Gafas, duendes y mesillas de noche
Todo empezó con los duendes. Es cierto, en mi casa había duendes. Les oía por las noches. Sus risillas, correcalles, cuchicheos… Pero sobre todo las trastadas que encontrábamos al día siguiente. Desordenaban objetos, abrían armarios, se comían las galletas… Cosas que suelen hacer los duendes. Porque eso es lo que eran, aunque mis padres nunca me creyeron. En su lugar pensaban que eran travesuras de un niño con imaginación y sonambulismo. La verdad es que la cosa tenía su gracia hasta que se encapricharon con mis gafas.
Para que entendáis, tengo una cosa llamada «astigmatismo miopático», o algo parecido. Es algo común, como dijo el médico, lo significativo es que el mío es bastante alto. Vamos, que no veo ni torta sin mis gafas redondas. Nada más me levanto, tiro mano de la mesita donde las dejo nada más me acuesto y con ellas paso el día. Y con esa dependencia se ensañaron los duendecillos.
Primero me las cambiaban de lugar, algo típico. Luego las escondían entre los cajones. Eso ya dolía más, aunque siempre las encontraba. Que me ensuciaran los cristales no tuvo gracia. Así que un día, para vengarme, las impregné de pimiento picante. Esa noche los oí maldecir, no sabéis lo que me reí, aunque fue una mala idea, ya que sus represalias fueron peores. A la mañana siguiente me las encontré destrozadas. Y lo peor es que mis padres no me iban a creer. Ya habíamos tenido unas cuantas charlas sobre ello, y esta vez, la supuesta excusa iba a ir en mi contra. Tenía que hacer algo antes de que se dieran cuenta.
Por eso, las pillé de una patita y llevándomelas a los ojos como si fuera un binóculo sofisticado, salí a la calle en busca de ayuda. Aunque tampoco sabía muy bien dónde ir. Sin embargo, fue andar un par de manzanas y me topé con una especie de tienda de gafas un tanto rara. Apareció como de la nada en un edificio antiguo y medio derruido. Adentro todo lucía como una tienda de antigüedades dedicada a los anteojos. Había un par de estantes polvorientos, varias mesas carcomidas y un mostrador amarillento. Detrás de él permanecía un dependiente viejo, larga blanca barba y sonrisa amistosa.
—¿En qué te puedo ayudar, amiguete?
Yo, avergonzado, me acerqué y deposité en la mesa mi binóculo improvisado.
—Vaya —dijo agarrándolo, o eso deduje del manchurrón que se formó delante—. ¿Te sentaste encima?
—No exactamente. —Me ruboricé.
Él siguió rumiando.
—¿Te dormiste con ellas puestas? —rio, yo negué.
—¿Entonces? —Su voz se había vuelto en algo casi celestial, pues no podía ver nada más que una figura deforme.
—Pues… —titubeé. No podía decirle la verdad, no me creería—, las dejé en la mesilla de noche y al día siguiente… estaban así.
Y desde cierto punto de vista era cierto, absurdo pero cierto. Incluso a él pareció hacerle gracia.
—La mesilla, ¿no? Vaya... —Entonces pareció levantar la vista y mirarme con renovado ánimo—. ¿Fueron los duendes, verdad?
—¡¿Cómo?! —grité lleno de euforia—. Sí, ¡los duendes!, ¿cómo sabe…?
Entonces comenzó a reírse: se estaba quedando conmigo. Luego se desplazó hacia un lateral. Yo me quedé sin respuesta. A los pocos minutos volvió y me las dio. Las había arreglado. Dijo que solo las había enderezado, que el marco era bueno, y que tampoco le debía nada, mi visita había sido suficiente pago.
—Además —continuó—, voy a regalarte algo para combatir a esos bichejos.
Y depositó en el mostrador una funda. Me hizo prometer que siempre guardara la gafa ahí, y que no me preocupara más; era mágica e iba a mantener a raya a cualquier duende. Eso lo dijo con bastante ironía, la verdad, aunque no se lo tuve en cuenta; había arreglado mis gafas sin nada más a cambio que un poco de escarnio. Lo acepté como pago.
Esa noche, cuando me acosté, guardé las gafa en la funda, no sé aún por qué, ya que pensaba que los duendes las cogerían igualmente. Sin embargo, al día siguiente, seguían adentro como si nada. Y no solo eso, lo más sorprendente fue que tampoco habían realizado ninguna trastada nocturna. Se habían como esfumado. ¿Eso era por la funda?, pensé, ¿es mágica de verdad?
Preso de una sensación que aún no conocía, fui corriendo al establecimiento a contárselo al hombre y a darle las gracias, aunque se riera un poco más de mí por ello. Sin embargo, cuando llegué, estaba cerrado. Aunque cerrado no es la palabra; estaba como abandonado. Y de años, además. Comencé a escrutar la manera de entrar, pero una puerta vieja y carcomida me marcaba el sino. No entendía nada.
—Chico, ¿ocurre algo? —dijo un señor que pasaba por allí.
Era viejo, con cierto olor a polvo.
—Es que, ayer vine aquí por unas gafas y ahora…
—¿Han desaparecido los duendes? —me cortó de pronto. Lo dijo con una sonrisa que lucía amistosa bajo su larga barba blanca. Me sobresalté: era el vendedor de gafas.
—¿Sabes? —continuó—, los duendes no aparecen así como así; se sienten atraídos por ciertas personas.
—¿Personas? ¿Qué quiere decir?
Él me acarició la cabeza.
—Sí, buscan a personas con El Don.
—¿El Don?
—Exacto, amiguete, El Don. —Entonces chascó los dedos y la puerta del establecimiento se abrió sola. Desde dentro se oían unas familiares y traviesas risillas—. Y si quieres, te enseñaré a usarlo.
La idea
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