La vecina del tercero tiene costumbre de sacudir el trapo de la mopa por la ventana. No le reprocho nada, hace tiempo aprendí que cada uno tiene sus cosillas. De hecho, años atrás, nosotros también tirábamos la basura por la ventana. Y no estoy hablando del polvo diario que pueda acumularse en un simple trapo, sino de bolsas bien cargadas y chorreosas. La porquería se nos acumulaba con tal rapidez que, con frecuencia, salía disparada por el primer tragaluz que pillara.
En aquel entonces vivíamos cuatro; mis padres, mi hermanita Celeste, y yo. Es increíble la cantidad de basura que uno puede provocar, y cuanto más crecíamos más se creaba. Quizá deberíamos haber ideado un sistema para retirar desperdicios antes de que se acumularan, pero al parecer, a mis padres, ese problema no les preocupaba.
—Mamá (o papá)—les solíamos decir—, ¿por qué dejamos que se acumule tanta basura? ¿Por qué no la arrojamos al contenedor?
—Basura..., ¿qué basura? —nos decían con el morro arrugado.
Siempre salían con ridículas evasivas para desviar el tema y que no nos preocupáramos, como, si en realidad, la cantidad de desperdicios que íbamos acumulando no existiera. Y es que, mis padres, eran las mejores personas del mundo. Se desvivían por nosotros. Dedicaban todo su tiempo para darnos lo mejor, y ello conllevaba ese ingente acumulo de escombros. Un problema que nos salpicaba a nosotros también, y más cuando parte de desechos saltaba inevitablemente a la calle o al patio vecinal. Aun así, por alguna extraña razón que nunca entendí, la comunidad de vecinos nunca lo tuvo en cuenta; incluso la administración pública hacía la vista gorda. Pero eso no debía ser motivo para seguir viviendo así.
Sin embargo, y a pesar de todo, había una época en la que la casa se quedaba limpia de esos problemas: la Navidad.
Inexplicablemente, esos días, aún teniendo mayor número de comidas y visitas, la casa rebosaba de una salubridad fuera de todo pronóstico. Eran días mágicos. Pasábamos gran parte del año añorándolos, sobre todo cuando volvíamos a convivir con nuestra apestosa y mugrienta inmundicia.
—Papá, ¿y si hacemos como en Navidad?
—¿A qué te refieres?
—A la basura, ¿por qué no mantenemos la casa como si fuera Navidad todo el año?
Mi padre se rio.
—Mira, Gaspar —ese no era mi nombre, era el mote por ser pelirrojo, se difundió tanto que hasta mis padres me llamaban así—, esos días tan señalados pueden darnos una sensación equivocada, pero hay que ser realistas..
«¿Realistas?», me reí por dentro, porque, aunque mis progenitores fueran un ejemplo en casi todas las cosas, había una en la que no lo eran. Y yo iba a corregir tal aspecto.
O por lo menos intentarlo.
Un día, a la vuelta del colegio, ya no pude aguantar. Un reguero de desperdicios había formado un río vertical desde las ventanas a la acera. Grandes pegotes marcaban ese cauce bochornoso partiendo en dos la fachada del edificio. Quizá a mis padres no le molestara, o no pudieran remediarlo, pero ya estaba harto de esa apestosa vergüenza.
Me calcé los zapatos de hacer deporte, me agencié del carrito de la compra que teníamos para menesteres de carga y descarga y comencé por las bolsas más chorreosas. Estuve toda la tarde. Acabé exhausto y con un hedor a vida podrida como compañero de fatigas, pero por fin lo había conseguido. O por lo menos eso pensaba a la vuelta de mi enésimo viaje al contenedor de la calle. Pero entonces, al entrar en casa, me di cuenta de que volvía a estar hasta arriba de porquería. Ni siquiera un pequeño claro diáfano entre tanta inmundicia, como si en realidad en toda la tarde no hubiera recogido nada. No lo entendía. Minutos antes había retirado los últimos desperdicios, esa imagen quedó grabada en mi memoria. Además, como prueba tenía los contenedores contiguos a mi casa; no cerraban de tanta porquería. Pero aun así, mi hogar volvía a ser el mismo vertedero.
Preso de una desesperación fuera de lugar, empecé a gritar sin consuelo.
—¿Gaspar? —oí de pronto a mi espalda. Era mi madre que aparecía por entre bolsas rotas y cartones roídos—, ¿qué pasa?
—Nada. —En principio no quise decirlo, sabía que me respondería con las típicas evasivas.
—No lo parece..., venga, ¿qué ocurre?
—Pues —pero al final desistí—, ¡no aguanto más vivir entre tanta basura!
—¿Basura? —contestó con su habitual sarcasmo—. Aquí no hay...
—¡No! —grité—, estoy harto de que me vengas con esas. La mierda nos sale por las ventanas, es bochornoso, y vosotros hacéis como si no pasara nada..., ¡no aguanto!
Mi madre me miró con ternura. Incluso una sonrisa afloraba con timidez.
—¿De verdad te ocurre eso? —se acercó.
—¿Te parece poco? —empecé a sollozar—, se nos como la mierda, es un grandísimo problema, ¡pero os da igual!
—¡Ah! —comenzó a acariciarme el pelo, algo que solía hacer cuando estaba triste—, ¿sabes? —dijo de pronto, su voz sonaba dulce—, los problemas van a estar siempre, es algo con lo que nunca dejaremos que lidiar. Pero solo si los vemos como tal se hacen realidad.
Me separé de ella con resignación; pensé que estaba elaborando otra nueva evasiva.
—¿Qué...? ¿Qué quieres decir? —suspiré.
Ella calló unos segundos, rio y dijo:
—Lo que quiero decir es que te preguntes si lo que estás viendo, ese problema que tanto te aflige, es basura de verdad u otra cosa...