Selene





Érase unos golpes. Duros, constantes, repetitivos, como parte de una personalidad con problemas maniáticos de orden. El portón que los recibía cabriolaba de tal forma que temía salirse de su marco. El ruido reverberaba por la estancia colmando cada recoveco, cada rincón, cada minúsculo sentimiento. La vida en aquella casa hacía tiempo que no era nada sin esos manotazos y las súplicas que los acompañaban. Érase una vez unos golpes que aporreaban una puerta castigada por el paso de los siglos, hasta que de pronto, cesaron.
    Lo hicieron de forma súbita, como si algo hubiera anegado las miles de manos que castigaban su inmarcesible madera. Selene no lo supuso, pero eso propició el devenir de su historia. Llevaba años encerrada, casi desde que la Luna y el Sol oficiaron su divorcio. Aun así, tampoco le molestaba; divagar por los receptáculos con los golpes de fondo era parte de su día a día. A sus adoradas luciérnagas tampoco le importaban. Esos diminutos bichos eran ya parte de su ser. Desde que perdió el brillo, ellas eran la única fuente de luz de la casa. Solían posarse en el techo, formando patrones constelares dignos de admiración, o volaban a su paso, como indicando la estela a seguir. Casi siempre dentro de un sigilo sordo. Sigilo que se veía truncado por los incesantes golpes que irrumpían a diario. Eran las gentes del valle que acudían a ella como último recurso, o más bien como único, y el motivo no era otro que Áureus.
    Áureus...
    El maldito gobernante que mantenía con tiránica mano férrea el valle. Su poder suponía un constante tributo a pagar. Tributo que, incluso desde los tiempos en que compartía trono con Selene, ya era macabro. Pobres mequetrefes, pensaba Selene, pero en el fondo, tampoco pueden hacer nada. Nadie puede escapar al poder de Áureus, ni siquiera ella, aunque estas desgraciadas gentes piensen lo contrario, aunque se personen día a día en su casa implorando su bondad y buen hacer, aunque tiempo atrás ella misma se creyera capaz de domar al Supremo. Ignorantes. Todos, incluída Selene, la supuesta hechicera, la supuesta hada del mundo antiguo capaz de aplacar la ira de Aureus. ¡Ignorantes! Ella nunca tuvo ningún tipo de poder. Solo es una vieja loca que ahora ha perdido hasta su luz y solo sabe conversar con luciérnagas.
    Sin embargo, los golpes en la puerta le otorgaban cierta tranquilidad. Y no solo por la sensación de sentirse parte de todo, sino porque significaba que Áureus aún no había llegado tan lejos como para aniquilar la vida. Pero habían cesado, ¿podía ser que nuevas desgracias se cernieran sobre su sino?, ¿sería ella en el nuevo yunque donde Áureus tendría que descarriar su ira?
    No puede hacerte nada, oyó en un susurro, casi un guiño, Tú eres la más fuerte, Nunca nos abandonaste. Selene se detuvo y levantó la vista. Una bóveda estrellada parpadeaba al unísono. Eran las luciérnagas, sus adoradas amigas que le infundían valentía. Eres Selene, Eres el destino...
    No, se dijo, no era destino, ni valor, sino miedo. Miedo mezclado con desesperanza. Desde que se había recluido, o escondido, en esa casa que temía en dicho momento. En el fondo, lo había estado evitando, postergando la decisión salpicada en cada súplica venida desde el otro lado de la puerta. Pero todo llega, y seguro que Áureus ya estaba relamiéndose con las torturas que tenía preparadas para ella. No. No iba a darle a ese cretino tal satisfacción. Sabía de sus métodos. Primero la luz cegadora, y luego el fuego. No. Ya se habría divertido bastante y no lo haría ahora a su costa.
    Se encaminó hacia la puerta. No puede hacerte nada, parpadeaban sus compinches. Agarró el picaporte. Tú eres más fuerte. Tiró con fuerza. No nos abandones. El portón se quejó con unos crujidos llenos de pesar y arena cuarteada y dejando ver un escenario desolado ante ella. Áureus ha arrasado con todo, No vayas, Entra, Nada te obliga a nada.
    Selene desoyó a sus amigas. La estampa así lo demandaba, si a eso podía llamarse estampa. No quedaba nada, ni árboles, ni piedras, ni siquiera valle. Solo una planicie marrón coronada por un pequeño cerro del que asomaba una solitaria construcción que desde la distancia parecía estar a punto de venirse abajo. Y, justo a unos metros, sentado en el mismo polvoriento suelo, un ser encorvado. No te dejes engañar, susurraron a su espalda, aún dentro de su casa. Al frente, el ser encorvado permanecía quieto, casi inerte. No es valor, ni destino... ¡Regresa con nosotras!
    —¿Áureus? —dijo Selene, casi un carraspeo.
    El supremo, de pronto, se irguió y, al verla trató de ponerse de pie, aunque de forma aparatosa y trastabillante. Su tez, antaño dorada y reluciente, aparecía ahora rugosa, parda y sin ningún rasgo de luz.
    —Selene... —suspiró este—, por fin has salido, ya había perdido toda esperanza.
    —¿Cómo? ¿Eras tú quién ha estado llamando todo este tiempo?
    Él asintió mientras trataba de avanzar. Su estampa parecía sacada del mismísimo averno. Está fingiendo, ¡No te dejes engañar! ¡Regresa!
    —¿Y el pueblo, y la gente del valle?
    —¿La gente...? —titubeó Áureus—, ¡ah! Murió hace siglos, poco después de que tú nos abandonaras.
    —¿Yo? Tú me castigaste..., ¡tú y tu luz!
    Áureus abrió los ojos, un pequeño destello asomó de dentro, resquicios de un pasado esplendoroso.
    —Selene, ya te lo dije, pero no lo quisiste entender y mira lo que ha ocurrido —dijo abriendo los brazos y tratando de abarcar la vista del valle—, yo no quería controlarte, ni maniatarte, solo te necesitaba.¡Te necesitaba a mi lado!
    Selene soltó una risotada.
    —¿Tú? ¿El gran todopoderoso? Solo me querías por tu ego, ¡por ti mismo!
    Áureus suspiró con dificultad.
    —Sí, yo tenía el poder, pero solo era valioso si permanecías a mi lado. ¿No lo ves? —volvió a señalar el valle.
    Selene avanzó hacia él, en su rostro comenzó a aflorar cierta palidez. ¡No le escuches!
    —¿Qué dices? —Te quiere confundir...—. ¿Estás pretendiendo echar sobre mí las culpas de tus actos?
    —Sobre los dos, sin tu reflejo, sin tu apoyo, yo soy la destrucción.
    Vuelve, es un tramposo, te engañó hace siglos, como ahora.
    Selene se giró, sus amigas permanecían apelotonadas en el dintel de su casa, temerosas de salir, pero más de que ella las dejara.
    —Solo tienen miedo, Selene —dijo Áureus—, ya lo sabes, se sienten amenazadas por mi luz.
    —Áureus, ¿has estado todos estos siglos implorando a mi puerta? —dijo más calmada. Él asintió—. Vaya...
    —Solo quería que me escucharas...
    Ella comenzó a sentir temblar su temperamento. Alrededor, un mundo inerte resurgía con una fuerza amarga.
    —¿Y qué hacemos ahora?
    Áureus sonrió, una llama de esperanza partió de sus ojos.
    —Rehacer este entuerto.
    ¿Lo ves? Ya eres suya...
    —¡No! —gritó de pronto Selene, y se giró camino de su casa—. ¡No pienso volver contigo, lo nuestro se acabó!
    Áureus ensanchó aún más su boca. Su piel comenzaba a perder la rugosidad e incluso a ganar un tono dorado.
    —Escucha, Selene, eso no será necesario.
    Selene se detuvo, pero sin girarse
    —¿Y cómo quieres que lo hagamos?
    —Yo saldré de día, otorgaré mi poder al valle, y a la noche, lo haréis tú y tus luciérnagas. No tenemos ni que vernos...
    Ella suspiró, ceño fruncido..
    —¿Y para qué quieres que salga? Tú eres el poderoso, no yo.
    —Ya te lo dije en su momento, el único poder que vale es el que se ve reflejado entre sus semejantes.
    Entonces Selene se giró, su tez volvía a brillar con una luz que no se veía desde hacía siglos, desde que se recluyó en su casa.
    De acuerdo, le dijo ella, y con el sello de su propia voz se comprometió con el Supremo.
    Los años pasaron. Áureus impartía su luz de día y Selene salía por las noches acompañada de sus constelares amigas. Poco a poco, el valle fue cobrando vida, incluso la bonanza de antaño regresó con mayor fuerza. 
    Siglos después, Selene y Áureus siguen a lo suyo, a veces incluso se suelen ver juntos, en el cielo, a plena luz del día y minutos antes de que este se oculte. Largos años de felicidad llevan contemplados y otros tantos se avecinan en el futuro. Se les ve tan felices como al resto. 
    Al final Aureus tenía razón: el poder más valioso no es el más altivo sino aquel que se ve reflejado en sus semejantes.