El cuchillo sigue mirándome. Y se ríe. Odio que se rían de mí.
Siempre lo hace cuando entro al lavabo. Ya ni recuerdo cuánto tiempo lleva ahí, apoyado en la la pileta. Esperando.
Esperando.
Es un simple cuchillo de cocina, punta oxidada, siete centímetros de largo y mando de madera vieja. Lo dejé ahí el fatídico día que el mundo perdió el reflejo.
El reflejo.
Era una mañana cualquiera de un día cualquiera de un mes cualquiera. Estaba frente del espejo acicalándome cuando un remoto estruendo sacó mis pensamientos a bailar. Parecía como si algo hubiera impactado contra la tierra produciendo un tremendo golpetazo acompañado de desconcierto, miedo y polvo.
Mucho polvo.
Evidentemente, es solo una metáfora para tratar de explicar qué sentí en ese momento. No cayó nada. Sin embargo, cuando todo ese polvo metafórico desapareció, el espejo sufrió lo que se conoció como el opacamiento.
Fui a por el cuchillo y traté de raspar el espejo para quitar lo que se hubiera quedado pegado. Pero la superficie continuaba lisa, sin desperfecto y sin reflejar nada.
Llamé a mi mujer para contárselo, o para cercioarme de que no estaba loco. Ella se quedó de piedra. No era para menos. Aunque lo más tenebroso fue cuando comprobamos que el resto de los espejos que teníamos por casa estaban igual.
Hizo un par de llamadas y le contaron que algo había pasado con los espejos, que era una cosa global, incluso había salido en los noticiarios.
Esto es serio, pensé.
Sin embargo, al poco se le quitó hierro al asunto. Al menos, esa premisa era la que se vendía desde los círculos sociales más influyentes.
—La gente no quiere espejos —decía un tipo en una mesa redonda junto con otros expertos que solían ir a debatir en ese programa televisivo—, la gente tiene a su alter ego digital. Ese es su espejo.
—¿Quiere decir que esto es un resultado previsto? —preguntaba el moderador.
—No, quiero decir que esto no importa a la gente.
La verdad, tenía razón. Al poco, a nadie le obsesionaba el incidente. La vida continuó casi igual salvo por una pequeña cuestión: los bichejos.
Y es que un sector de la población cambió. Se desmejoró. Como si al no tener espejo no pudiera acicalarse. La primera vez que vi a uno asomó de manera fugaz por la calle. Parecía un homúnculo deforme. Daba grima. Tez blanquecina, caminar trastabilloso mientras emitía un ronroneo lejano. Él me miró y salió corriendo hacia un oscuro callejón.
Y cada día me encontraba a uno. Siempre de manera fugaz, temían ser vistos. Un día le pregunté a mi mujer por ellos.
—¿Bichejos? —rio—. ¿Qué tonterías dices ahora?
No insistí. ¿Para qué? Además, parecían inofensivos. Pero entonces, una mañana la vi hablando con uno. Eso me enfureció.
—¿Conque no sabías nada de ellos? —le dije en casa.
—¿Qué dices?
—¿Que qué digo? Dime tú con quién te juntas.
Suspiró profundamente. Varias veces, de hecho.
—No, por favor, otra vez no.
Vale, siempre hemos tenido problemas de celos, pero es que en ese caso era distinto. Aun así, quise restarle importancia; ese bichejo era repulsivo, ella nunca me engañaría con eso. Y ese pensamiento fue tranquilizador, durante un tiempo. Porque cada tarde la veía con uno, y si le preguntaba, me decía que no empezara. Y eso avivó mi obsesión con ellos.
Un día seguí a uno. Era tarde. Bajó por la calle que da a las escaleras que descienden al río. Cuando llegó al claro que bordea el nacimiento, vi que se reunía con varios de ellos. Me detuve alertado. Nunca los había en grupo. Algo ocurría. Algo nada bueno.
—Es mejor que te ocultes —oí a mi espalda.
Me giré con el corazón a mil. Me encontré a un hombre mayor, pelo blanco y cara amistosa.
—¿Qué?
—Que es mejor que no nos vean, no cuando están juntos.
—¿Por qué?
Él rio.
—Créeme.
Yo asentí, algo repuesto del sobresalto y le señalé.
—¿Qué son? ¿Extraterrestres? ¿Demonios? ¿Mutaciones salidas de laboratorio?
Volvió a reír.
—No, es mucho más simple, y terrorífico: son nuestros reflejos, nacieron el día del opacamiento.
—¿Cómo?
—Soy físico. Ese día estaba haciendo un experimento con espejos. Lo tengo todo grabado. Salieron justo en el momento del estruendo, pero lo hicieron demasiado rápido para el ojo humano.
Eso tenía aún menos sentido, pero ¿qué lo tiene hoy día?
—¿Qué pretenden?
Suspiró.
—Nada bueno, creo. Llevo tiempo estudiándolos. Parecen inofensivos, pero no lo son. Sobre todo cuando están juntos. Puede que quieran acabar con nosotros, no sé, lo único que tengo claro es…
No pudo seguir. Un enorme grito, proveniente del claro, inundó todo. Nos habían visto.
—¡Mierda! ¡Corre! —gritó el viejo.
Y eso hice. Correr. ¿Hacia dónde? No sabía. Solo correr. La adrenalina es vigorosa, sobre todo cuando el miedo arrecia, y correr es el primer impulso. El segundo es buscar cobijo. Mas si gritos ensordecedores te acompañan. Gritos desalmados, agudos y desconcertantes. Eso ayuda a segregar más adrenalina. Y a correr. De pronto, aparecen calles pobladas de gente que te mira sin saber por qué corres, gritos que asoman desde ventanas, puede que el miedo se haya esparcido, que yo vaya sembrándolo mientras corro, o puede que en cada casa ya haya un par de bichejos. En esos momentos, no se sabe, solo se busca cobijo, uno que viene en forma de hogar, el mío, al que llego jadeando. Por detrás, la calle se va poblando de bichejos. Me van a pillar. Entro, pero no puedo cerrar. Están casi encima. Subo, me meto en el lavabo y cierro. Afortunadamente aún sigue el cuchillo. Este se ríe de mí, y con razón. Mientras, oigo golpes. Golpes que se aproximan, que se ceban con la puerta del lavabo. Me han pillado.
Pero de pronto:
—¿Qué haces? —oigo desde afuera. Es mi mujer—. ¡Abre!
Los golpes cesan. No así la tensión. Abro. Efectivamente ella aguarda solitaria. Yo le doy un tirón y la meto adentro. Luego cierro, aunque no haya visto a nadie más.
—Ah —grita—, ¿qué...? —entonces repara en el cuchillo—, ¿qué haces con un cuchillo?
Señalo la puerta.
—Por los bichejos.
—¿Qué bichejos?
Y exploto:
—¡Esos que nos rodean!, ¡que salieron de los espejos!, ¡esos con los que tú te relacionas, con los que te veo hablando cada dí…! —Entonces lo entiendo—, ¡claro!, ¡tú estás con ellos!
—¿Qué? —grita.
¿Se está riendo de mí? Odio que se rían de mí. Aferro el cuchillo.
—Te he visto con ellos, y luego dices no quieres hablar del tema. ¿Estás en el ajo?
—¿Qué ajo? ¿Tú te escuchas?
Trata de zafarse, pero la agarro y la tiro al suelo.
—No te rías de mí.
Ella empieza a llorar.
—¿Qué dices? Estás loco, enajenado. ¡Mírate!
Entonces señala el espejo. Está a mi lateral. En él hay algo reflejado, ¿algo reflejado? Sí, hay un tipo andrajoso, denteroso y deshecho. Es un bichejo. O el reflejo de uno de ellos. Tiene un cuchillo en la mano apuntando hacia la porción de mi mujer que sale reflejada del espejo.
El bichejo me mira y ríe.
Yo suspiro y no rio.
Alguien grita de fondo.
Y el cuchillo sigue mirándome. Y se ríe. Odio que se rían de mí.
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