La vecina del quinto se ha vuelto a tirar del balcón. Es la cuarta vez esta semana. Hoy ha caído sobre el coche del inquilino del 2º B. Seguro que hay represalias, aunque lo peor es que seguro que los vecinos del bloque vienen a que trate de convencerla para que deje de hacerlo. Se creen que tengo una habilidad innata para convencer a cualquiera de lo que sea. Lo que no saben es que lo que hago es obligar a que la gente haga lo que me apetezca. Es un don.
O una maldición.
Me di cuenta en el instituto. El abusón de turno, bastón en mano, estaba haciendo de las suyas:
—¡Eh, Zanahoria! —ese era mi mote—, dame el almuerzo.
Suspiré. No podía negarme. Me despedí de mi bocadillo de salchichas no sin antes desear que le sentara mal, que lo vomitara.
Y ocurrió.
Al primer bocado, comenzó a gesticular. Luego tiró el bocadillo y se metió los dedos. Una fuente de papilla parduzca salió de su boca junto con espasmos diafragmáticos. Acto seguido, medio repuesto, arrebató el almuerzo a otro niño. Volvió a contraerse y a meterse los dedos.
Sus compinches lo miraban estupefactos, pero él no dejaba de sisar almuerzos para después vomitarlos. Era divertido. Sus antiguas víctimas, ahora sonrientes, le acercaban sus enseres para verlo agonizar. Él, sin embargo, aceptaba sin rechistar.
—¿Y qué queréis que haga? —decía a sus secuaces, tono humorístico, casi una canción.
Siguió haciéndolo día tras día. Paradójicamente, nunca tuvo ningún problema de salud relacionado. Tan solo un trauma a almorzar.
La siguiente vez fue el día que mi madre entró a casa despotricando del banco. Que si no tenían derecho, que si eran unos ladrones, que ojalá fueran a la quiebra. Y allí fui yo con mi don. Me personé en un banco cualquiera y miré al cajero. Este dejó su teclado y comenzó a tirar dinero por la ventanilla. Algunos lo miraban estupefacto. Otros pasaban y pillaban los billetes. Unos pocos, sus jefes, le gritaban sin consuelo. Él respondía casi en un canto:
—¿Y qué queréis que haga?
Sorprendentemente, no lo echaron. Al parecer, mi don no tiene un efecto más nocivo que el propio acto. Solo contrataron a alguien para recoger el dinero y para que le hiciera entrar en razón curtiéndole el lomo a vista de todos.
Eso me desagradó.
Puede que el abusón sí lo mereciera, pero esa persona no; solo hacía su trabajo. Así que traté de anular mi maldición con él. Y ahí fue cuando supe que mi don era irreversible y de que no debía volver a usarlo. Solo alguna escaramuza sin maldad, como camareros que no cobran la cuenta, gente sin reparo de cederme el turno en cualquier cola o entrometidos que se pegan coscorrones por llevarme la contraria. Poca cosa. Y siempre con la eterna cancioncilla:
—¿Y qué queréis que haga?
No obstante, cuando vinieron esos promotores a echar nuestro bloque a bajo no pude aguantarme. En una reunión con ellos, delante de todos los vecinos, obligué al susodicho jefe de la constructora a tragarse cualquier documento que tuviera su firma.
—¿Y qué queréis que haga? —comenzó a cantar a sus socios.
Ahí mis vecinos supieron de mi don, y desde entonces no me han dejado tranquilo.
Y hoy va a ser uno de esos días.
El bullicio de la calle va amainando. Por lo visto ya han recogido a mi vecina. El pitido de la grúa recogiendo el coche espachurrado sobrevuela el ambiente. Otro pitido envuelve mi piso: el timbre.
Suspiro y abro. Es el presidente de la comunidad.
—Toni, por favor, dile algo a Fanny antes de que sea peor.
Suspiro de nuevo. Más fuerte. No quiero hablar con la loca de Fanny. Es una vieja que vive apoltronada en su ventana. Se pasa el día fisgando, y desde que se supo de mi don me persigue. Aguarda en su ventana y cuando me ve aparecer por la calle me asaltaba sin reparo. Quiere que hable con su hermana por una herencia de un tío lejano. Es horrible.
—Juan —digo al presidente—, no puedo hacer nada, de veras. —Y eso es cierto.
Él se desespera. Por detrás aparecen varios vecinos subiendo a la Fanny a su vivienda. Lleva la cara arañada y una pierna medio doblada.
—¿Y qué queréis que haga? —les canta a los que la llevan en volandas.
Luego me mira. Yo sonrío. ¡Ay, Fanny!, ni con veinte defenestraciones dejas de fisgar por tu ventana...