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Autorretratos y sonrisas

 


Este relato participa en el concurso del Tintero de oro, este mes homenajeando a Edgar Allan Poe. Yo he tomado como referencia el cuento El retrato oval (título original: The Oval Portrait) es un relato corto escrito por el escritor norteamericano Edgar Allan Poe. Se escribió en el año 1842 y su título originariamente fue La vida en la Muerte. Este texto, que puede ubicarse en la serie dedicada a las musas muertas, se destaca por la sutil condensación de los motivos: una reflexión sobre el arte, una reflexión sobre el amor y la visión alucinada de un Objeto mágico. Se ha dicho que el retrato del cuento remite a un retrato en miniatura de su madre que Poe conservó siempre consigo. (Wikipedia)
    Espero que os guste.


AUTORRETRATOS Y SONRISAS


—¿Por qué no sonríe? —dice la Varonesa Van Sprongen.
    —¿Eso te llama la atención, querida, que no sonría? —bufa la Duquesa de Ô.
    Yo trato de no hacerles caso, de no mirar el cuadro al que se dirigen. Como anfitrión, aparento estar liado sirviendo el Moet Chandon.
    —La verdad es que nada de esta bazofia vulgar llama mi atención —alega de nuevo la Varonesa.
    —¿¡Vulgar!? —Levanto la cabeza sobresaltado, pero finjo indiferencia repartiendo las copas. Y como siempre sin mirar la supuesta obra «vulgar».
    —Exacto, messie; los artistas os creéis poseedores de la excelencia, pero solo sois niños malcriados.
    Me muerdo la lengua. Mis mecenas, los Varones de Arms y Duques de Ô siguen absortos con el cuadro.
    —A mí me gusta —interviene Don Claude, Duque de Ô—, tiene ese estilo macabro que atrapa. ¿De quién es?
    De golpe, siento sus miradas. Mierda. No quiero hablar del cuadro.
    —Es un autorretrato de Ramiro Ramírez. Un pintor español del siglo pasado.
    —¿Quién? —salta la denterosa Varonesa—, nunca he oído semejante mamarracho.
    Suspiro. Sigo sin mirar el cuadro.
    —Es poco... conocido.
    Todos parecen asentir mientras sus atenciones vuelven al lienzo.
    —Pero ¿por qué lleva un cuchillo? ¿Por qué tanta sangre?
    Inspiro profundamente. Está bien, Ramiro, tú ganas.
    —Porque acababa de matar a su mujer —digo, y al fin lo miro.
    Se forma el silencio. Los ojos de Ramiro me observan con ese punto de fuga hacia delante, esa técnica que hace que el personaje te siga con la mirada.
    —¡Vaya disparate! —La Duquesa corta el hielo—, ¿se autorretraró después de asesinar a su mujer?
    —Bueno —río, ojos fijos en Ramiro—, los grandes artistas son «víctimas» de su arte.
    La Duquesa suelta un bufido.
    —¡Mentira!, los artistas sois víctimas de la patética popularidad de masas
    Se forma otro momento de afasia. El bueno de Ramiro nos mira uno a uno, ensangrentado, cuchillo en mano y esa mueca de dolor... ¿Por qué no ríes, Ramiro?
    —Pero —interviene el Duque—, ¿es cierto? ¿Mató a su mujer antes de...?
    Quisiera reír, negar y mirar abajo. No puedo. Solo mantener la mirada fija en ti. Inspiro y expiro sonoramente. Está bien, Ramiro, está bien:
    —Ramiro Ramírez fue un fantástico retratista. Era capaz de plasmar el alma del retratado sobre el lienzo. Desafortunadamente, como todo gran artista, enloqueció buscando su obra magna: su mujer.
    »Su esposa poseía una belleza que irradiaba de su enigmática sonrisa. Sin embargo, en los retratos, aunque posara sonriente, por alguna extraña razón, aparecía seria y ausente de luz, y Ramiro se obcecó con ello.
    »La obsesión fue tal que su mujer, harta de ello, acabó abandonándolo. Pero él siguió intentándolo hasta que un día, ante su enésima obra fallida, cayó rendido y sollozante. Fue entonces cuando oyó la voz de su mujer llamándole. Se irguió sorprendido, pero no vio a nadie.
    »Entonces, lo entendió: el retrato estaba hablándole. Le decía que no se había ido, que había trabajado tanto en el cuadro que al final consiguió encerrar su espíritu en él. También dijo que no era culpa suya que no pudiera pintarla sonriente, en realidad ella no era feliz; su alma triste estampada en cada uno de los retratos se lo advertía.
    »Ramiro negaba incrédulo. La mujer, acto seguido, comenzó a carcajearse. Eso le enfureció. —Ahora sí ríes—, gritó él. Y, agarrando un cuchillo, empezó a rajar el cuadro. A cada cuchillazo un reguero de sangre salía del lienzo mientras el escarnio de la dama iba aumentando hasta que Ramiro desfalleció.
    »Al día siguiente, el ama de llaves entró en el estudio. Encontró el cuerpo de ella con decenas de puñaladas sobre un lecho de sangre y un cuadro: el autorretrato de Ramiro.
    Apuro mi copa. El resto también. O no. Lo cierto es que en la estancia se ha instaurado un silencio tensado por la mirada del personaje del cuadro, cuchillo en mano y salpicado de muerte roja.
    —¡Patrañas! —la voz de la Varonesa rasga un ambiente tan denso como una quiche de sangre coagulada—, ¡otro psicópata asesino de mujeres!
    —¡Eso! —ahora la Duquesa.
    Yo sonrío.
    —¿Y Ramiro? ¿Qué fue de él? —pregunta el Duque.
    —Nunca se supo; como he comentado, fue «víctima» de su arte.
    Dicho esto, un crujido sale del cuadro. Tenue pero perfectamente perceptible. De hecho, todos se quedan quietos sin quitarle ojo. No, Ramiro; por ahí no.
    —Mejor podríamos ir a cenar... —titubea el Varón, voz temblorosa.
    —Sí —la odiosa Varonesa complementa—, y espero que la carne esté bien pasada y sin corte de sangre.
    Varias risas sobrevuelan la sala junto con comentarios sarcásticos y faltos de tacto. Yo, sin embargo, sigo cara al cuadro. Esa mueca de dolor me atrapa siempre que lo hago. ¿Por qué no sonríes, Ramiro? Cuando la mataste sí lo hacías, ¿por qué ahora no?
    Por detrás oigo un fuerte chasquido y sonoras carcajadas. Así son las altas esferas a las que debemos adorar para que financien nuestro arte. Es lo que hay, Ramiro, ya lo sabes...
    El cuadro vuelve a hacer un tenue crujido.
    No, Ramiro, no voy a retratarlos; son nuestros mecenas, los necesitamos...
    La boca de personaje comienza a moverse, o esa sensación tengo, incluso percibo las comisuras curvándose hacia arriba. Por detrás, mis odiosos invitados claman atención. Eso provoca que la sonrisa se ensanche. Esa sonrisa que tanto echo de menos...
    Está bien, Ramiro..., tú ganas: me los cargo y preparo el lienzo; pero no dejes de sonreír.