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El Embarcadero



 
«Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero...».

    Yo no soy bonita, pero en este caso sí me hubiera gustado serlo. Por lo menos la entrada al pub me hubiera salido gratis. Aun así, tampoco ha sido mucho. Tres euros. Tres simples chapas. Un pago menor en comparación con el premio.

    El Embarcadero, se llama el antro. Es famoso. Parece que llevo toda la vida oyendo hablar de él. Incluso mis abuelos, o mis padres lo conocían, aunque los que más, mis amigos, muchos de los cuales ya lo han frecuentado.

    La entrada es tenebrosa, pero hipnótica. No he podido evitarlo y me he adentrado sin esperar a nadie. Ya aguardo dentro a los tardones de mis amigos. Entonces, ha aparecido el segurata. Un tipo alto y con cara desfigurada, cadavérica. A él le he dado las tres monedas. Acto seguido me ha llevado hacia una especie de carricoche en forma de canoa. En su interior ya aguardaban algunas almas expectantes. Él, sin esperar más, ha agarrado una pértiga y ha empezado a tirar de la canoa. Una serie de crujidos ha acompañado ese avance junto con una zozobra singular, como si en realidad estuviéramos navegando.

    «...Yo no soy bonita, ni lo quiero ser...»

    El barquero continúa canturreando. Se ha presentado como Caronte. Al fondo, el local comienza a dibujarse. Parece una especie de costa negra. No es como imaginaba, pero da igual; allí esperan mis antepasados y viejos amigos... ¿Se acordarán de mí?



Imagen extraída de internet, si está sujeta a derechos que se me avise y la retiraré.

Vadereto: !La caja!





Víctor entra en el comedor. Lleva algo entre las manos.
    —¿Qué es eso? —pregunta su amiga Dana.
    —Una... Una caja.
    —¿Y no vas a abrirla? —Ahora Adela, otra del grupo de amigos que tiene en su comedor aguardando para cenar.
    Víctor ni los mira. Está más pálido que cuando se ha despertado de la siesta.
    —No sé si estamos preparados para esto... —dice luego.
    Todos ríen. Víctor suele ser una persona mística o soñadora o de esas que vive en la parra. Jose se le acerca y le da una fuerte palmada con el consiguiente «Despierta ya, capullo». Adela, la novieta de Jose se ríe de ello; siempre se ríe de todo lo que hace su fornido varón. Anton, el amigo íntimo de Víctor, agarra una botella de vino y le llena un vaso. Dice que lo que le falta es eso, dejarse llevar. Solo Dana permanece expectante. Es cierto que cuando ha bajado de su cuarto estaba muy blanco, pero era algo normal. El pobre estaría abochornado. ¿Quién no se avergonzaría si se quedara dormido al comienzo de una velada en su propia casa con sus invitados esperando? Y eso le dice, que no se apure, todos saben que él es un poco descuidado, que suele ir a su bola, aunque sea el anftrión de la noche..
    Víctor, sin embargo, continúa como ausente, tez pálida y sin dejar de mirar la caja que supuestamente ha encontrado justo a la puerta de su casa. Y es que, cuando estaba soportando el escarnio de sus amigos nada más bajar de su cuarto y confesar que se había dormido, han llamado a la puerta. Ha ido a ver y ahí estaba ese objeto de cartón. De nuevo.
    —Víctor, ¿pasa algo? ¿Esperas malas noticias? —vuelve a preguntar Dana.
    Él suspira y dice que no, que solo es algo que han dejado en la puerta, y que no esperaba tan pronto. Es más, ni siquiera se atreve a abrirla. Ante esa afirmación, comienzan a protestar, a decirle que no haga el tonto, que se deje de jueguecitos, la abra y se pongan a cenar.
    Victor entrecierra los ojos y vuelve a mirar uno a uno.
    —Abrirla —suspira, casi para sí mismo—, no creo que estemos preparados para eso.
    —¿Por qué? —comenta Dana.
    Víctor la mira, gesto amargo.
    —Es como una caja de Pandora, dentro puede que haya algo que nos haga daño sin vuelta atrás.
    —¿Quieres decir que van a salir rayos y van a fulminarnos?
    —No —Víctor mira a Anton con cierto reproche—, me refiero a nuestra propia naturaleza, las personas que realmente somos: a abrir algo que no pueda cerrarse...
    Esa respuesta pilla a todos por sorpresa. Algunos callan y agarran su copa, otros se miran entre sí como si estuvieran presenciando el último alegato de un demente.
    —Pues a mí me suena —suelta de pronto Jose, Víctor tuerce su atención con cierto apuro—. Sí, creo que ya la he visto antes.
    —¿Antes? —pregunta Víctor.
    Jose niega y dice que no sabe, solo que tiene esa sensación como que no es la primera vez que la ve.
    —Eso se dice un deja vu —corrige Anton con retintín. Siempre hace lo mismo. Siempre corrigiendo.
    Jose niega, no es ningún deja vu, le contesta, solo tiene la sensación de que ya la ha visto.
    —Y si ya la has visto, ¿qué tiene dentro?
    Jose calla y baja la mirada. Se ha quedado sin palabras, a lo que Anton comienza a reírse abiertamente. Le encanta sembrar en sus amigos esa sensación de que son más tontos que él. Sin embargo, en este caso, Jose no es un amigo cualquiera, sino un grandullón con malas pulgas, que se le acerca y le pega un buen grito en la cara para que se calle, que ya está hartito de sus dejes de superioridad cuando solo es un pintamonas.
    Al acto, la estancia se llena de silencio. Anton y Jose mirándose sin siquiera pestañear, Dana negando y bajando la mirada y Adela corriendo a agarrar del brazo a su novio para que se calme. Víctor permanece ajeno mirando la caja. De pronto, da un respingo, como si se acordara de algo y la deposita encima de la mesa entre los primeros entrantes de una cena que ya espera fría.
    Dana se aproxima y la mira de cerca. El cartón que la compone es nuevecito, como acabado de hacer. Tiene una pequeña tira en la parte superior donde se unen las dos hojas que lo mantienen cerrado.
    —¿Esperabas algo? —le dice a Víctor, este niega—. ¿Y por qué tanto embrollo? Solo es una caja.
    Jose suelta un bufido. Todos se giran hacia él.
    —¿No has oído? Según aquí el bello durmiente —señala a Victor—, no estamos listos para hacerlo.
    Anton ríe y le dice que no le dé más vueltas, que si Víctor no quiere abrirla que no lo haga, y que si no quiere entenderlo que no se apure; él es más de músculo que de cerebro. Ese comentario no es muy acertado y propicia nuevas amenazas entre ambos, amenazas que quieren ser mitigadas por Adela, pero su novio, que comienza a estar rojo como un tomate, no atiende. Una lágrima comienza a dibujar su tierna mejilla. Conoce a Jose y se teme lo peor. De hecho, este comienza a dar brazadas al aire, es enorme y esos brazos bandean de un lado a otro sin cuidado hasta que, sin querer, le da a su novia en la cara. Esta cae al suelo. Dana se levanta hacia ella, gritándoles algo a los dos machirulos. Estos, al ver la estampa dejan de enfrentarse, sobre todo Jose que se agacha tratando de socorrer a su novia.    

—Lo siento, caramelito, es que este imbécil me está tocando los huevos.

 —¡Apártate! —le grita Dana agarrando a su amiga—, no sé qué coño hace Adela aún aguantándote.

—¿Y ahora eso a qué viene? —grita Jose, de nuevo erguido y furioso.

    —¿Tampoco entiendes eso? —corta de pronto Anton, su risilla condescendiente iluminando la estancia.
Jose empieza a respirar con fuerza. La ira que parecía habérsele esfumado ha vuelto al encontrarse la estampa del imbécil de Anton, y así, sin ton ni son, arremete contra él en un encontronazo corto y casi fulminante.
    Adela grita desde el suelo y se lleva las manos a la cara sollozando con ganas. Jose se acerca y trata de calmarla. Dana justo a su lado, le dice que no la toque, que la deje de una puta vez. Jose, entonces, se enzarza con ella, que no se meta donde no le llaman, a lo que ella contesta que ya va siendo hora de que alguien lo haga, que está cansada de ver a la pobre Adela sollozando porque no se atreve a afrontar las cosas.
    —¿Y tú sí te atreves, verdad? Claro. Tú. Dana. La mejor amiga de entre las amigas. Tú siempre con la verdad por bandera y como excusa para remarcar todas las cosas mal hechas de este mundo.
    Dana refunfuña algo y se levanta.
    —¿Sabéis qué? Ya estoy hasta los ovarios —comenta, voz calmada—. Paso de vosotros, me voy.
Ante esa aseveración, Adela, se incorpora desde el suelo, le alarga la mano y comienza a gritar entre sollozos, que no se vaya. Pero Dana ni se gira.
    —Paso, Adela; si quieres tenerlos bien puestos vente y deja al imbécil este; si vas a seguir siendo la lánguida amargada ahí te quedas. ¡Víctor, me voy! —Y acto seguido busca al anfitrión con la mirada—. ¿Víctor?
    Adela, baja la mirada, Jose se le acerca como tratando de darle algo de apoyo, de decirle que todo lo que le ha contado esta arpía es falso. A un lado, Anton, se recompone del bofetón de Jose y se sienta en la mesa. Tiene el moflete hinchado.
    —Te has pasado un poco, no crees —suelta Anton cara Jose, este sigue agarrado a Adela la cual permanece bajo su brazo sollozando. Por detrás, Dana sigue llamando a Víctor.
    —Tú te callas, ¿o aún quieres más?
      Anton ríe y hace una mueca de dolor mientras se toca el masetero derecho. A todo esto, Dana sigue con sus voces llamando a Víctor, cada vez más fuerte.
    —Jose, podrás pegarme todo lo que quieras, pero eso no hará aumentar tu cociente intelectual.
    Jose arruga el morro y parece envalentonarse de nuevo.
    —¿Chicos? —Dana corta la escena, está pálida—, escuchadme un momento.
    Jose se le gira y le grita:
    —¿Pero tú no te ibas?
    Ella comienza a temblar.
    —Es que, no encuentro la salida y Víctor está ahí tirado en el suelo inconsciente.
    La tensión momentánea parece desvanecerse en pos de otra más intensa. Adela deja de llorar y comienza a mirar por todos lados al igual que Anton y Jose. En efecto, la pared por donde debiera estar la puerta de entrada es un frío tabique sin mácula de una puerta que hace unos minutos sí estaba y Víctor yace en el suelo, al lado de la mesa, inconsciente. Anton se acerca a la pared y comienza a tantearla, a mirar y remirar sin acabar de entender nada. Jose va a ver a Víctor, le zarandea, pero está totalmente inconsciente. No entienden nada.    
    —Hay otra cosa que ha desaparecido —dice de pronto Adela y señalando la mesa—: La caja.
    Se forma otro silencio momentáneo. Parece más tenso y frío y solo truncado por la condescendencia de Anton que abandona la lisa pared, se sienta en la mesa y agarra su copa de vino.
    —Este Víctor…, ¡será cabrón! —Acto seguido apura su copa, el resto se le acerca, uno con los puños bien apretados—, ¿no os dais cuenta? —les dice—. No estábamos listos para abrir la caja.
    —¿Qué? —pregunta Dana.
    —Esta habitación no tiene salida, ni siquiera es la habitación donde ha empezado esto: ¡es la caja!, somos nosotros los que estamos dentro, en realidad, nuestro verdadero «yo», y no estamos listos para enfrentarnos a nosotros mismos.
    —¿Te quieres callar de una puta vez? —grita ahora Jose.
    Pero Anton ríe aún más fuerte.
    —No puedo, aquí dentro todos somos nosotros mismos, así que no puedo dejar de ser un cabrón sabelotodo, ni Adela una amargada indefensa, ni Dana una infeliz ideológica... Y mucho menos, tú vas a poder entenderlo; aquí no puedes fingir no ser el tonto descerebrado que eres. —Acto seguido comienza a carcajearse.
    Jose, sin embargo, grita y tira varias sillas camino de Anton.
    —Se acabó, hoy de esta no pasas.
    Anton se levanta con una presteza poco aparatosa mientras es cazado por Jose. Adela comienza a llorar con fuerza mientras Dana va hacia Víctor gritando como una histérica:
    —¡Víctor! ¡Víctor!
    Los golpes y muebles volando comienzan a acompañar los gritos.
    —¡Víctor!
    A ellos se le suman los llantos cada vez más notorios.
    —¡¡¡Víctor!!!
    De pronto, un chasquido y la lámpara se rompe.
    «¿Víctor?».
    Entonces, Víctor abre los ojos. Está tirado en su cama. No recuerda cómo ni por qué ha llegado allí. Todo es confuso. Mira hacia un lado. Son más de las diez.
    —¿Víctor? —Oye de pronto, es Dana, lo está llamando desde abajo, y eso le hace recordar algo: hoy tenía una cena con sus amigos.
    Rápidamente, baja y se los encuentra en el comedor.
    —¿Dónde estabas, atontao? —brama Jose, ya lleva algunas copas de más.
    Se ha dormido, y se lo dice; no sabe cómo ha subido arriba y se ha quedado sobao. Sus amigos ríen, él se abochorna, aunque solo hasta que suena el timbre, entonces se excusa, va a abrir, y se encuentra una caja solitaria en la puerta. La maldita caja.
    La agarra y entra en el comedor.
    Víctor entra en el comedor. Lleva algo entre las manos.
    —¿Qué es eso? —pregunta su amiga Dana.
    —Una... Una caja.
    —¿Y no vas a abrirla? —ahora Adela, otra del grupo de amigos que tiene en su comedor aguardando para cenar.
    Víctor ni los mira. Está más pálido que cuando se ha despertado de la siesta.
    —No sé si estamos preparados para ello...