La partidita de las tardes

 




—La última —dice el Chato.
    Menudo ingenuo, aquí nadie se va a levantar. Esto está por encima de él, del bar y de la propia razón: es la partidita de las tardes.
    Vamos tres a tres con mano de vuelta. Esto se acaba. La tensión se palpa como si fuera la final del mundial de fútbol. Aunque aquí no hay campeonatos, ni apuestas, ni orgullo; esto es mucho peor: es la partidita de las tardes.
    —«Qui la fa la fa» —dice Genaro mientras baraja. Lo ha dicho en su lengua materna, como si eso lo hiciera mejor jugador, con recochineo. No. Con recochineo no. Esto es mucho peor: es la partidita de las tardes.
    Luego marca con el as de oros. Maldición. Levanto la vista. Pepito, mi compañero, está muy serio. Luego suspira y lanza un dos de bastos.
    Joder.
    Leandro responde golpeando la mesa con el puño mientras suelta la carta: el cuatro de bastos. Ese golpe es un código para su compañero. Mierda, la partidita se nos escapa.
    Pero entonces:
    —¡Leandro! —grita Genaro, levantándose y tirando sus cartas—. ¿Qué mierda tiras?
    La tensión entre los cuatro se desmadra. Nos levantamos y arrojamos cartas e improperios. Incluso tiene que venir el Chato a calmarnos.
    —Venga, mañana acabáis; además, voy a cerrar.
    Nosotros callamos, asentimos, de mala gana, y salimos afuera donde nos damos las espaldas y enfilamos hacia casa.
    Hoy no hay ganadores, ni perdedores, pero no importa; esto es mucho peor: es la partidita de las tardes.