O vas a perder el juicio






—Blanco por fuera, verde por dentro, si quieres que te lo diga, es pera —eso lo dice mi Abogado, camisa ceñida y bigote mal peinado.

    —Lo has dicho mal —le contesto—, es blanco por dentro, verde por fuera, si quieres que te lo diga, espera.

    —Es lo mismo —contesta él de malos modos, no entiendo por qué se enfada, aunque mucho menos qué estamos haciendo.

    Entonces, una puerta lateral se abre de forma abrupta. De ella comienzan a salir varios personajes, cada cual más variopinto, que van sentándose en un banco lateral.

    —Mira, el jurado —dice mi abogado, señalando a dos de ellos, en concreto a un niño junto a un hombre adulto que se sientan en el lateral—. Este banco está ocupado por un padre y un niño, al padre le llaman Juan y al niño ya te lo he dicho.

    Luego cierra la boca y me mira con su bigote condescendiente.

    —¿Y? —pregunto.

    —Pues verás, si queremos salir victoriosos de esta es a ellos a quien tienes que...

    No termina la frase, ya que un sonido lejano corta el ambiente. Es nítido, agudo, como un tañido salido de una mujer con un solo diente que con su balanceo va llamando a la gente.

    —¿Qué es eso? —pregunto.

    Él se levanta sin dejar de mirar al frente.

    —Ya comienza.

    —¿Comienza? ¿El qué?

    No contesta, y sigue mirando al frente sin pestañear. Con su mano hace amagos para que me levante. obedezco y, al momento, la pared del fondo se cuartea y contrae hacia un lateral como si fuera un telón, dejando ver a un juez encima de un arado.

    —¿Cómo se llama la pieza musical? —me dice mi abogado mirando al juez.

    —¿Qué dices ahora? Además, aún no me has explicado de qué se me acusa.

    —¡Se levanta la sesión! —brama un tío en un lateral. Está tan delgado que parece uno de esos perros con fiebre pero sin pan.

    El juez del fondo se acerca y sube al atrio.

    —Oro parece —dice mirándome.

    —Plata no es —contesta el fiscal, pero este mira al jurado, el cual asiente y sonríe. Todos me miran. No me gusta.

    —¿Qué ocurre? —le pregunto a mi abogado, también sonríe, o se ríe de mí, según se mire.

    —Nada, es un juego de esos dos —dice señalando al juez y al fiscal.

    —¿Juego?

    —Sí —murmura mi abogado—, es decir, uno siempre te dirá la verdad y el otro siempre mentirá.

    —¿Pero eso qué sentido tiene? —digo, casi grito.

    Sin embargo, mi abogado sigue riendo, pero ahora no me mira, sino que permanece con la vista al frente.

    —Por eso es un juego, tú no te comas mucho el tarro, o perderás el juicio.

    —¿Que qué?

    Él se lleva el dedo al labio para que calle. Es turno del fiscal.

    —Llamo a mi primer testigo —grita hacia el fondo.

    De allí se abre una puerta y aparece un bichito «quevacaminado», y que no me sabe el nombre aunque acabe de decirlo.

    —Es una vaca —murmura mi abogado, continúa condescendiente. No me gusta.

    La vaca sube al estrado y se sienta. El larguirucho del fiscal se le acerca:

    —¿Con quién vio al acusado?

    La vaca se aclara la garganta y me mira, luego se lleva una pezuña a la sien y entre cierra los ojos:

    —Creo que fue con Ali… —dice, porque la vaca habla, aunque nadie se sorprende—. Si, no hay duda, estaba con Ali y su perro Can tomando té.

    —¿En Alicante? —pregunta el fiscal.

    —Exacto —contesta ella.

    Mi abogado me pilla de la manga, parece molesto.

    —¿Qué cojones hacías en Alicante?

    —Esto… —digo—, no me acuerdo, además, esa vaca habla, ¡Habla!

    —¡Que no te comas el tarro!

    —¡Orden! —grita el juez.

    La sala se inunda de algo que lo invade todo y que solo puede romperse al pronunciar su nombre. Pero nadie parece atreverse a hacerlo. El fiscal se sienta, la vaca mastica algo, el jurado se mira entre sí, incluso algunos me señalan. Ahora no ríen. Nadie ríe. El juez suspira silenciosamente. Y yo estoy en medio sin saber muy bien por qué. De hecho, ni siquiera se me ha dicho de qué se me acusa.

    —De nada —dice entonces mi abogado, y de paso, rompiendo ese silencio.

    —¿Cómo? ¿Y por qué se me juzga?

    Mi abogado niega y cierra los ojos.

    —¿Aún te lo preguntas? Esto no es un juicio, amigo mío, sino un acertijo.

    —¿Un acertijo?

    —Eso es, y si no lo resuelves voy a tener que condenarte —eso lo suelta el juez, aproximándose. De hecho, todos están casi a mi vera.

    A su lado, el fiscal niega. ¿Niega el qué?

    —Pero ¿un acertijo?

    Mi abogado ríe, parece el menos cuerdo de todos. Luego suspira y dice:

    —A ver, esta adivinanza tiene titulo, al principio, y con eso ya te he dicho la respuesta.

    —¿Qué es? —complementa el juez, mazo en alto.

    —¿Qué es? —digo, nervioso. No tengo ni idea—. No sé... ¡Dadme una pista...!

    —¿Pista? Te la he dicho: relájate y no te comas el tarro, o… —Eso lo dice mi abogado, riendo abiertamente y señalando hacia arriba.

    Pero no hacia el techo, sino más lejos. Su índice atraviesa la estancia, incluso las frases, letras e imagen del banner del Tintero que nos preceden, hasta llegar al inicio.

    —¡No! ¿En serio? —le digo.

    El juez asiente, el fiscal niega, la vaca rumia y mi abogado continúa descojonándose.