—Quisiera retirar una
onza alimenticia —dice la Señora Oveja.
—Imposible —contesta,
detrás de la ventanilla, el Honorable Unicornio—, en crisis
alimenticia solo dispensamos Polvín.
—¿Polvín? No...
¡Quiero comida de verdad! —exige la Señora Oveja.
—Es el mismo alimento,
pero deconstruido, facilita costes.
—¿El mismo alimento?
—La Señora Oveja empieza a enfurecerse—. Sé que lo mezcláis
con tierra, ¡así es más rentable!
—Pamplinas —contesta
amablemente el Honorable Unicornio—. La estará tomando
incorrectamente. Escuche: diluya una cucharada por vaso de agua, así
obtendrá la papilla idónea.
A espaldas de la Señora
Oveja, en la cola de espera, el Señor Toro, detrás de la Señora
Cabra, empieza a refunfuñar.
—¿Por qué la dichosa
oveja no acepta? —farfulla.
La Señora Cabra no
traga al Señor Toro, pero tiene razón, de nada sirve discutir con
el Banco de Distribución y Almacenaje Alimenticio. Sin embargo,
tampoco quiere darle más vueltas; su turno es inminente, después
del Señor Caballo le toca. «Espero que no tarde tanto como la
Señora Oveja», piensa la Señora Cabra mirándolo, el pobre
parece muy nervioso y no deja de morderse la pezuña.
—¡Vale! —resuelve
la Señora Oveja—. Deme una microbolsa.
El Honorable Unicornio
apunta el pedido y aparece el Acrisolado Pegaso con una bolsita llena
de un polvo color crema.
—Aquí tiene. ¡El
siguiente! —grita el Honorable Unicornio.
El Señor Caballo se
abalanza inquieto hacia la ventanilla.
—Señor Caballo...
—sonríe el Honorable Unicornio—, ¿qué hace aquí? Aún faltan
dos semanas para su mensualidad.
—Necesito otra
ración...
—No es posible; cada
uno recibe en mensualidad lo correspondiente a sus labores. Debe
trabajar más, Señor Caballo, su mensualidad es mínima.
—Me refiero a una
ración en concepto de... adelanto...
—Ha agotado los
adelantos correspondientes a sus siguientes tres mensualidades; lo
sentimos...
—¡No hay labores para
mí! —explota de súbito el Señor Caballo—. Todo está
mecanizado... Por favor, de équido a équido, ¡ayúdeme!
El Honorable Unicornio
sonríe y mira a un lateral. Entonces, aparece el poderoso e
Intachable Grifo que pilla por sorpresa, y de las patas traseras, al
Señor Caballo.
—¡Monstruos...!
—brama mientras es arrastrado hacia la salida—. ¡Ni animales
mitológicos ni fantásticos! ¡Sólo monstruos...!
—¡El siguiente!
—grita mientras tanto el Honorable Unicornio, pero la Señora
Cabra, sobresaltada viendo tal espectáculo, permanece inmóvil.
—Quisiera hablar con
el Director —muge el Señor Toro aprovechando el trance de la
Señora Cabra y colándose.
—Está reunido
—responde el Honorable Unicornio.
—Somos íntimos.
¡Llámalo!
—Le repito que el
Director, el Íntegro Minotauro, está reunido con el Jefe Superior
por motivos de crisis alimenticia.
—¿Jefe Superior...?
—titubea el Señor Toro retrocediendo tembloroso y asustado—.
Bueno. Ya... volveré.
—¡El siguiente!
—vocifera de nuevo el Unicornio.
—Quisiera mi
mensualidad, hoy es el día —comenta la Señora Cabra que, ahora
sí, ha permanecido atenta.
—¿Cuánto quiere?
—Toda.
—¿Toda? Señora, deje
algo en depósito, si no el Banco retendrá una fracción.
—Toda.
—Hágame caso: saldrá
ganando.
—¡Toda! —corta ella
groseramente.
El Unicornio no insiste.
—Lo que quieras... Si
estás como una cabra es problema tuyo —refunfuña el Honorable
Unicornio para sí mismo, aunque con el tono suficiente para que ella
lo oiga.
El Acrisolado Pegaso
deposita dos maxibolsas y media.
—Aquí tiene.
—¿Sólo eso?
—pregunta ella extrañada.
—Ya sabe... La
Retención por Totalidad va aumentando; estamos en crisis, además...
—¡Vale! —corta la
Señora Cabra aparentemente cansada de tener que aguantar a esta
«gente». Coge sus bolsas y vira hacia la salida. «Será mejor
que me vaya», piensa, «en tiempos de crisis alimenticia una
cabra debe de ser el tentempié perfecto para el Jefe Superior: el
Ilustre Dragón».
Una vez afuera, libre de
la toxicidad Bancaria, vuelve a respirar sin ningún tipo de asfixia,
pero de pronto, a unos metros, ve al Señor Caballo sollozando en el
suelo. Se acerca.
—Señor Caballo...
—dice sin saber cómo consolarle. Entonces, coge una de sus
maxibolsas y se la da.
Él no da crédito. Se
levanta y la pilla instintivamente.
—Señora... ¡Gracias!
Se la devolveré, ¡lo juro!
—¡Cállese! —suelta
ella—, no puede devolver nada, he presenciado su trifulca,
¡dosifíquela!
Al oír eso el Señor
Caballo vuelve a llorar, pero ella le insta a largarse; la cercanía
del Banco le aterra.
Emprenden la marcha. Al
poco, en dirección al Banco, se cruzan con el Señor Burro que, con
una característica estaca amarrada al lomo, sostiene atada una
zanahoria a la altura de su visión.
—Dentro de poco todos
acabaremos así —pronostica el Señor Caballo mirándolo.
«Ya lo estamos»,
piensa ella.
—¿Cómo hemos llegado
a esto? —explota de pronto el Señor Caballo, deteniéndose y
girándose hacia el Banco—. Antes nos labrábamos nuestro alimento,
¿se acuerda? Lo producíamos nosotros mismos. ¿Cuándo irrumpió
este irreal submundo de falsos animales dictaminando nuestras
vidas?
La Señora Cabra no dice
nada, aunque tampoco le apetece hablar del tema. Solo niega en señal
de indiferencia.
—Todo es tan
surrealista... —suspira de nuevo el caballo bajando la cabeza.
Ella, harta del tema y
de su victimismo, reemprende la marcha rauda con la intención de
dejarlo atrás. Él se da cuenta e intenta seguirla, pero está débil
para hacerlo.
—Señora, espéreme
—dice entonces al verse rezagado. Pero ella finge no oírle.
No obstante, a los pocos
metros, movida por una especie de epifanía moral, se detiene y se
gira.
—Sabe —dice
secamente—, la culpa es nuestra: es un mundo irreal, sí, pero
mientras sigamos creyendo en él la sombra de desdicha que proyecta
sobre nuestra realidad nunca se desvanecerá. —Se da la
vuelta y continúa caminando.
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