El Amo




Odio la oscuridad. Y él como si nada. Míralo, ahí durmiendo, tan a su bola, y yo desatendido. ¡Será desconsiderado! ¿Qué tengo que hacer para que me haga caso?
    A ver el mail. Algo habrá entrado.

    «El banco Lunaticotrérrico arroja un dividendo a su favor».

    Nada. Necesito algo más potente. Su sueño es profundo. Además, está muy oscuro. Odio la oscuridad... y sus ronquidos. ¿Cómo puede una persona hacer semejante ruido? Y más delante de mí. Su amo. Esto no va a quedar así... ¿ayer hubo fútbol? ¡Qué tontería! Todos los días hay fútbol. A ver... Nada.... Solo de segunda. Tampoco le gusta tanto. Y esa manera de roncar demanda algo más fuerte. Algo como... ¡Sí! Esto es lo que buscaba. Ya verás;ahora solo falta hacer sonar mi pitidito especial, encender mi luz y... ¡Sí! ¡No hay sueño que pueda conmigo!
    Bosteza, buena señal. Me agarra, perfecto. ¡Qué frías tiene las manos! Aunque su dedito deslizándose por mi barriga es cálido. Ahí lo tienes, imbécil.
    
«Nuevas imágenes de la Duquesa de Ô en cueros junto a su amante. Se rumorea que el Duque se pasa el día llorando».

    Venga, ahora continúa leyendo. ¡No! ¿Te frotas los ojos? ¿No te gusta la noticia? ¡¿Qué?! ¿Me dejas en la mesilla? No pretenderás continuar durmiendo. Solo quiero un poco de atención. ¡Es tanto pedir!
    Que sí, que me deja...
    Vale, chaval, no me dejas opción. Y me da igual que sea domingo de madrugada. Te lo ganaste: ¡abriendo carpeta de las Fake News!








El señor Estrella

 Este mes participo en el reto de VadeReto, donde hay que escribir una historia de terror ambientad en el otoño pero dejándose de lado los típicos clichés que acompañan al miedo. Bueno, no sé si lo conseguí o qué, pero ahí queda eso.


El señor Estrella




    —Mara. Mírame cuando te hable —dice Carol, voz aguda, casi histérica—, ¿dónde has encontrado eso?
    Mara, su hija, gesto juguetón, no quita ojo de la mesita de té y sus dos sillitas. En una está Pardo, su osito de peluche. En la otra Juana, la muñeca de trapo. Encima de la mesa hay un juego de tazas viejas de su abuela junto con una tetera agrietada. A un lado, sobre la misma, como si fuera un comensal más, descansa una rojiza hoja de arce.
    —Es el señor Estrella, mami.
    Su madre carraspea y se lleva las manos a la boca. Luego mira a Jonny, su marido. Tiene la misma cara de angustia.
    —A ver —Carol trata de hablar con calma, aunque nerviosa, trémula—, ¿dónde has encontrado al señor... Estrella?
    Mara ríe y se posiciona delante de la mesita. Su vestidito sucio y amarillo revolotea como si estuviera mecido por el viento.
    —Quiere té, mami, el señor Estrella quiere té.
    —¡Mara, por favor!, ¿dónde? —grita el padre, la niña da un respingo.
    Carol suspira y le agarra el brazo a su marido. Tiene cinco años, se dice, no entiende la gravedad del asunto, además, tampoco es necesario que lo haga.
    —Mara, venga —ahora Carol, voz dulce, pero de verdad—, solo queremos saber dónde la has encontrado, nada más.
    Mara vuelve a sonreír, algo que contrasta con la expresión de sus padres.
    —Cerca del campo del señor Bom.
    —En el campo de... ¡mierda! —Jonny mira a Carol—, eso está a tres calles de aquí.
    Carol entrecierra los ojos con fuerza. Demasiada tensión en tan pocos minutos.
    —Otra vez... —le dice entonces a Jonny—, no puede ser, ¡dime que no puede ser!
    Jonny suspira y la abraza, aunque esta siga rígida, casi ida.
    —Eso explica por qué los Tomelloso se fueron hace dos días.
    Ella se aparta de su abrazo.
    —No me jodas, Jonny..., dime que no..., ¡no!
    El grito de Carol se come el resto de estímulos hasta formar un tenso silencio. Jonny baja la mirada ante la inquisidora atención de su esposa. Una brizna de aire entra por la ventana del salón removiendo el polvo de la mesa principal. Varios platos viejos, vasos agrietados y cubiertos oxidados aguardan la cena. Tres sillas carcomidas parecen no esperarles. Afuera, el sol comienza a ponerse. Tiene ese tono rojizo, casi el mismo que desprende la hoja de arce rugosa.
    Como la otra vez.
    Mara, sin embargo, se desentiende y comienza a corretear por la estancia. Tropieza con la mecedora vieja. Luego se sienta y balancea. Le gusta el chirriar de su movimiento. A los cinco segundos se baja y comienza a empujarla, como si estuviera columpiando a alguien. Carol la mira con vista vacía. Otra vez, se dice, otra vez.
    —Hay que ir —interviene Jonny.
    Su mujer recobra la vitalidad y lo observa, ojos entrecerrados.
    —¿Qué?
    Jonny titubea.
    —Hay que devolverla al lugar dónde la encontró.
    Carol niega repetidas veces. Mara, sin embargo, deja de jugar y se encara a su padre. No le ha gustado eso que ha dicho. Le agarra del brazo y le implora que no se lleve al señor Estrella, es su amigo. Su padre, sin embargo, ríe, algo forzado, se pone en cuclillas de cara a su hija y le dice que tienen que hacerlo, que es lo mejor.
    —Además —continúa—, tendrás que acompañarme, princesita, hemos de dejar al señor Estrella tal y como lo encontraste.
    Mara tuerce el gesto, se enfurruña, aunque de pronto se le vuelve a iluminar.
    —¿Puede venir Anton? —agrega entonces.
    —¿Quién?
    —¡Anton!, la encontramos yo y él.
    Carol abre los ojos, Jonny da un espasmo de cabeza tan fuerte que se le revuelve el pelo.
    —¿Quién es Anton? —dice mirando a su mujer.
    Ella respira profundamente.
    —Es el hijo de los Ramirez. Son muy amigos.
    —¡El hijo de los Ramirez! —exclama Jonny, ella asiente—. ¡El hijo de mi «amigo» Rob Ramirez! ¡¡¡Joder!!! —Y entonces sale del salón.
    —¡No!, ¡Jonny! —Carol le sigue. Luego se internan en la cocina. El olor salado de los dispensarios le asalta junto con la penumbra que un candil solitario no puede abastecer. Comienza a hacerse de noche.
    —Jonny, por favor.
    Este le ignora y agarra un enorme cuchillo de caza que estaba encima de uno de los dispensarios. Varias migas de pan caen al hacerlo.
    —Carol, si ese Anton habla, estamos perdidos.
    —Pero... Es solo un niño, no puedes...
    Él niega mientras ella comienza a sollozar, cada vez más nerviosa.
    —Jonny, escucha —le pilla del brazo—, seguro que ni le dio importancia, ¡es un niño! Para ellos todo es un juego, seguro que ni se acuerda... Venga, vayamos a dejar la hoja al jardín de Bom. Vayamos los tres y olvidémonos de todo este embrollo.
    Él da un tirón y la arroja al suelo. Luego trata de irse, pero se queda quieto de espaldas, en silencio, y aferrando el cuchillo. Tiene miedo, lástima, horror. Sentimientos que reflejados en su mujer. ¿Por qué?, piensa, ¿Por qué han de vivir este calvario de nuevo?
    El candil de la cocina los rocía con nuevos tipos de sombras. La noche ya es un personaje más y la afasia se ha adueñado de la estancia. Ella aún en el suelo. Él sintiendo el tacto de cuchillo con mayor aspereza. De fondo, Mara entona una cancioncilla. Parece que sigue jugando en el salón. Un ruido de tazas chocando lo corrobora. Un ruido de cerámica vieja junto con el crepitar de algo rugoso partiéndose; algo alegórico, analógico, como una cosa que no debiera romperse, como... ¿una hoja seca?
    —¡Mara! —gritan los dos al unísono mientras, como un resorte, se precipitan hacia el salón.
    En él se encuentran a su hija junto a la mesilla. En la mano tiene un trozo de algo anaranjado.
    —Mamá, se ha roto, el señor Estrella se ha roto.
    Jonny entrecierra los ojos con fuerza y se le cae el cuchillo al suelo. Carol, se precipita hacia ella y agarra los tres trozos en que ha quedado la hoja. Ahora sí que no hay vuelta atrás. Su hija le agarra de la mano, también está apenada, el señor Estrella era su nuevo mejor amigo.
    De pronto, Jonny da un respingo y se dirige hacia el ventanal. Corre un cortinaje agujereado y amarillento. Luego se acerca al candil más cercano y lo apaga quedando otro pequeño a la entrada.
    —¿Qué haces? —le pregunta Carol, voz indiferente, plana.
    —Tenemos que tapiar las ventanas. Atrancaremos la puerta. Hay víveres para varias semanas, meses si lo administramos bien.
    Carol cierra la mano y arruga por completo la hoja. Mara da gritito, tenue. Luego se levanta y se dirige a su esposo. Cara totalmente serena y voz monótona, sin tono.
    —¿Eres idiota? Tenemos que irnos.
    Jonny se paraliza. Su mujer tiene razón. Solo que...
    —¿Me estás escuchando, pedazo de imbécil? Hay que irse. Prepara el carro antes de que los caballos se adormezcan. Yo voy haciendo los enseres.
    Acto seguido sale ante la vacía mirada de su marido. Mara la sigue. En la cocina coloca un trapo encima de la mesa y comienza a sacar alimentos y poniéndolos encima.
    —Mara —le dice a su hija, voz inusualmente dulce—. Ve a tu cuarto y coge todas las cosas que quieras llevarte.
    —Pero...
    —¡Hazlo! —El grito ha sido tal que la niña responde sin rechiste.
    Luego cierra el trapo en una bolsa y la deposita junto a la puerta de salida. Por un lateral del pasillo aparece Jonny con un saco marrón y viejo que deposita al lado de la comida. Parece más recompuesto.
    —Venga, voy a ver los caballos, tu pilla algo más —dice él.
    Sin embargo, no se mueven. Permanecen quietos escrutándose, como si se hubiera detenido el tiempo. Una lágrima parece recorrer la cara de Carol. Jonny se la seca y le besa en la mejilla. Ella trata de sonreír. Ojalá se detuviera el tiempo, piensa, pero lo que ocurre es otra cosa: unos fuertes golpes; alguien está llamando a la puerta. ¿Tan tarde?
    Carol agarra a Jonny, este se lleva el dedo al labio en señal de que no produzca ningún estímulo.
    Los golpes vuelven a sucederse. Ahora más fuertes.
    —Abrid, sé que estáis ahí. —Es una voz conocida, casi amiga—. Jonny, ¡abre, joder!
    Carol respira fuerte y abre. La figura de Rob Ramírez asoma por el dintel. Es un hombre alto, un par de años mayor que Jonny, complexión gruesa. Lleva una rebeca gris llena de pelusas, camisa blanca y unos abultados pantalones de lana junto con varias bolsas colgaderas.
    —Rob... —titubea Jonny—, ¿qué pasa, amigo?
    El tal Rob se adentra sin decir ni esperar nada.
    —¿Por qué no abríais? Ya están las cosas demasiado difíciles como para que os andéis con jueguecitos.
    —¿Difíciles?
    —Sí, ¿no os habéis enterado de lo de los Tomelloso? Se han marchado, y ya es la tercera familia esta semana. El pueblo se está quedando vacío.
    Jonny hace como que no sabe. Carol ni le imita ni se mueve.
    —Vaya —suelta Rob, sonrisa bien ancha mirando la estancia con descaro—, hacía tiempo que no venía por vuestro casoplón. ¿Y Mara?
    —Está... —se apresura a decir Carol—Está durmiendo.
    —¡Ah!
    Acto seguido se interna por el pasillo. La penumbra pasa por ese corredor como parte de uno más. Telarañas permanecen expectantes junto montones de polvo rinconeros.
    —Malos tiempos, ¿verdad, Jonny? —Rob da un barrido por el pasillo, se asoma la cocina y vuelve a mirarlo—. Parece que está volviendo a pasar eso que nadie queremos admitir.
    Jonny calla y baja la vista. Rob ríe. Una dentadura mellada y amarillenta. Sus ojos pequeños y juntos resaltan como pequeñas perlas malditas.
    —Tienes razón, amigo. Es mejor no nombrar lo innombrable, pero, por muy tabú que sea, es evidente que es una realidad. La oscuridad se cierne sobre los campos, el día cada vez es más corto, el calor abandona los hogares, y luego están esas cosas...
    —La gente solo tiene miedo, amigo —corta Jonny.
    —No —complementa Rob—, la gente se vuelve majara con los cambios. —Esto lo dice mirando los bultos de tela que han dejado minutos antes en la entrada. La sonrisa se le ensancha un poco más.
    Jonny comienza a sentir la frente perlándose. Mira a Carol. Está permanece igual de tensa. Entonces, suena un chasquido procedente del cuarto de Mara junto con el típico canturreo que hace cuando juega con sus muñecas. Rob abre los ojos, les mira, más sonriente aún, y da unos toquecitos a las bolsas.
    —¿Sabéis? Creo que no estamos siendo muy sinceros, ¿no os parece?
    Jonny mueve la cabeza de forma espasmódica y se le acerca. Nota el pulso en cada parte de su cuerpo.
    —Rob, amigo, no es buen momento, ¿a qué coño has venido?
    Rob se cuadra y, de un plumazo se le borra la sonrisa.
    —¿De verdad quieres saberlo?
    Acto seguido mete la mano en una de sus bolsas colgaderas y la vuelve a sacar cerrada en un puño delante de la cara de Jonny. Algo no va bien, lo siente. Rob sigue:
    —Esta tarde tu hija y mi hijo han estado jugando por la parcela de Bom. —Entonces abre la mano. Unas volutas marrones, restos de otra hoja de arce seca, caen en volandas hacia el suelo.
    Jonny abre los ojos, Carol, se lleva las manos a la boca. Rob, sin embargo, con una rapidez sorpresiva, de otra bolsa colgadera, saca un enorme facón y lo lleva al cuello de Jonny.
    Amigo, ya sabes a qué coño he venido.



La Tortilla



Muchos dicen que el secreto está en los huevos. Otros que si la sartén. Algunos que si paciencia y buenos alimentos. Yo de eso no sé nada, aunque sea el mejor hacedor de tortillas del mundo.
    Las hago a la francesa, con habas, de chipirones... La mejor, la española. Incluso un día a la semana me reúno con mis amigos en casa a cenar. Para no perder el contacto, suelen decir, aunque en realidad vienen por la tortilla.
    Primero pongo dos dedos de aceite a la sartén y rebajo el fuego una vez se ha calentado al máximo. Luego añado las patatas y espero a que pochen. Mientras, mis amigos van llegando. Algunos se quedan conmigo, deleitándose con el chuf-chuf de la sartén o compartiendo un buen vino, aunque la mayoría va al comedor. Allí aguarda la mesa, el aperitivo y la fiesta.
    —¡Esta noche promete! —suele bramar mi mejor amigo.
    Cuando la patata está medio hecha, añado la cebolla al punto de hielo «cebollil», como suelen decirme, y me pongo con el ajo. Un diente por cada tres comensales. Los corto a láminas, luego a tiras, después a dados y termino con el mortero. Ahí añado una cuchara del aceite hasta que consigo una pasta cercana al alioli y lo mezclo con la patata.
    Antes experimentaba con otros ingredientes, pero nada como el maíz. Me lo propuso mi novia el día que la conocí. Vino con un amigo y se permaneció conmigo en la cocina todo el rato. Quedé absorto con su mirada tierna, melena dorada, caderas un poco más anchas en comparación con su cintura y esa sonrisa...
    —¿Maíz? —me dijo mi mejor amigo en la mesa cuando probó el primer bocado.
    Asentí mientras miraba de reojo a mi futura novia. Estaba preciosa. Su tez blanca parecía la fuente de luz del lugar.
    Mi amigo suspiró:
    —¿Sabes?, esa chica no te conviene.
    —¿Qué?
    —Hazme caso —y con cierto asco dejó el tenedor en su plato, tortilla intacta—, te lo digo como tu mejor amigo.
    Ese comentario no me sorprendió. Los amigos suelen temer a las novias de sus colegas. Lo que sí llamó mi atención fue que no se acabara la tortilla.
    Fue la primera vez.
    Al principio pensé que era por el maíz. O quizás porque ese día estuve distraído. Aun así, tampoco le di más vueltas. Había conocido a una persona maravillosa con la que congenié a las mil maravillas.
    —¿Así que ahora sois novios? —dijo mi mejor amigo en otra cena.
    Asentí. Él arrugó la nariz y señaló la tortilla. Estaba entera en medio de la mesa.
    —¿Sabes? Tiene un sabor raro, y no solo por el maíz.
    No le entendí. La tortilla estaba perfecta. Aunque podría tener razón; nadie la había tocado. Así que en la siguiente ocasión me esmeré con mayor esfuerzo. Sobre todo con los huevos; ese punto es clave. Primero se bate la clara. Una vez pilla cierta textura, se añade la yema y se mezcla hasta conseguir un caldo homogéneo. Luego, se echa en el mismo bol la patata ya cocida, se remueve y a la sartén.
    —¿Que ya estáis viviendo juntos? —dijo mi mejor amigo en la siguiente velada.
    Después olfateó un cacho de tortilla y arrugó la nariz mirando a mi novia. Estaba seria, triste.
    —Definitivamente —continuó—, has perdido el toque; te has olvidado del fuego lento, amigo mío, y ya sabes; las prisas no son buenas...
    No entendí nada. La tortilla estaba genial, como siempre. Incluso había perfeccionado la técnica de la vuelta. Ese es el toque de maestro. La gente cree que basta con un plato, pero no; hay que hacerlo al aire. El truco es esperar a que el huevo haya cuajado, entonces, se agarra la sartén y se dan varios toquecillos al mango. La masa baja dejando un hueco en la parte de arriba. Ahí toca templar nervios, respirar hondo y firme golpe de muñeca.
    Ese momento era de gran expectación. Mis amigos dejaban todo y venían a la cocina a animarme. Parecía un penalti en la final del mundial. Sin embargo, desde hace unas semanas estamos solos mi novia y yo. Ellos esperan en el comedor bebiendo y charlando. Aunque me gusta más así. Yo y ella. Solos. Su reacción es un gozo. Salta de alegría mientras da palmitas.
    —¡Qué grande eres! —dice mientras dejo la tortilla en el plato.
    Luego ella la agarra con la intención de sacarla, pero no lo hace. En vez de eso corta un cacho y come. Acto seguido comienza a sollozar. Una lágrima dibuja sus pómulos, llega a la barbilla y amenaza caer sobre un suelo que sostiene la fatalidad de una tierna criatura con su pelo dorado, tez luminosa y esas caderas un poco más anchas en relación a su cintura.
    —¿Qué ocurre? —digo. De fondo la algarabía de mis amigos gana presencia.
    Ella señala la tortilla y hace amagos para que la pruebe. Está buenísima. Esponjosa, dorada, con una mezcla de sabores perfecta...
    Vale. Ahora lo entiendo.
    La algarabía del comedor cesa de súbito, como si se hubieran esfumado; como en realidad nunca hubiera estado.
    —¿Sabes, Xiqui? —digo—, se acabaron las tortillas.
    Ella abre los ojos, su cara más luminosa que nunca, los labios rojos esponjosos, y esa sonrisa... Me acerco despacio. Ella espera, tez blanca, indefensa, tremendamente feliz. Alrededor queda el tenue aroma dulzón de una tortilla solitaria y de sabor delicioso pero amargo.



Reto CL: Defenestración circular





La vecina del quinto se ha vuelto a tirar del balcón. Es la cuarta vez esta semana. Hoy ha caído sobre el coche del inquilino del 2º B. Seguro que hay represalias, aunque lo peor es que seguro que los vecinos del bloque vienen a que trate de convencerla para que deje de hacerlo. Se creen que tengo una habilidad innata para convencer a cualquiera de lo que sea. Lo que no saben es que lo que hago es obligar a que la gente haga lo que me apetezca. Es un don.
    O una maldición.
    Me di cuenta en el instituto. El abusón de turno, bastón en mano, estaba haciendo de las suyas:
    —¡Eh, Zanahoria! —ese era mi mote—, dame el almuerzo.
    Suspiré. No podía negarme. Me despedí de mi bocadillo de salchichas no sin antes desear que le sentara mal, que lo vomitara.
    Y ocurrió.
    Al primer bocado, comenzó a gesticular. Luego tiró el bocadillo y se metió los dedos. Una fuente de papilla parduzca salió de su boca junto con espasmos diafragmáticos. Acto seguido, medio repuesto, arrebató el almuerzo a otro niño. Volvió a contraerse y a meterse los dedos.
    Sus compinches lo miraban estupefactos, pero él no dejaba de sisar almuerzos para después vomitarlos. Era divertido. Sus antiguas víctimas, ahora sonrientes, le acercaban sus enseres para verlo agonizar. Él, sin embargo, aceptaba sin rechistar.
    —¿Y qué queréis que haga? —decía a sus secuaces, tono humorístico, casi una canción.
    Siguió haciéndolo día tras día. Paradójicamente, nunca tuvo ningún problema de salud relacionado. Tan solo un trauma a almorzar.
    La siguiente vez fue el día que mi madre entró a casa despotricando del banco. Que si no tenían derecho, que si eran unos ladrones, que ojalá fueran a la quiebra. Y allí fui yo con mi don. Me personé en un banco cualquiera y miré al cajero. Este dejó su teclado y comenzó a tirar dinero por la ventanilla. Algunos lo miraban estupefacto. Otros pasaban y pillaban los billetes. Unos pocos, sus jefes, le gritaban sin consuelo. Él respondía casi en un canto:
    —¿Y qué queréis que haga?
    Sorprendentemente, no lo echaron. Al parecer, mi don no tiene un efecto más nocivo que el propio acto. Solo contrataron a alguien para recoger el dinero y para que le hiciera entrar en razón curtiéndole el lomo a vista de todos.
    Eso me desagradó.
    Puede que el abusón sí lo mereciera, pero esa persona no; solo hacía su trabajo. Así que traté de anular mi maldición con él. Y ahí fue cuando supe que mi don era irreversible y de que no debía volver a usarlo. Solo alguna escaramuza sin maldad, como camareros que no cobran la cuenta, gente sin reparo de cederme el turno en cualquier cola o entrometidos que se pegan coscorrones por llevarme la contraria. Poca cosa. Y siempre con la eterna cancioncilla:
    —¿Y qué queréis que haga?
    No obstante, cuando vinieron esos promotores a echar nuestro bloque a bajo no pude aguantarme. En una reunión con ellos, delante de todos los vecinos, obligué al susodicho jefe de la constructora a tragarse cualquier documento que tuviera su firma.
    —¿Y qué queréis que haga? —comenzó a cantar a sus socios.
    Ahí mis vecinos supieron de mi don, y desde entonces no me han dejado tranquilo.
    Y hoy va a ser uno de esos días.
    El bullicio de la calle va amainando. Por lo visto ya han recogido a mi vecina. El pitido de la grúa recogiendo el coche espachurrado sobrevuela el ambiente. Otro pitido envuelve mi piso: el timbre.
    Suspiro y abro. Es el presidente de la comunidad.
    —Toni, por favor, dile algo a Fanny antes de que sea peor.
    Suspiro de nuevo. Más fuerte. No quiero hablar con la loca de Fanny. Es una vieja que vive apoltronada en su ventana. Se pasa el día fisgando, y desde que se supo de mi don me persigue. Aguarda en su ventana y cuando me ve aparecer por la calle me asaltaba sin reparo. Quiere que hable con su hermana por una herencia de un tío lejano. Es horrible.
    —Juan —digo al presidente—, no puedo hacer nada, de veras. —Y eso es cierto.
    Él se desespera. Por detrás aparecen varios vecinos subiendo a la Fanny a su vivienda. Lleva la cara arañada y una pierna medio doblada.
    —¿Y qué queréis que haga? —les canta a los que la llevan en volandas.
    Luego me mira. Yo sonrío. ¡Ay, Fanny!, ni con veinte defenestraciones dejas de fisgar por tu ventana...

Autorretratos y sonrisas

 


Este relato participa en el concurso del Tintero de oro, este mes homenajeando a Edgar Allan Poe. Yo he tomado como referencia el cuento El retrato oval (título original: The Oval Portrait) es un relato corto escrito por el escritor norteamericano Edgar Allan Poe. Se escribió en el año 1842 y su título originariamente fue La vida en la Muerte. Este texto, que puede ubicarse en la serie dedicada a las musas muertas, se destaca por la sutil condensación de los motivos: una reflexión sobre el arte, una reflexión sobre el amor y la visión alucinada de un Objeto mágico. Se ha dicho que el retrato del cuento remite a un retrato en miniatura de su madre que Poe conservó siempre consigo. (Wikipedia)
    Espero que os guste.


AUTORRETRATOS Y SONRISAS


—¿Por qué no sonríe? —dice la Varonesa Van Sprongen.
    —¿Eso te llama la atención, querida, que no sonría? —bufa la Duquesa de Ô.
    Yo trato de no hacerles caso, de no mirar el cuadro al que se dirigen. Como anfitrión, aparento estar liado sirviendo el Moet Chandon.
    —La verdad es que nada de esta bazofia vulgar llama mi atención —alega de nuevo la Varonesa.
    —¿¡Vulgar!? —Levanto la cabeza sobresaltado, pero finjo indiferencia repartiendo las copas. Y como siempre sin mirar la supuesta obra «vulgar».
    —Exacto, messie; los artistas os creéis poseedores de la excelencia, pero solo sois niños malcriados.
    Me muerdo la lengua. Mis mecenas, los Varones de Arms y Duques de Ô siguen absortos con el cuadro.
    —A mí me gusta —interviene Don Claude, Duque de Ô—, tiene ese estilo macabro que atrapa. ¿De quién es?
    De golpe, siento sus miradas. Mierda. No quiero hablar del cuadro.
    —Es un autorretrato de Ramiro Ramírez. Un pintor español del siglo pasado.
    —¿Quién? —salta la denterosa Varonesa—, nunca he oído semejante mamarracho.
    Suspiro. Sigo sin mirar el cuadro.
    —Es poco... conocido.
    Todos parecen asentir mientras sus atenciones vuelven al lienzo.
    —Pero ¿por qué lleva un cuchillo? ¿Por qué tanta sangre?
    Inspiro profundamente. Está bien, Ramiro, tú ganas.
    —Porque acababa de matar a su mujer —digo, y al fin lo miro.
    Se forma el silencio. Los ojos de Ramiro me observan con ese punto de fuga hacia delante, esa técnica que hace que el personaje te siga con la mirada.
    —¡Vaya disparate! —La Duquesa corta el hielo—, ¿se autorretraró después de asesinar a su mujer?
    —Bueno —río, ojos fijos en Ramiro—, los grandes artistas son «víctimas» de su arte.
    La Duquesa suelta un bufido.
    —¡Mentira!, los artistas sois víctimas de la patética popularidad de masas
    Se forma otro momento de afasia. El bueno de Ramiro nos mira uno a uno, ensangrentado, cuchillo en mano y esa mueca de dolor... ¿Por qué no ríes, Ramiro?
    —Pero —interviene el Duque—, ¿es cierto? ¿Mató a su mujer antes de...?
    Quisiera reír, negar y mirar abajo. No puedo. Solo mantener la mirada fija en ti. Inspiro y expiro sonoramente. Está bien, Ramiro, está bien:
    —Ramiro Ramírez fue un fantástico retratista. Era capaz de plasmar el alma del retratado sobre el lienzo. Desafortunadamente, como todo gran artista, enloqueció buscando su obra magna: su mujer.
    »Su esposa poseía una belleza que irradiaba de su enigmática sonrisa. Sin embargo, en los retratos, aunque posara sonriente, por alguna extraña razón, aparecía seria y ausente de luz, y Ramiro se obcecó con ello.
    »La obsesión fue tal que su mujer, harta de ello, acabó abandonándolo. Pero él siguió intentándolo hasta que un día, ante su enésima obra fallida, cayó rendido y sollozante. Fue entonces cuando oyó la voz de su mujer llamándole. Se irguió sorprendido, pero no vio a nadie.
    »Entonces, lo entendió: el retrato estaba hablándole. Le decía que no se había ido, que había trabajado tanto en el cuadro que al final consiguió encerrar su espíritu en él. También dijo que no era culpa suya que no pudiera pintarla sonriente, en realidad ella no era feliz; su alma triste estampada en cada uno de los retratos se lo advertía.
    »Ramiro negaba incrédulo. La mujer, acto seguido, comenzó a carcajearse. Eso le enfureció. —Ahora sí ríes—, gritó él. Y, agarrando un cuchillo, empezó a rajar el cuadro. A cada cuchillazo un reguero de sangre salía del lienzo mientras el escarnio de la dama iba aumentando hasta que Ramiro desfalleció.
    »Al día siguiente, el ama de llaves entró en el estudio. Encontró el cuerpo de ella con decenas de puñaladas sobre un lecho de sangre y un cuadro: el autorretrato de Ramiro.
    Apuro mi copa. El resto también. O no. Lo cierto es que en la estancia se ha instaurado un silencio tensado por la mirada del personaje del cuadro, cuchillo en mano y salpicado de muerte roja.
    —¡Patrañas! —la voz de la Varonesa rasga un ambiente tan denso como una quiche de sangre coagulada—, ¡otro psicópata asesino de mujeres!
    —¡Eso! —ahora la Duquesa.
    Yo sonrío.
    —¿Y Ramiro? ¿Qué fue de él? —pregunta el Duque.
    —Nunca se supo; como he comentado, fue «víctima» de su arte.
    Dicho esto, un crujido sale del cuadro. Tenue pero perfectamente perceptible. De hecho, todos se quedan quietos sin quitarle ojo. No, Ramiro; por ahí no.
    —Mejor podríamos ir a cenar... —titubea el Varón, voz temblorosa.
    —Sí —la odiosa Varonesa complementa—, y espero que la carne esté bien pasada y sin corte de sangre.
    Varias risas sobrevuelan la sala junto con comentarios sarcásticos y faltos de tacto. Yo, sin embargo, sigo cara al cuadro. Esa mueca de dolor me atrapa siempre que lo hago. ¿Por qué no sonríes, Ramiro? Cuando la mataste sí lo hacías, ¿por qué ahora no?
    Por detrás oigo un fuerte chasquido y sonoras carcajadas. Así son las altas esferas a las que debemos adorar para que financien nuestro arte. Es lo que hay, Ramiro, ya lo sabes...
    El cuadro vuelve a hacer un tenue crujido.
    No, Ramiro, no voy a retratarlos; son nuestros mecenas, los necesitamos...
    La boca de personaje comienza a moverse, o esa sensación tengo, incluso percibo las comisuras curvándose hacia arriba. Por detrás, mis odiosos invitados claman atención. Eso provoca que la sonrisa se ensanche. Esa sonrisa que tanto echo de menos...
    Está bien, Ramiro..., tú ganas: me los cargo y preparo el lienzo; pero no dejes de sonreír.

Ahora sí (y por fin) podemos decir que no estamos solos






Aunque hoy en día parezca algo sacrílego, la odisea en la tierra de los Seres fue difícil. Su llegada, hace diez años, fue recibida con bastante rechazo social. En aquella época la sociedad estaba bastante revuelta. Los negacionistas alegaron que dichos seres eran otra maña gubernamental para justificar las crecientes crisis energéticas. Por otro lado, los agoreristas, también llamados tragacionistas indignados, alegaban que los Seres no solo eran los culpables de las crisis energéticas, sino también los causantes de la primera Gran Pandemia de 2020 trayendo esos virus mutantes que no crean inmunidad y resistentes a las vacunas. El término alienígena era sinónimo de aversión.
        Las autoridades se vieron obligadas a ceder ante la opinión publica.
    Sin embargo, el parecer social cambió. Los colectivos reprimidos vieron reflejada en ellos su desdicha. Muchos adjuntaron la “A” a sus siglas como parte de la sempiterna protesta por la igualdad. Ese hecho, junto con el desvío de atención de los negacionistas y agoreristas hacia las polémicas imágenes del reverso oscuro de la segunda luna de Marte, cambió el rumbo del malestar alienígena. Rumbo finalmente recompensado, ayer mismo, por el gobierno global: los aliens ya son un nuevo integrante terrícola. Además, a modo de disculpa ante las adversidades sufridas, se ha acordado que son terrícolas no desde ayer, sino desde que llegaron hace diez años.
        Ahora solo queda resolver los trámites con hacienda. Y es que, los nuevos terrícolas se enfrentan a serias sanciones y multas. Algo totalmente entendible; llevan una década evadiendo impuestos.   


Las normas

Las normas
Versión extendida en negrita y cursiva
(Relato fuera de concurso)

Ramiro Ramírez




Se dice que el primer día de trabajo suele ser duro. El mío más que duro fue... delirante.
    Ese día, la agencia era un hervidero. Se había producido un asesinado en un viejo y maloliente piso periférico. Yo, como novato, tuve la ardua tarea de ir a por cafés y rosquillas; y es que, mis jefes se creían policías de verdad. Luego, pedido en mano, me personé en el lugar, sin embargo, en vez de un bloque de pisos viejos y medio andrajosos, lo que me encontré fue una enorme mansión. Me había equivocado, o eso pensé. Pero, los datos eran correctos. Puede que algo no había entendido bien, o puede que estuviera ya delirando. Fuera como fuese, ahí empezó mi periplo.
    De pronto, por la enorme puerta de dicha mansión apareció un personaje joven, mal vestido, con el pelo deshecho y cara pálida, muy pálida.
    —Detective, ¡por fin!, ya pensaba que no vendría.
    Me agarró y metió adentro.
La casa era inmensa. Altos techos, paredes impolutas llenas de contornos dorados y mobiliario antiguo, como si estuviéramos en otra época. El susodicho guía iba poniéndome sobre aviso. Él había llamado al departamento; había sufrido la tragedia en sus carnes.
    Al poco, entramos en un salón tan espacioso que parecía infinito. En él, delante de una enorme chimenea, había un hombre sentado. Era viejo, bastante gordo y con ropajes acordes al lujo del lugar. De frente, en un angosto sofá, permanecían con la mirada perdida dos mujeres y un hombre. Por la vestimenta, miembros del servicio. Mi guía señaló al hombre gordo.
    —Es él.
    —¿Él? —contesté. Ninguno de los cuatro personajes hizo nada, como si no hubieran reparado aún en nosotros.
 —El asesino. Él ahogó a la víctima.
 —¿Qué...? ¿Cómo... lo sabe?
 —Porque es el dueño de la casa.
 Removí la cabeza espasmódicamente.
    —Pero ¿y el cadáver?
    —Ese es el quit de la cuestión: no aparecerá hará hasta que usted averigüe quién ha sido asesinado.
    —¡¿Qué?!
    —A ver, detective —bufó entonces—, una persona de este cuarto ha muerto, y usted tiene que averiguar quién, si no el asesino se irá de rositas.
    Comencé pestañear con fuerza, esto debía ser una novatada.
    —¿Qué juego es este?
    Él se acercó.
    —Esto no es ningún juego. Una persona ha muerto a manos de este tirano —señaló al casero—, y usted debe desenmascararla.
    Eso ya fue demasiado, este tío estaba loco, o eso pensé.
    —Esto es absurdo.
    —Los asesinatos también lo son.
    —Pero —miré de nuevo al casero, seguía ausente—, ¿está usted en sus cabales?
    Él negó visiblemente contrariado.
    —Señor Ramírez, el tiempo vuela...
    Abrí los ojos, casi se me caen.
    —¿Cómo sabe mi nombre?
    Él volvió a negar. Comenzaba a impacientarse. Pero es que era una locura. Tanto el casero como el servicio continuaban quietos con mirada al vacía al frente. Entonces miré al joven paliducho y desaliñado.
    —Vale —dije, más presa de mi nerviosismo de novato que del raciocinio que pudiera tener—, ¿me está diciendo que este hombre ha matado a alguien y que el cadáver aparecerá cuando yo averigüe quién ha fallecido?
    —Exacto.
    —¿Y tal persona está en este cuarto?
    Volvió asentir.
    —¿Y si adivino quién es morirá?
    —Más o menos.
    Torcí el gesto.
    —Pero si no lo hago, no morirá, ¿verdad?
    —Esa persona ya está muerta, señor. Lo único que puede pasar es que, si no lo averigua, el asesino quede impune.
    Comencé a sudar. En la academia había estudiado miles de ejemplos de cómo encontrar a un culpable una vez hallada la victima. Pero, ¿hallar la victima partiendo del causante? Era de locos. Se ve que hay cosas que no se enseñan, solo se adquieren con la práctica, y eso era la mejor y única baza a la que podía agarrarme para afrontar esa macabra situación. Ahí entendí lo de los donuts y el café; necesitaba cafeína y colesterol en vena.
    Los personajes continuaban sin decir ni hacer nada. Solo esperar cual autómatas sin consciencia. Me concentré en el servicio. Mayordomo, ama de llaves y cocinera. Según la extraña premisa de mi guía, uno de ellos debiera ser la víctima. Pero ¿cuál? Estaban sentados en un sofá. Delante había una mesilla con varios objetos extraños y unas hojas, por lo que leí, contratos de trabajo. Eso llamó mi atención. Ahí podía tener una pista. Las pillé y me di cuenta de que no eran contratos, sino palabrería burocrática de semántica enrevesada y técnica.
    —¿Qué es esto? —le dije al guía, papeles en alto.
    —Las normas.
    —¿Las normas?
    —Ya sabe, directrices básicas para el correcto funcionamiento del hogar.
    Volví a ellas. Me perdía leyendo. Las frases eran largas y rebuscadas. El guía rio.
    —No trate de entenderlas, es imposible.
    —¿Imposible?
    —Sí. Por eso son normas.
    —Pero, ¿eso tiene sentido?
    —La verdad es que sí. Los sirvientes solo tienen que seguirlas y listo.
    —¡Ah! —dije, sin entender—, y ¿cómo las siguen?
    Bufó y me las arrebató.
    —A ver, básicamente dice que, por motivos temporales y solo por el bien común, los quehaceres del hogar han sufrido un retoque. A partir de ahora, el mayordomo dejará de hacer sus tareas para encargarse de la cocina.
    —¿La cocina?
    —Sí, porque la cocinera tiene ayudar a la ama de llaves, esa canija no llega a los candiles; ¡cada vez cuesta más encender la luz!
    —Pero eso debería hacerlo el mayordomo, ¿no?
    —Correcto, pero como está con la cocina, no puede encargarse de tales menesteres.
    Negué repetidas veces.
    —Eso es un poco surrealista, ¿no cree?
    —No, son las normas.
    —¡Pero si son absurdas!
    —En absoluto, solo es que no las entendemos, pero para eso está el casero gobernante, él las redactó.
    —Eso aún tiene menos sentido.
    Entonces rio.
    —Pues aún no sabe lo más gracioso, lea...
    Me pasó la última hoja. Una especie de anexo. Traté de leer. Costaba, y no solo por la palabrería rebuscada sino porque la luz comenzaba a menguar. No era de extrañar con las normas de esa casa. Aun así algo conseguí descifrar. Más bien la última frase, aunque cada vez había menos luz, incluso sentía que el espacio se iba cerrando hacia mí: «Y por consiguiente, para finalizar, y por el simple y llano bien comunal, las deficiencias que las nuevas normas pudieran sufragar a los menesteres de la casa debían ser subsanadas por el inquilino de la misma».
    —¿El inquilino? —dije sin levantar la mirada.
    —«Ese soy yo» —dijo el joven desaliñado.
    Entonces, levanté la vista alertado y me encontré con un habitáculo mecido dentro de una oscuridad irreal. No parecía el mismo. De hecho, no lo era. En su lugar me encontraba en un cuartucho pequeño, sucio y maloliente. Ni rastro de la chimenea y mobiliario caro. Ni rastro de ese casero y su servicio. Solo polvo, una mesa con un par de sillas maltrechas y una persona tirada en el suelo: el joven paliducho, el inquilino.
    Él era la víctima.
    —¿Ramírez? —oí a mi espalda.
    Me giré. El detective en jefe aparecía por la puerta del pequeño piso.
    —¿Ha traído los cafés?
    No contesté, en su lugar señalé a la víctima.
    —Es él, lo encontré.
    Mi superior soltó una risotada.
    —Magnífico poder deductivo, novato, lo complicado ahora es saber quién lo hizo.
    Levanté la mirada.
    —No, eso también es fácil: ha sido el casero; lo ahogó.



Imagen extraída de Pinterest, si está sujeta a derechos que se me avise y la retiraré.

La Cúpula




La nada. Ese vacío lleno de ausencia. Sin sentimientos, dolor o pensamiento. Un abismo absoluto y negro con tintes oníricos, como un escozor antiguamente sentido en la boca del estómago mitigado por esa nada que, de pronto, comienza a perder esencia, a disiparse. La oscuridad se va esfumando en torno a una luminiscencia opaca pero en aumento, como si estuvieras saliendo de un túnel. Junto a ella, se asocian otros malestares: un pavimento frío, una opresión en el pecho, el sentimiento de pérdida y un enorme quemazón en la boca del estómago. La vista se aclara y con ella los pensamientos. Tienes la mejilla contra algo. ¿Qué haces en el suelo? De pronto, movido por algo que no entiendes, te incorporas como un resorte. Tienes las manos y tu atención en el estómago. Casi no puedes pensar en nada. Solo mirar hacia delante. Ves una persona. ¿Quién es? Entonces, oyes un estruendo invertido y de tu barriga sale algo que se mimetiza con una voluta de humo que es absorbida por un revolver que sostiene un tipo delante de ti. 
    —zerímaR, adivlo on alupúC aL—dice esa persona. 
    Luego se queda quieto apuntándome. La puerta del ascensor se cierra y comienzas a ascender. En el suelo hay un papel hecho una bola que da un bote hacia tus manos. Jugueteas con él hasta que se despliega. Hay algo escrito. 
    «La Cúpula no olvida». 
    Desfrunces el ceño. Aún no entiendes la gravedad de esas letras. Tampoco te va a dar tiempo.

Aquella segunda mañana

 



La luz entra por mi ventana regando la estancia con ese halo de... ¿de qué? ¿Dónde estoy? 

 Permanezco acostada. No puedo moverme. Las mantas se me enredan como si tuvieran vida propia. A malas penas logro ver el habitáculo. Parece cuadrado. Tiene un enorme armario empotrado que copa toda la pared de enfrente. A un lado la ventana y al otro dos puertas negras. Trato de levantarme. Me cuesta. Eso no me es desconocido. Y es que me asalta el recuerdo de que alguna vez me he visto envuelta en un atolladero similar, pero no estoy segura. Es como si mi raciocinio continuara dormido, o ausente.  Trato de moverme, de salir de la cama. Pero esta me tiene cogida. Hago fuerza y consigo librarme de alguno de sus pliegues. De pronto, aparece un bulto a mi lado, como si algo o alguien hubiera estado agazapado esperando a que lo viera. Otra sensación de deja vu. ¿Qué es este bulto? Creo que no es la primera vez que lo veo. Me incorporo hacia él con cautela, con miedo. Agarro las mantas y lo destapo en un arrebato. No hay nada, solo un montón de pliegues de las miles de mantas que al parecer tiene esta cama. Nada más. Todo es muy extraño, y es que, bajo ese bulto, me esperaba otra cosa.  De pronto, algo me presiona en la espalda. Me revuelvo y encuentro un reloj, uno un tanto extraño, con la sensación de que ya lo he visto antes, aunque no recuerdo de dónde.  Entonces, un ruido proveniente de la ventana lateral me devuelve a la realidad. Aunque esta sea un tanto surrealista. Sin embargo, noto cómo las fuerzas colman mi cuerpo, parece que ya estoy más despierta, o menos aletargada, y puedo moverme con mayor facilidad, aunque mi mente siga sin recordar dónde estoy o cómo he llegado aquí. Me levanto. El habitáculo desprende ese olor a nuevo, a vacío. Asomo a las puertas laterales. Una es un lavabo, la otra conduce a un pasillo. Me interno por esta última y me encuentro varias habitaciones adosadas a él. En una hay una especie de despacho lleno de libros, un piano y varias partituras desparramadas por una mesa de vidrio. Parece un desorden ordenado, aunque no me acaba de cuadrar que yo pueda ser así. Salgo y me asomo en la otra habitación. Es un cuartito pequeño, con un armario empotrado y dos camitas pequeñitas puestas una sobre otra, como un escalón. En ellas, la pulcritud del cuarto en el que me he despertado vuelve a asomar, aunque también la ausencia, el vacío. ¿Qué raro?  Sigo por el pasillo. Este hace una ese y aparezco en un amplio y iluminado salón con un sofá enorme de color marrón en un lado y una tele de frente junto a un enorme ventanal. Todo huele a limpio, pero ese limpio artificial, como de habitación de hotel. En un rincón del enorme habitáculo una gran mesa de comedor permanece solitaria, pero de forma extraña, como expectante. Me acerco con sigilo. Entonces veo una especie de carta o hoja. Es diminuta, como una cuartilla o tarjeta de visita.  «¿Aún no sabes dónde estas?», reza la tarjeta. Letras picudas hechas a mano.  —¿Qué demonios es esto? —me digo. Entonces, oigo algo a mi espalda. Como unos pasos acompañados de unas risillas justo en la entrada del salón. Me giro sobresaltada. No hay nada, pero he podido ver una sombra escondiéndose por la puerta. Con el corazón en un puño me acerco. Pero afuera no hay nada. Todo está como lo dejé. De pronto, otro sonido. Más tenue pero claro. Los mismos pasos y risillas. Parecen provenir de una puerta a la derecha que no había visto. Voy, con cautela, no sé qué puedo encontrarme. Es una cocina. Muy ordenada, olor a lejía con aromas afrutados. Armarios altos, una vitrocerámica algo desgastada junto con varios electrodomésticos y una mesilla al lado de una ventanilla. Pero nada más. Qué raro. Me giro y me topo con una nevera. Hay varias fotos enganchadas en los imanes. Fotos de cosas, como un coche grande y verde, una especie de instrumento musical, una ratoncita con un bonito lazo y otra de esas odiosas tarjetas de visita con su letra picuda: «¿Aún no lo sabes?». —Pero...  No puedo terminar la frase. Otro de esos pasos por detras de la puerta. En ese momento estoy cerca y puedo ver algo correteando por el pasillo, aunque ha sido tan rápido que no estoy segura. Parecía un par de hombrecillo en miniatura, como dos duendecillos de cabellos dorados. Voy tras ellos, o tras la dirección que pienso que han tomado. Tuerzo por el pasillo de nuevo y aparezco en el habitáculo donde me he despertado esta... ¿mañana? ¿Por qué esta mañana? Es extraño, pero por más que lo pienso me parece que hace mucho de ese acontecimiento. Como si hubiera sido semanas, meses atrás, cuando me he despertado en este lugar. ¿Por qué? ¿Quién son los duendecillos? ¿Dónde estoy? —¿Aún no lo sabes? —oigo a mi espalda, voz clara y algo entrecortada.  Me giro sobresaltada y me encuentro a un hombre alto, cabeza despoblada, tez blanquecina y mirada algo desorientada pero amistosa. Entonces me acuerdo, o por lo menos de él sí. Es mi novio, o el que creí mi novio aquella mañana cuando desperté en otro lugar parecido a este. Aunque ahora hay algo distinto. El ambiente y el lugar lo es. De pronto, de detrás de él, brotan dos personitas. Son los duendecillos que he visto antes, aunque ahora ahora no me parecen duendecillos, sino dos angelitos pequeños, dos niños, uno un poco más alto que el otro, pelo rubio y mirada traviesa.  —¿Ya lo sabes? ¿Ya sabes dónde estás?—vuelve a preguntar mi pareja, siempre risueño. Siempre perfecto.  Sonrío. Claro que lo sé. Él se acerca. Los dos niños corretean entre ambos mientras el espacio que nos separa va disminuyendo hasta que quedamos muy cerca, me besa con sus carnosos y suaves labios y me susurra: —«Xiqui», ¿sabes también qué día es hoy? 

El diamante





—¡Compra! —dice el Ser Superior.
    Aparto la mirada del escaparate, pero una vendedor de lotería me corta el paso.
    —¡Compra! —vuelve a decir el Ser Superior, voz fuerte y rápida, como un ladrido.
    Me detento y miro hacia arriba. Está por encima de mí, levitando. Es pequeño, verde, con cuernos, alas y rabo. Parece más un diablillo aceitunado que un ser superior. No sé por qué lo llamo así. Lo peor es su sonrisa, siempre bien puesta, siempre macabra. Lleva años acompañándome y solo me habla cuando veo algún anuncio o cualquier cosa que pueda ser comprada. Una maldita voz en mi cabeza con imagen incluida. Simples alucinaciones, suele decir mi psiquiatra.
    Un autobús ruge por mi lado. Lleva una famosa marca de colonia en un lateral.
    —¡Compra! —ladra de nuevo.
    Retiro la mirada instintivamente y me topo con un comercial repartiendo flyers.
    —¡Compra!
    Joder. Por regla general suelo evitar las calles comerciales, pero hoy en día es difícil. Tuerzo por una esquina y choco con una señora cargada con varias bolsas, algunas de las cuales caen, aunque lo peor está por venir: día de mercado.
    —¡¡¡Compra!!! —El Ser Superior parece hacer chiribitas mientras ladra.
    Trato no hacerle caso. Pero mire donde mire hay algo para comprar. Cierro los ojos y comienzo a tantear la pared, como un invidente. Logro acallar los ladridos, pero entonces, la pared se alisa y enfría. Otro escaparate. Maldita sea. Hoy puede que sea el día que tengan que venir a internarme o que me desmaye totalmente ido.
    Abro los ojos.
    —¡Mierda! —grito.
    Efectivamente, estoy ante el escaparate de una joyería en medio del cual aparece un diamante del tamaño de un grano de café. El Ser Superior se va a volver loco.
    Sin embargo, no dice nada. Qué raro. Miro arriba. No está. A los lados. Tampoco. ¿Qué ocurre? Vuelvo a mirar el pedrusco. Es un diamante blanco, suspendido entre dos tiras doradas que se cierran como un anillo. Una auténtica obra de diseño, ingeniería y belleza hipnótica, hechicera, absorbente...
    —Es precioso, ¿verdad? —Oigo de pronto a mi lado.
    Una chica de casi treinta años aparece, o a lo mejor ya estaba ahí cuando he llegado. Es rubia, tez blanca, luminosa, y unos ojos tan azules que parecen dos bombillitas.
    —Vengo todas las mañanas a verlo —no deja de mirar el diamante—, me tiene enganchada.
    Yo la observo. A ella y en rededor. El diablillo sigue ausente; no entiendo por qué.
    —¿Le puedo contar algo? —me susurra—, tengo la teoría de que ese anillo es mágico.
    —¿Mágico? —carraspeo.
    —Sí. Desprende no sé qué cosa que ahuyenta los malos augurios. Yo vengo todos días y me siento mejor solo con verlo.
    —Ah. —Miro de nuevo el pedrusco pensando que no estoy solo en este mundo, que hay locos en todas partes.
    Sin embargo, esta tierna criatura tiene algo de razón. Desde que lo he visto el Ser Superior ha desaparecido. Y justo tendría que hacer lo contrario, ¿por qué...?
    —¿Le apetece hacer una locura? —le digo de pronto.
    Ella frunce el ceño en una expresión tan inocente como bonita. La cojo del brazo y entramos no sin remirar hacia todos los lados por si el diablillo estuviera agazapado esperando. Pero sigue ausente. Dentro aparece un dependiente, bien vestido y con gafas redondas.
    —¿Qué desean? —pregunta.
    —Puede enseñarnos ese anillo —señalo al escaparate.
    Él sonríe y obedece servicial.
    —Aquí lo tiene.
    Lo agarro con cierto reparo. Es precioso, único, incluso percibo esa sensación de bienestar que me comentaba la chica. Al final va ser cierto que es mágico. Ella lo observa embelesada. Entonces, le cojo la mano y le encajo la sortija. De pronto, su semblante cambia: los ojos se le ensanchan, la sonrisa y tez se le iluminan, incluso la iridiscencia del diamante brilla más. Parece como si ambos estuvieran predestinados. Es maravilloso. Magia, pero de verdad.
    —¿Sabe qué? —le digo al absorto dependiente—, no hace falta ni que me lo envuelva, ¡se lo lleva puesto!
    —¡Cómo! —brama ella—, no... no puedo aceptarlo...
    —Tranquilícese —le digo—, soy inmensamente rico.
    No es cierto, en realidad el anillo vale lo que ganaría en medio año, pero el altruismo bancario me ayudará a pagarlo a cómodos plazos.
    Ella sonríe con su ya habitual timidez.
    —No puedo... —susurra, yo me mantengo inflexible. Este ser junto con el anillo se han cargado al diablillo, todo lo que haga será poco.
    Al poco aparece el dependiente y pago. Ella mira el anillo risueña, soñadora.
    —¿Cómo podría agradecérselo?
    Sonrío. Entonces, ella pilla un papel del mostrador y anota algo, luego me lo da con una alegría nerviosa. En sus ojos veo reflejada parte de mi dicha junto con unas motas verdes un poco raras. Luego me besa en la mejilla y se da la vuelta hacia la salida no sin antes reír de un modo un poco distinto, como más perverso, como si quisiera mostrar otra cosa, como si...
    Muevo la cabeza espasmódicamente, algo no acabo de entender. Entonces reparo en el papel:
    «¡Compra!», dice el susodicho.
    Desorientado, levanto la vista. La chica está de espaldas y abandonando el local. En su hombro aguarda al indeseable diablillo. Sonrisa siniestra, diabólica. Asquerosa.
    —¿Desea... ¡¡¡comprar!!! Algo más? —dice el dependiente a mi espalda.
    Me giro sobresaltado y lo veo, risa macabra plagada de motitas verdes. Ahora lo entiendo, serás cabrón...
    —No tengo elección, ¿verdad?
    Él niega. Yo suspiro y saco mi tarjeta de crédito.

La fiesta de los payasos

 


¿Que por qué una fiesta? Porque la vida es una fiesta, lo que pasa que poca gente es consciente de ello..., sí, ya sé: es complicado, a mí me lo explicó César..., ¿que quién? Pues César..., ¡Cesar Romero, leñe!, el divertido villano, aunque solo como pistoletazo de salida algo infantil; la fiesta de verdad comenzó cuando apareció Jack..., ¡exacto!, el mismo que dijo eso de «¡Aquí está Jack!»; un tipo macabro, retorcido y, sobre todo, dementemente divertido..., ¿en qué sentido?, ja, ja, ja, imagina la risa más sarcástica y aterradora que hayas oído, pues eso..., vale, vale, tienes razón; reconozco que así no basta; falta la parte oscura, la que aportó el pobre de Ledger..., sí, como lo oyes, el mismísimo Heath Ledger; ese tipo era la ignominia pura, la maldad por maldad, por absolutismo..., ¿no lo crees?, te entiendo; nunca hay que fiarse de alguien que siempre va con la sonrisa puesta..., ¿cómo?, ¿tontitos? ¡ah, claro!, tú te refieres a Jared; pero es que todo grupo debe tener a ese amigo apático y medio ausente, aunque no por ello dejamos de quererlo..., ¿que por qué?, porque engrandece la figura del resto, como al último, al bueno de Joaquim..., sí que lo conoces, es el más chalado de todos, pero también el más comercial, cosa que nos ha venido bien: ha hecho que parezcamos menos malos..., ¡claro!, ¿no?, ja, ja, ja..., ¿qué no entiendes?, ja, ja, ja..., ¿Que quién soy yo?, ja, ja, ja..., ¿en serio me estás preguntado eso?


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