La pirámide de kleenex



 

La pirámide de kleenex me atormenta. Es la típica cajita de cartón triangular con una apertura lateral para sacar los pañuelos. Lleva dos semanas encima de la mesilla de café mirándome con desdén. Más en concreto, esa apertura, sellada. Y es que nunca la abrí, por mucho que en su día lo necesitara.
    —¿Me está diciendo que añora su vida pasada? —dice el doctor.
    —No es eso.
    —¿Entonces?
    Entrecierro los ojos. Odio esta consulta.
    —¿Qué me ocurre, doctor?
    —Ya se lo dije: nada.
    —¿Y por qué ahora no estornudo?
    Él suspira y mira sus notas. Siempre lo hace cuando no sabe qué decir.
    Hace meses que le visito, aunque llevaba dos semanas sin venir. Yo tenía una dolencia extraña: estornudaba sin razón. Al principio pensaba que era un efecto secundario que mi cuerpo producía en el mecanismo de limpieza matutino. Empezaba con un cosquilleo de nariz, inocuo, que iba ganando fuerza hasta que se adueñaba de mi vida. Sobre todo cuando estaba rodado de gente.
    Lo peor era el bus, cuando alguien me habla. Ahí se reanuda el cosquilleo, hago un ademán con la palma en alto, el interlocutor entiende, abro la boca, inspiro y expiro involuntariamente, recalco el ademán, las bocanadas se intensifican… y sale.
    Cada uno tiene su propio estornudo, es un señuelo del ADN. Los míos parecen un siseo fuerte e in crescendo, como si estuviera mandando callar a alguien, que se corta de forma seca y abrupta y con golpe de nariz incluido. La multitud del autobús suele pasar de mí, aunque siempre hay de aquel que te santifica, «Jesús», resuena, «Gracias…», siseo.
    Sin embargo, la veda queda abierta, y comienza la caravana de estornudos. Ahí ya la gente me mira con repelús. Se vuelven hacia otro lado, incluso llega un momento que sus actos indican que me aleje. Y allá voy yo, solitario, a la última fila, apartando gente como un helicóptero.
    Lo raro del asunto es que estornudo porque sí. O eso decía mi doctor:
    —Los análisis son claros, no está enfermo, y la prueba de alergias sale limpia.
    —Puede que sea hereditario.
    Él reía, siempre reía.
    —Bobadas.
    —¿Y cómo se lo explica?
    Volvía a mirar sus papeles, un largo rato, hasta que yo estornudaba y le sacaba del letargo.
    —Simplemente, estornuda porque sí.
    Así terminaba, y así me desesperaba.
    Probé con curanderos, medicamentos experimentales, medicina oriental… Nada. Mi vida debía lidiar con unos estornudos y el rechazo social que provocaban.
    Sin embargo, un día, en medio de un ataque intrabús y consiguiente reclusión a la parte trasera, apareció ella.
    Estaba como esperándome. Era joven, piel blanca y mirada inocente. Fue la primera persona que no se espantó de mis estornudos y me invitó a sentarme a su lado. Por alguna razón, también era repudiada al lado despectivo del autobús, motivo por el cual conectamos de una forma sorprendente. Casi me olvidé de los estornudos, aunque ni ahí me dieran tregua.
    Fue ella la que, antes de bajarse, me regaló la pirámide de kleenex. Segundos después ocurrió algo milagroso: dejé de estornudar.
    Al día siguiente, rabiado de felicidad, volví al bus con la intención de reencontrarme con ella. Sin embargo, como mis estornudos, también había desaparecido, dejándome solo y con una puñetera caja de kleenex que nunca llegué a abrir.
    —Esa es la razón, doctor, no hay otra explicación.
    Él niega.
    —La razón es que nunca estuvo enfermo.
    —Absurdo.
    Se levanta y comienza a caminar por la consulta, manos en la espalda.
    —A ver si lo entiendo —comenta entonces—, usted dice que los estornudos le producían un rechazo social, que luego apareció una chica, le dio una caja mágica de kleenex, que nunca ha abierto y que le curó, y entonces, cual hada madrina, desapareció, ¿verdad?
    Asiento.
    —¿Sabe qué pienso? —continúa, a mí comienza a picarme la nariz—: Todo es una ilusión que se ha inventado para hacer frente a ese rechazo social que dice que sufre.
    »Lo somatizó con los estornudos, cual escusa. Sin embargo, su raciocinio quiso devolverle a la realidad y creó a esa chica. La pirámide de kleenex, que nunca ha querido abrir, simboliza su mente cerrada; tiene miedo de enfrentarse a sí mismo, tiene miedo de no encajar: todo está en su cabeza
    Luego se sienta. El picor de mi nariz comienza a ser algo serio.
    —Y usted —digo a malas penas entre involuntarias inspiraciones que preceden algo conocido—, ¿también es una ilusión?
    —Claro que no —sonríe.
    Trato de protestar, pero un terrible estornudo me lo impide. Uno terrible.
    De pronto, una señora a mi lado me mira con desprecio. No entiendo de dónde ha salido, pero tampoco puedo pensarlo, pues otros estornudos salen de forma corrosiva. Eso provoca que tanto la señora como otro grupo de gente que me rodea hagan más aspavientos. ¿De dónde han salido?
    Entonces, levanto la cabeza y entiendo que no estoy en la consulta, sino en el bus. La multitud me mira con repulsión por culpa de mis recientes estornudos y una nariz que comienza a gotear. ¿Qué ocurre?
    —«Ya lo sabes…» —oigo de fondo, casi un susurro.
    De pronto, en mi regazo aparece un objeto: la pirámide de kleenex. Sigue sellada. Muevo la cabeza espasmódicamente, doy un barrido visual y los veo en la parte trasera: la chica y el doctor. Están muy sonrientes. Seréis cabroncetes… Vale, vosotros ganáis.
    Acto seguido, suspiro, desprecinto la pirámide y saco un kleenex.