Instantáneas furtivas

 




La niña de atrás no deja de darme patadas. Odio estas compañías baratas. Son todas iguales. No sé cómo me atreví a viajar así. Sobre todo en un viaje tan largo. Los asientos son inocuos, asépticos. Todos huelen a esa nada que no evoca a nada. Y pequeños. Muy pequeños. La gente se amontona en el pasillo central, o pasa a través de ti, o sientes cómo traga su propia saliva. Ya la ida fue un suplicio.
    ¿Y ella? ¿Dónde se habrá metido?
    Me ha dicho que fuera entrando, que iba a comprar no sé qué. ¿No sé qué? ¿Qué es un noséqué?
    La gente sigue colmando el pasillo central. Llena los compartimentos de maletas o simplemente está de cháchara esperando poder ocupar su asiento. Solo pocos lo hemos hecho. La niña de detrás, la de las patadas, y un tipo delante. Este parece ausente, pero solo porque está de cara a ese vil aparejo, su móvil, mirando fotos. Se ven a todo color. Los asientos están tan juntos que puedo verle hasta la sonrisa mientras posa delante de la Gran dama, en una posición cómica, que juega con la perspectiva de la foto para parecer que le está dando un beso. Muy tierno. Ahora pasa con el dedo y me ofrece una nueva. Otra vez él mismo junto a una enorme marabunta de gente en el centro de Union Square. Se le ve feliz, aunque no del todo, como si le faltara algo. Pasa a otra y aparece bien tieso en la enorme terraza del Empire State building. Sigue con esa sonrisa falsa, incompleta. ¿Por qué? Además, ¿quién le hará las fotos? Porque no son las típicas instantáneas que se suelen hacer a uno mismo, esos selfis o algo así. Está como si alguien se las estuviera haciendo. ¿Quién? ¿Será un desconocido al que le pide un favor? ¿O será otra cosa? En uno de sus dedos brilla un anillo plateado con una gran franja dorada en el centro. Es un anillo de casado, así que puede que sea su mujer la que hace las fotos, pero ¿por qué no sale en ninguna?
    Ahora aparece en Central Park. En este caso no posa. Le han fotografiado sin que se diera cuenta. Se nota que hay cariño en esa instantánea, como si el que la hubiera hecho le hubiera impreso esa parte de felicidad que le faltaba a las primeras. Pasa otra foto. Continúa en Central Park, en el mismo lugar que en la instantánea de antes, pero ahora mirando a la cámara y riendo, se ha dado cuenta de que estaban fotografiándole furtivamente. Esa risa sí que es completa. O casi. Falta algo.
    Falta ella.
    La siguiente es él corriendo hacia la cámara. Va a por ella, y, por fin, en la siguiente ya salen los dos. Felices, una felicidad plena. Ella es rubia, pelo revuelto, tez blanca y mirada soñadora.
    Así que era ella la que le fotografiaba. Aunque, no está sentada con él en el avión. ¿Estará viajando solo? No creo; no parece un hombre de negocios, más bien una persona normal y corriente, como yo.
    El pasillo sigue con su bullicio y yo contemplando a la parejita en diversas instantáneas del móvil. Siempre felices. Una de las típicas y felices parejas normales y corrientes, con vidas intransigentes y nombres comunes tipo Pepe y… ¿María? ¿Teresa? ¿Helena? No. Ella no parece tener un nombre común, más bien… ¡Hellen! Sí, tiene ese noséqué, ese deje de Hellen. Me encanta ese nombre. Me encanta cómo le mira, y cómo parece que él se siente cuando están juntos. Ahora, en La Quinta Avenida, un enorme escenario que, como complemento, no está a la altura. En este caso se ven cansados a causa de un agotador día. A él le asoman unas ojeras incipientes. Ella con el pelo más desecho, también ojeras, incluso otras marcas, aunque su estampa siga siendo divina. En la siguiente foto asemejan más cansados, o más bien como si hubieran envejecido. De hecho es lo que parece. Puede que este tipo esté contrastando fotos pasadas con viejas, no alcanzo a verlo de cara, aunque eso da igual; sus sonrisas siguen dando luz a la estampa. En la siguiente él tiene el pelo blanquecino, ahora están en Rockefeller Center. Es de noche, las farolas arrojan rayos que otorgan una mezcla de sombras y grises…
    —¿Qué haces? —dicen a mi lado. Es Hellen, por fin, ha vuelto.
    Me incorporo algo sobresaltado, aunque más avergonzado. Ella ríe con esa sonrisa luminosa y trata de alisarse su siempre deshecho pelo amarillo.
    —Nada, nada…, pensando.
    —¿Pensando? —Me agarra la mano y acaricia el dedo donde la extraña alianza plateada con una tira dorada por el centro que eligió para nuestra boda brilla desde hace años—. ¿Y por qué tienes esa sonrisa tan tonta en la cara? ¿Al final ha sido buena idea volver de visita, eh?
    No digo nada. La vorágine de gente ocupa sus asientos. Esto arranca, aunque la niña de detrás siga son sus patadas. Delante, el tipo guarda el móvil. Su mujer no ha aparecido; puede que al final sí sea uno de esos tipos de negocios. A mi lado, Hellen aferra mi mano. Le ponen nerviosa los despegues.
    —Tranquila —le digo. Ella asiente y se apoya en mí. Su pelo huele a recuerdos, a felicidad, a instantáneas furtivas; a esa gran ciudad donde un día nos conocimos.