AQUELLA MAÑANA
Aquella mañana desperté feliz. Rayos de luz me asaltaron con el augurio de un nuevo y gran día. El desayuno tenía un sabor placentero y relajante. Sosiego interrumpido en la escalera por los vecinos del segundo, ese matrimonio que se pasaba el día discutiendo. Aunque aquella mañana los gemidos no eran parte de ninguna reyerta, sino de una situación sonrojante.
Aquella mañana, la calle me recibió alegre. El sol irradiaba esperanza, los pájaros revoloteaban en juguetonas parejas, la gente charlaba con joviales sonrisas mitigadas con el ardiente sello de un beso.
Aquella mañana tropecé con él.
Alto, pelo deshecho y una sonrisa que parecía vivir siempre puesta. Nos dimos de frente. Su expresión denotaba una disculpa, aunque escondida tímidamente. No dijimos nada. Solo nos mirábamos. A nuestro alrededor, el tiempo perdió su naturaleza: tráfico detenido, gente quieta, como congelada haciendo lo último que estuviera haciendo, incluso varios pájaros asomaban suspendidos en el aire. Mientras, nosotros seguíamos ausentes.
—¿Nos conocemos? —dijo— Creo que sí, pero lo siento como parte de una mañana muy lejana.
—Sí —contesté—, fue aquella mañana.
—¿Aquella qué?
De pronto un chasquido y el mundo que nos observaba volvió a la normalidad. Él pestañeó como saliendo de un largo letargo. Luego suspiró y dijo:
—¿No es extraño?
Yo me aproximé:
—Mucho.
Eso le hizo gracia.
—Vale, ¿y ahora qué hacemos?
Yo le cogí las manos, eran suaves, y dije:
—Podemos dejar pasar el momento, o podemos ir a almorzar y experimentar qué nos deparó aquella mañana.