apertura, sellada. Y es que nunca la abrí, por mucho que en su día lo necesitara.
    —¿Me está diciendo que añora su vida pasada? —dice el doctor.
    —No es eso.
    —¿Entonces?
    Entrecierro los ojos. Odio esta consulta.
    —¿Qué me ocurre, doctor?
    —Ya se lo dije: nada.
    —¿Y por qué ahora no estornudo?
    Él suspira y mira sus notas. Siempre lo hace cuando no sabe qué decir.
    Hace meses que le visito, aunque llevaba dos semanas sin venir. Yo tenía una dolencia extraña: estornudaba sin razón. Al principio pensaba que era un efecto secundario que mi cuerpo producía en el mecanismo de limpieza matutino. Empezaba con un cosquilleo de nariz, inocuo, que iba ganando fuerza hasta que se adueñaba de mi vida. Sobre todo cuando estaba rodado de gente.
    Lo peor era el bus, cuando alguien me habla. Ahí se reanuda el cosquilleo, hago un ademán con la palma en alto, el interlocutor entiende, abro la boca, inspiro y expiro involuntariamente, recalco el ademán, las bocanadas se intensifican… y sale.
    Cada uno tiene su propio estornudo, es un señuelo del ADN. Los míos parecen un siseo fuerte e in crescendo, como si estuviera mandando callar a alguien, que se corta de forma seca y abrupta y con golpe de nariz incluido. La multitud del autobús suele pasar de mí, aunque siempre hay de aquel que te santifica, «Jesús», resuena, «Gracias…», siseo.
    Sin embargo, la veda queda abierta, y comienza la caravana de estornudos. Ahí ya la gente me mira con repelús. Se vuelven hacia otro lado, incluso llega un momento que sus actos indican que me aleje. Y allá voy yo, solitario, a la última fila, apartando gente como un helicóptero.
    Lo raro del asunto es que estornudo porque sí. O eso decía mi doctor:
    —Los análisis son claros, no está enfermo, y la prueba de alergias sale limpia.
    —Puede que sea hereditario.
    Él reía, siempre reía.
    —Bobadas.
    —¿Y cómo se lo explica?
    Volvía a mirar sus papeles, un largo rato, hasta que yo estornudaba y le sacaba del letargo.
    —Simplemente, estornuda porque sí.
    Así terminaba, y así me desesperaba.
    Probé con curanderos, medicamentos experimentales, medicina oriental… Nada. Mi vida debía lidiar con unos estornudos y el rechazo social que provocaban.
    Sin embargo, un día, en medio de un ataque intrabús y consiguiente reclusión a la parte trasera, apareció ella.
    Estaba como esperándome. Era joven, piel blanca y mirada inocente. Fue la primera persona que no se espantó de mis estornudos y me invitó a sentarme a su lado. Por alguna razón, también era repudiada al lado despectivo del autobús, motivo por el cual conectamos de una forma sorprendente. Casi me olvidé de los estornudos, aunque ni ahí me dieran tregua.
    Fue ella la que, antes de bajarse, me regaló la pirámide de kleenex. Segundos después ocurrió algo milagroso: dejé de estornudar.
    Al día siguiente, rabiado de felicidad, volví al bus con la intención de reencontrarme con ella. Sin embargo, como mis estornudos, también había desaparecido, dejándome solo y con una puñetera caja de kleenex que nunca llegué a abrir.
    —Esa es la razón, doctor, no hay otra explicación.
    Él niega.
    —La razón es que nunca estuvo enfermo.
    —Absurdo.
    Se levanta y comienza a caminar por la consulta, manos en la espalda.
    —A ver si lo entiendo —comenta entonces—, usted dice que los estornudos le producían un rechazo social, que luego apareció una chica, le dio una caja mágica de kleenex, que nunca ha abierto y que le curó, y entonces, cual hada madrina, desapareció, ¿verdad?
    Asiento.
    —¿Sabe qué pienso? —continúa, a mí comienza a picarme la nariz—: Todo es una ilusión que se ha inventado para hacer frente a ese rechazo social que dice que sufre.
    »Lo somatizó con los estornudos, cual escusa. Sin embargo, su raciocinio quiso devolverle a la realidad y creó a esa chica. La pirámide de kleenex, que nunca ha querido abrir, simboliza su mente cerrada; tiene miedo de enfrentarse a sí mismo, tiene miedo de no encajar: todo está en su cabeza
    Luego se sienta. El picor de mi nariz comienza a ser algo serio.
    —Y usted —digo a malas penas entre involuntarias inspiraciones que preceden algo conocido—, ¿también es una ilusión?
    —Claro que no —sonríe.
    Trato de protestar, pero un terrible estornudo me lo impide. Uno terrible.
    De pronto, una señora a mi lado me mira con desprecio. No entiendo de dónde ha salido, pero tampoco puedo pensarlo, pues otros estornudos salen de forma corrosiva. Eso provoca que tanto la señora como otro grupo de gente que me rodea hagan más aspavientos. ¿De dónde han salido?
    Entonces, levanto la cabeza y entiendo que no estoy en la consulta, sino en el bus. La multitud me mira con repulsión por culpa de mis recientes estornudos y una nariz que comienza a gotear. ¿Qué ocurre?
    —«Ya lo sabes…» —oigo de fondo, casi un susurro.
    De pronto, en mi regazo aparece un objeto: la pirámide de kleenex. Sigue sellada. Muevo la cabeza espasmódicamente, doy un barrido visual y los veo en la parte trasera: la chica y el doctor. Están muy sonrientes. Seréis cabroncetes… Vale, vosotros ganáis.
    Acto seguido, suspiro, desprecinto la pirámide y saco un kleenex.





EL PROPIETARIO Y EL CLIENTE




 

EL PROPIETARIO Y EL CLIENTE


Lo encontró en una maloliente tienda. No es un tintero cualquiera, decía el propietario, es mágico y hará realidad sus deseos. La pega: tiene letra pequeña. ¿Qué letra pequeña? Preguntó el cliente, un escritorzuelo que apenas ganaba para vivir.
    El propietario negó, si lo decía, perdería su poder.
    El cliente pensó que era una triquiñuela, una estafa, y que no picaba.
    El propietario repuso que sellaría esa letra pequeña dentro de un sobre, pero, si lo abría, el tintero perdería su poder.
    El desespero de Félix, nuestro cliente, era tal que lo compró, aunque nunca llegó a creérselo, y más, después de ver los resultados. Le habían timado, esa era la letra pequeña, y tampoco podría reclamar, pues había sido advertido. Sin embargo, un editor, amigo del propietario, leyó un trabajo y le dijo que era sublime, solo que demasiado avanzado para la época. Félix se maldijo, pues esa era la letra pequeña: la gloria póstuma. Pero entonces pensó, si he conseguido hacer algo sublime, ¿no podré adecuarlo a este tiempo?
    Y eso hizo. Trabajó duro. El hambre y las deudas se convirtieron en sus compatriotas. La soledad su alidada. Finalmente, en el cenit de su vida, recibió la ansiada respuesta: había escrito una obra magna.
    Orgulloso, se acordó del propietario. Había vencido.
    Victorioso, fue a buscar el sobre. Quería rasgarlo.
    Trastabilloso, cayó fulminado, porque lo leyó.

Días después, encontraron su cuerpo con una hoja manuscrita entre manos:


Tintero: el detonante.

Magia: el esfuerzo.

Pago: una vida de dedicación.



Interferencias





—Ramírez, Ramiro Ramírez.
    —Agatha Bleck, encantada.
    —¿Una copa?
    —Por su puesto.
    —Permítame el bolso.
    —No hace falta.
    —Insisto.
   No, no… ¡Joder!
    Agente Bleck, ¿ocurre algo?
    —El moscón este; me ha pillado el bolso.
    —Acérquese al micro, con el barullo de fondo no oímos bien.
    —¿Que me acerque? No puedo hablarle a mis tetas en medio de la inauguración, este traje tan ceñido y descocado no es apto para llevar micros.
    —Bien, pues pronuncie claro. ¿Qué ha ocurrido?
    —Que un imbécil acaba de cogerme el bolso
    —Interesante, puede que sea nuestro hombre.
    —¿Ese? No, solo es un ricachón que quiere llevarme al huerto, además..., ¡madre mía! Este tío no es nuestro hombre.
    —¿Por qué? Ya sabe que debe describirnos todo o que vea.
    —Ha tropezado con un camarero y su bandeja de canapés. Menudo estropicio. Ha manchado a varios comensales.
    —Puede que esté disimulando.
    —¿Disimulando? No. Está asustado, acongojado, y ahora se escabulle, y con mi bolso, ¡será imbécil!
    —Sígale.
    —Ese no es nuestro hombre.
    —Le ha robado el bolso y se escapa, es él.
    —No se escapa, va al baño…, un segundo; ¡se desvía!
    —¿Hacia dónde?
    —Hacia una salida de emergencia.
    —Vaya tras él. Y no tenga cuidado, si ese sujeto es quien creemos está en peligro.
    —¿Peligro? No sé, parece inofensivo.
    —¿Inofensivo?, experto en robótica, científico, detective privado, pintor, asesino despiadado... Llevamos una década detrás de él.
    —Entendido.
    —Y no deje de describirnos lo que vea.
    —Vale... Accedo por la salida de emergencia, hay una escalera de metal.
    —¿Lo ve?
    —No. Oigo pasos bajando por ella. Está oscuro. No me gusta. Debería volver. Sin mi bolso no tengo ni linterna ni pistola.
    —¿No hay luces?
    —Solo unos maltrechos tubos fluorescentes.
    —Perfecto, y mejor quítese los tacones, así no la oirá.
    —Joder.
    —Y relájese, sus pulsaciones están llegando a colapsar el audio.
    —¡Oh! Perdonen si no oyen mis susurros, pero caminar en la penumbra, descalza sobre una superficie metálica y fría y siguiendo a un supuesto asesino me pone un poco nerviosilla.
    —El sarcasmo no es amigo de la prudencia. Y avise cuando llegue bajo.
    —Ya lo he hecho.
    —¿Lo ve?
    —No, solo un par de pasadizos.
    —Tome uno.
    —Una mierda, esto parece un laberinto.
    —Tranquila, tenemos los planos del sótano, usted vaya describiendo lo que ve y la orientaremos.
    —Vaya plan de mierda.
    —¡Hágalo!
    —¡Está bien! Veo un pasillo oscuro lleno de recodos y bifurcaciones, suelo de cemento puro, tuberías en las paredes, parecen de la caldera.
    —¿Oye algo?
    —No, y los tubos fluorescentes no dejan de dar chispazos, me voy a quedar a oscuras... ¡Esperen! Voces, oigo voces. Están cerca, están… ¡Vaya! Entro en una sala grande, un almacén. Hay gente hablando.
    —¿Nuestro hombre?
    —No sé, solo veo cajas.
    —Acérquese.
    —Ni hablar, no soy agente de asalto, ¿recuerdan? Mi especialidad es la seducción.
    —Ha de hacerlo, por lo menos necesitamos reconocerlo.
    —Joder...
    —Y no deje de describir lo que vea.
    —¡Que sí! Veo cajas. Me agazapo detrás de una. Los oigo cerca. Demasiado. No pienso acercarme más.
    —¿Tiene visual?
    —Sí. Están en el centro. Hay mucha reverberación. Veo al tal Ramiro hablando con otro hombre trajeado. Discuten, o por lo menos el otro parece enfadado. Ramiro ríe, o eso creo, y ahora, ¡mierda! ¡Mierda, mierda, mierda!
    —¿Qué pasa?
    —Se lo ha cargado con un cuchillo, y... ¡No! ¡¡¡Me ha visto!!!
    —¡Lárguese!
    —¿Qué creen que estoy haciendo? ¡Joder, este vestido es una mierda!
    —Rásguelo.
    —Cállense y díganme por dónde ir.
    —Tome... Tome el pasadizo a la derecha.
    —¿Qué? Aquí nada va hacia la derecha.
    —Pues el otro. ¿Ve una bifurcación cuádruple?
    —¡No!, veo un pasillo largo, eso y mi puta muerte.
    —¡Los tubos!, antes ha dicho que habían unos tubos de la caldera, ¿los ve?
    —Están por los laterales.
    —Sígalos, si llega... a la zona de máquinas podrá.... salir por... los conductos... de... ventilación.
    —¿Qué ocurre, os oigo tan mal?
    —Interferencias... ¿Llega?
    —No. Solo veo tubos, se van haciendo más gruesos, incluso del techo salen otros que se unen con los de la pared. Parece que voy en buena dirección... ¡Sí! Una puerta. ¿Qué hago? ¿Me oyen? Mierda de agentes. ¿Me oyen? Parece cerrada, no… solo estaba atrancada. Vale, ahora ya estoy dentro de la sala. ¿Dónde voy? ¡Oigan! ¡Hijos de la gran puta! ¿Qué hago ahora?
    —A… ¿Agente? ¿Me… oyes...?
    —Sí, pero con una voz muy rara.
    —La interferencia... ¿Dónde estás?
    —Estoy en la puñetera sala de máquinas.
    —¿La sala de máquinas? ¡Maldita idiota! ¡Detente!
    —¿Cómo? Si vosotros me dijisteis que…
    —Ya, pero ahora te digo que te des la puta vuelta.
    —Pero…
    —¡Escucha, pedazo de idiota! La sala de calderas no tiene salida, si te pilla ahí estás muerta. Solo has de recorrer unos metros de vuelta y torcer por el primer cruce.
    —¡No…! Oigo algo, viene alguien. ¡Está cerca!
    —Solo son unos cien metros, imbécil, ¿quieres una lucha cuerpo a cuerpo sin tu arma?
    —No... Un segundo, ¿quién eres? Esa voz tan rara, malos modos..., eso no lo hacen las interferencias.
    —No, no es la interferencia, y permíteme que te diga que tenéis una mierda de equipo; no me ha costado nada hackear vuestra línea.
    —Joder..., experto en robótica, asesino... Eres tú, ¿verdad? ¡Eres nuestro hombre!
    —Premio.
    —Y justo te he dicho dónde estoy. Tú haces esos ruidos que estoy oyendo.
    —Doble premio
    —¿Vas a matarme?
    —Depende, ¿sabes quién soy?
    —No, solo tengo un nombre, una cara y... ¡mierda!
    —Sí, mierda... Debiste esperar las copas...












El pósit

El Tintero de oro ✒️, junto con David Rubio 📝, nos propone este mes un micro relato de 250 palabras máximo partiendo o generado de una emoción 😚. La verdad es que cuando se planteó me quedé en blanco 😶, porque es una manera de arrancar el tren 🚂 del pensamiento 💭 de una manera que nunca me había planteado, y fue esa la emoción que dio paso al siguiente relato: confusión (aunque me gusta más la palabra desconcertante🤷🏻‍♂️). He de decir que no sé muy bien si eso se puede considerar una emoción (😈), pero una vez se🌱 germina la idea 💡 es imposible que abandone mi cabeza 🤯 hasta que no queda plasmada🎨. Además, para la confusión sí existe un emoticono, justamente: 😯, (aunque para mí sería más el😵, pero ¿quién soy yo para contradecir al grandísimo 😵‍💫?), y si este ya tiene su sitio en el extraño mundo de las emociones digitales, es que ya es o más concreto que el real o pie para que comencemos a pensar que sí existe, me he liado😵¿no?😂 😂 😂. 
    Sin más aquí presento el micro 👏👏👏 . 


EL PÓSIT





Pepe había visto el pósit adherido a la maleta metálica. En él, letra picuda, como la suya, ponía: «Cógelo». ¿Qué?, pensó desconcertado. Sin embargo, no hizo caso y enfiló al segundo habitáculo. En él encontró otro pósit adherido a un librillo: «Pepe, vuelve al primer habitáculo, coge el maletín y ves al tercer habitáculo». Ahí se asustó. ¿Alguien lo está vigilando?

Por ello, librillo en mano, ha vuelto al primer habitáculo. Allí sigue el maletín. Este pesa, se guardar el librillo en el bolsillo de la camisa para agarrarlo con las dos manos. Camino del tercer habitáculo comienza a asustarse, pero de verdad; siente que ha sido mala idea coger el maletín, y en efecto, en el umbral del tercer habitáculo, recibe un disparo en el pecho. Un hombre oscuro esperaba adentro, quizá el de los pósits. Este tira el revolver al suelo y, raudo, agarra el maletín y desaparece.

Al poco, Pepe se incorpora. No sabe qué sentir. El librillo que llevaba en el bolsillo de la camisa ha parado la bala. ¿Suerte? No: en una mesa ve un taco de pósits. El primero tiene algo escrito: «Pilla la pistola. Tu adversario está en la primera habitación con la máquina del tiempo, quiere viajar al pasado para cambiarlo, mátalo y haz tú ese viaje. Pd: coge estos pósits para guiar a tu yo pasado».

En este punto, Pepe suspirará y dejará de sentir miedo, todo está escrito. Sin embargo, volverá el desconcierto; porque, ¿y si su adversario es él mismo?


Selene





Érase unos golpes. Duros, constantes, repetitivos, como parte de una personalidad con problemas maniáticos de orden. El portón que los recibía cabriolaba de tal forma que temía salirse de su marco. El ruido reverberaba por la estancia colmando cada recoveco, cada rincón, cada minúsculo sentimiento. La vida en aquella casa hacía tiempo que no era nada sin esos manotazos y las súplicas que los acompañaban. Érase una vez unos golpes que aporreaban una puerta castigada por el paso de los siglos, hasta que de pronto, cesaron.
    Lo hicieron de forma súbita, como si algo hubiera anegado las miles de manos que castigaban su inmarcesible madera. Selene no lo supuso, pero eso propició el devenir de su historia. Llevaba años encerrada, casi desde que la Luna y el Sol oficiaron su divorcio. Aun así, tampoco le molestaba; divagar por los receptáculos con los golpes de fondo era parte de su día a día. A sus adoradas luciérnagas tampoco le importaban. Esos diminutos bichos eran ya parte de su ser. Desde que perdió el brillo, ellas eran la única fuente de luz de la casa. Solían posarse en el techo, formando patrones constelares dignos de admiración, o volaban a su paso, como indicando la estela a seguir. Casi siempre dentro de un sigilo sordo. Sigilo que se veía truncado por los incesantes golpes que irrumpían a diario. Eran las gentes del valle que acudían a ella como último recurso, o más bien como único, y el motivo no era otro que Áureus.
    Áureus...
    El maldito gobernante que mantenía con tiránica mano férrea el valle. Su poder suponía un constante tributo a pagar. Tributo que, incluso desde los tiempos en que compartía trono con Selene, ya era macabro. Pobres mequetrefes, pensaba Selene, pero en el fondo, tampoco pueden hacer nada. Nadie puede escapar al poder de Áureus, ni siquiera ella, aunque estas desgraciadas gentes piensen lo contrario, aunque se personen día a día en su casa implorando su bondad y buen hacer, aunque tiempo atrás ella misma se creyera capaz de domar al Supremo. Ignorantes. Todos, incluída Selene, la supuesta hechicera, la supuesta hada del mundo antiguo capaz de aplacar la ira de Aureus. ¡Ignorantes! Ella nunca tuvo ningún tipo de poder. Solo es una vieja loca que ahora ha perdido hasta su luz y solo sabe conversar con luciérnagas.
    Sin embargo, los golpes en la puerta le otorgaban cierta tranquilidad. Y no solo por la sensación de sentirse parte de todo, sino porque significaba que Áureus aún no había llegado tan lejos como para aniquilar la vida. Pero habían cesado, ¿podía ser que nuevas desgracias se cernieran sobre su sino?, ¿sería ella en el nuevo yunque donde Áureus tendría que descarriar su ira?
    No puede hacerte nada, oyó en un susurro, casi un guiño, Tú eres la más fuerte, Nunca nos abandonaste. Selene se detuvo y levantó la vista. Una bóveda estrellada parpadeaba al unísono. Eran las luciérnagas, sus adoradas amigas que le infundían valentía. Eres Selene, Eres el destino...
    No, se dijo, no era destino, ni valor, sino miedo. Miedo mezclado con desesperanza. Desde que se había recluido, o escondido, en esa casa que temía en dicho momento. En el fondo, lo había estado evitando, postergando la decisión salpicada en cada súplica venida desde el otro lado de la puerta. Pero todo llega, y seguro que Áureus ya estaba relamiéndose con las torturas que tenía preparadas para ella. No. No iba a darle a ese cretino tal satisfacción. Sabía de sus métodos. Primero la luz cegadora, y luego el fuego. No. Ya se habría divertido bastante y no lo haría ahora a su costa.
    Se encaminó hacia la puerta. No puede hacerte nada, parpadeaban sus compinches. Agarró el picaporte. Tú eres más fuerte. Tiró con fuerza. No nos abandones. El portón se quejó con unos crujidos llenos de pesar y arena cuarteada y dejando ver un escenario desolado ante ella. Áureus ha arrasado con todo, No vayas, Entra, Nada te obliga a nada.
    Selene desoyó a sus amigas. La estampa así lo demandaba, si a eso podía llamarse estampa. No quedaba nada, ni árboles, ni piedras, ni siquiera valle. Solo una planicie marrón coronada por un pequeño cerro del que asomaba una solitaria construcción que desde la distancia parecía estar a punto de venirse abajo. Y, justo a unos metros, sentado en el mismo polvoriento suelo, un ser encorvado. No te dejes engañar, susurraron a su espalda, aún dentro de su casa. Al frente, el ser encorvado permanecía quieto, casi inerte. No es valor, ni destino... ¡Regresa con nosotras!
    —¿Áureus? —dijo Selene, casi un carraspeo.
    El supremo, de pronto, se irguió y, al verla trató de ponerse de pie, aunque de forma aparatosa y trastabillante. Su tez, antaño dorada y reluciente, aparecía ahora rugosa, parda y sin ningún rasgo de luz.
    —Selene... —suspiró este—, por fin has salido, ya había perdido toda esperanza.
    —¿Cómo? ¿Eras tú quién ha estado llamando todo este tiempo?
    Él asintió mientras trataba de avanzar. Su estampa parecía sacada del mismísimo averno. Está fingiendo, ¡No te dejes engañar! ¡Regresa!
    —¿Y el pueblo, y la gente del valle?
    —¿La gente...? —titubeó Áureus—, ¡ah! Murió hace siglos, poco después de que tú nos abandonaras.
    —¿Yo? Tú me castigaste..., ¡tú y tu luz!
    Áureus abrió los ojos, un pequeño destello asomó de dentro, resquicios de un pasado esplendoroso.
    —Selene, ya te lo dije, pero no lo quisiste entender y mira lo que ha ocurrido —dijo abriendo los brazos y tratando de abarcar la vista del valle—, yo no quería controlarte, ni maniatarte, solo te necesitaba.¡Te necesitaba a mi lado!
    Selene soltó una risotada.
    —¿Tú? ¿El gran todopoderoso? Solo me querías por tu ego, ¡por ti mismo!
    Áureus suspiró con dificultad.
    —Sí, yo tenía el poder, pero solo era valioso si permanecías a mi lado. ¿No lo ves? —volvió a señalar el valle.
    Selene avanzó hacia él, en su rostro comenzó a aflorar cierta palidez. ¡No le escuches!
    —¿Qué dices? —Te quiere confundir...—. ¿Estás pretendiendo echar sobre mí las culpas de tus actos?
    —Sobre los dos, sin tu reflejo, sin tu apoyo, yo soy la destrucción.
    Vuelve, es un tramposo, te engañó hace siglos, como ahora.
    Selene se giró, sus amigas permanecían apelotonadas en el dintel de su casa, temerosas de salir, pero más de que ella las dejara.
    —Solo tienen miedo, Selene —dijo Áureus—, ya lo sabes, se sienten amenazadas por mi luz.
    —Áureus, ¿has estado todos estos siglos implorando a mi puerta? —dijo más calmada. Él asintió—. Vaya...
    —Solo quería que me escucharas...
    Ella comenzó a sentir temblar su temperamento. Alrededor, un mundo inerte resurgía con una fuerza amarga.
    —¿Y qué hacemos ahora?
    Áureus sonrió, una llama de esperanza partió de sus ojos.
    —Rehacer este entuerto.
    ¿Lo ves? Ya eres suya...
    —¡No! —gritó de pronto Selene, y se giró camino de su casa—. ¡No pienso volver contigo, lo nuestro se acabó!
    Áureus ensanchó aún más su boca. Su piel comenzaba a perder la rugosidad e incluso a ganar un tono dorado.
    —Escucha, Selene, eso no será necesario.
    Selene se detuvo, pero sin girarse
    —¿Y cómo quieres que lo hagamos?
    —Yo saldré de día, otorgaré mi poder al valle, y a la noche, lo haréis tú y tus luciérnagas. No tenemos ni que vernos...
    Ella suspiró, ceño fruncido..
    —¿Y para qué quieres que salga? Tú eres el poderoso, no yo.
    —Ya te lo dije en su momento, el único poder que vale es el que se ve reflejado entre sus semejantes.
    Entonces Selene se giró, su tez volvía a brillar con una luz que no se veía desde hacía siglos, desde que se recluyó en su casa.
    De acuerdo, le dijo ella, y con el sello de su propia voz se comprometió con el Supremo.
    Los años pasaron. Áureus impartía su luz de día y Selene salía por las noches acompañada de sus constelares amigas. Poco a poco, el valle fue cobrando vida, incluso la bonanza de antaño regresó con mayor fuerza. 
    Siglos después, Selene y Áureus siguen a lo suyo, a veces incluso se suelen ver juntos, en el cielo, a plena luz del día y minutos antes de que este se oculte. Largos años de felicidad llevan contemplados y otros tantos se avecinan en el futuro. Se les ve tan felices como al resto. 
    Al final Aureus tenía razón: el poder más valioso no es el más altivo sino aquel que se ve reflejado en sus semejantes.



Llamada nocturna

 El Tintero de oro junto con Bruno nos convoca este mes con un nuevo reto de microrrelatos. Un emocionante e interesante reto sobre cine y la narración de la escena de una película. Yo, en mi caso, he elegido una de las primeras escenas de Margin Call. Espero que os guste.


LLAMADA NOCTURNA


 



Wall Street, 2008.
        Nos encontramos en una de esas oficinas ubicada en lo alto de uno de esos altos edificios bancarios. Mesas, informes, desorden postjornada laboral y decenas de pantallas convertidas en la única fuente de luz de la escena. De los grandes ventanales nos viene la certeza de que ya es de noche.
    Nuestra atención se concentra en un joven con varios ordenadores y tomando notas. Lleva unos auriculares de donde se supone que sale una música demasiado dura. Lo conocemos, es uno de los que se ha salvado de la criba. Minutos antes hemos asistido a un despido masivo en la susodicha empresa, el más dramático, el del superior del joven que ahora anda trabajando a deshoras en algo que justo le ha dado su superior antes de desaparecer por el ascensor; un pen drive con un comentario: «Ten cuidado».
    De pronto, se quita los auriculares. Parece que sus notas, contrastadas con los miles de datos del ordenador, no le cuadran. Entonces, coge un teléfono.
    Mimetizada con esa escena, nos trasladamos a un pub ruidoso. En él, un chico descuelga su móvil. ¿Está Will contigo?, oye que le dicen por el aparejo, sí, contesta, pues venid aquí cagando leches, eso lo dice de otro modo aunque lo entendemos así. El chico protesta, Will es uno de los jefes, pero al final cede.
    Volvemos a la oficina. El joven se acomoda, pero de manera tensa. Ha ocurrido algo que no entendemos, aunque esa llamada nocturna no augura nada bueno.




¿Qué hora es?





Las mañanas; esos momentos llenos de magia, idílicos amaneceres y guiños de un sol repleto luz, esperanza y sueños... Malditas mañanas. Frías, o cálidas, da lo mismo. Las odio. Son todo prisas, trastabillas y multitudes deambulando con el cándido y agradable ruido de tráfico de fondo. Más, si es día laboral. ¿Por qué tanto claxon? Un simple bocinazo no arregla nada.    
    Y qué decir de los semáforos peatonales. Siempre abarrotados. Parecen la antesala de una de esas batallas medievales. Incluso los del otro lado esperan con cara hostil. Quietos, quietos..., ¡verde! ¡¡¡A la carga!!! 
    Y así día tras día, como si el propio tiempo se hubiera detenido en un bucle surreal.    
    —Disculpe, señor, ¿tiene la hora? —suelta un individuo risueño que me para en medio de la acera.    ¿En serio en pleno siglo veintiuno sigue habiendo gente tan alelada? Que le de la hora, dice. ¡Será imbécil! En su lugar callo y trato de largarme, pero en mi arranque arreo un par de empujones a otros incautos que parecían observar la escena.    
    —Señor —dice uno de ellos—, no se ponga así, el muchacho solo quiere saber la hora.    
    —Eso —contesta otro—, ¿qué hora es?
    Agacho la cabeza y ni les miro. ¿De verdad han estado tan pendientes de mí y el chaval? La vida ya se nos ha ido de las manos. Paso de todos. Para tonterías ya me tengo a mí mismo, que cada uno se aguante las suyas.    
    —¡Señor! —oigo a mi espalda, es el muchacho gritándome. ¡Esto no va a acabar nunca!—, por favor, necesito que me diga la hora.    
    Acelero. Pero me siguen. Lo noto. O puede que sean las mil millones de almas que caminan por la calle. Todas pendientes de mí. Tuerzo un recodo y aparezco en una callejuela. ¡Mierda! Esto es una ratonera sin escapatoria. Mejor buscar un escondrijo, algo como un pequeño bar de almuerzos que aparece a media calle. Odio también esos antros. Es ahí donde la majadería mañanera es máxima, pero no queda otra.
    El tugurio me asalta con la dulce y placentera fragancia de mil vomiteras agrias. Sobre todo en la barra, ahí la sensación es más asfixiante. Confío no desfallecer mientras aguardo. No creo que sea mucho tiempo. Una eternidad de varios minutos, espero.
    —¡Rácano! —dice un inquilino apostado a mi lado, el tal Rácano debe de ser el barman; tipejo descuidado y con la típica apariencia asquerosamente amistosa—, ¿qué hora es?
    El tal Rácano no contesta, a lo que el parroquiano me mira:
    —Usted, ¿tiene hora? —Joder, lo que faltaba.
    El barman, se gira y le sirve un café a él y otro a mí, aunque no lo haya pedido, se habrá equivocado. Sin embargo, tampoco digo nada; bastante tengo con el sufrimiento que me está proporcionando este nauseabundo escondrijo.
    —¿No nos va a decir la hora? —me dice entonces el barman.
    Se forma un silencio contrastado con el ajetreo del bar junto con lo que llega de afuera. No me gusta nada lo que sea que esté ocurriendo. Sin saber por qué, se acaba de instaurar una tensión más densa que la propia mañana.
    —Calma, calma... —suelta una viejecita al otro lado. La muy maja mantiene la puñetera sonrisa bobalicona—, dejad al pobre hombre, a lo mejor es que no lo sabe. —Entonces se gira hacia mí—, dime hijo, ¿qué hora es?
    Suspiro con fuerza. He ido a caer a las brasas saliendo del fuego.
    —No creo que lo sepa —corta el parroquiano.
    —No, lo que pasa es que no tiene tiempo —ahora el barman—, por eso no puede decírnoslo, ¿verdad? Si no es así no se entiende.
    —¡Eso! —ríen los otros dos al unísono, casi con un cántico de cara a mí—. Venga, díganos: ¿qué hora es?
    Niego repetidas veces, ¡están locos! Mejor me voy, aunque al girarme me encuentro con una vorágine de zascandiles cerniéndose sobre mí y uniéndose al coro:
    —¡Qué hora es! ¡¡¡Qué hora es!!!    
    Me llevo las manos a los oídos. Pero no dejo de oír esos gritos. Esto no tiene sentido...
    —¡Callaos! —estallo al fin—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no dejáis de hacerme la puñetera preguntita?
    El coro se silencia. El local vuelve a parecer normal. La viejecita y el parroquiano siguen ahí, pero el establecimiento no está tan abarrotado como segundos antes.
    El barman levanta una ceja y me mira.
    —En realidad, la pregunta sería: ¿por qué usted no quiere responderla?
    —¿Yo? —Callo mientras entrecierro los ojos. No me esperaba esa respuesta.
    El barman asiente y mira al resto.
    —¡Veis! Tengo razón; no quiere porque no puede responderla, y no puede porque no tiene tiempo; le ocurre cada vez a más gente.
    —¿¡Qué?! —Remuevo espásmodicamente la cabeza—. ¿Estáis chalados?, ¿que no tengo tiempo? ¿qué insinuáis?, ¿que estoy muerto?
    —Es una manera de verlo —ríe el barman que se gira hacia sus quehaceres. La viejita y el parroquiano asienten y hacen amagos de irse.
    —¿Es eso? —les digo, pero pasan.
    Me giro. El resto de la gente de la cafetería esquiva mi mirada, como si fuera un demente, o como si quisieran fingir que no existo. Vaya. Al final va a ser que tienen razón, estoy muerto; ¡muerto en vida! Lo que le faltaba a la mañanita.
    Me desparramo en el taburete. No puedo más. Delante queda el café que minutos antes me han servido. Está frío, amargo, asquerosamente rancio. Otra decepción.
    Joder..., ¡cómo odio las mañanas!