La nada. Ese vacío lleno de ausencia. Sin sentimientos, dolor o pensamiento. Un abismo absoluto y negro con tintes oníricos, como un escozor antiguamente sentido en la boca del estómago mitigado por esa nada que, de pronto, comienza a perder esencia, a disiparse. La oscuridad se va esfumando en torno a una luminiscencia opaca pero en aumento, como si estuvieras saliendo de un túnel. Junto a ella, se asocian otros malestares: un pavimento frío, una opresión en el pecho, el sentimiento de pérdida y un enorme quemazón en la boca del estómago. La vista se aclara y con ella los pensamientos. Tienes la mejilla contra algo. ¿Qué haces en el suelo? De pronto, movido por algo que no entiendes, te incorporas como un resorte. Tienes las manos y tu atención en el estómago. Casi no puedes pensar en nada. Solo mirar hacia delante. Ves una persona. ¿Quién es? Entonces, oyes un estruendo invertido y de tu barriga sale algo que se mimetiza con una voluta de humo que es absorbida por un revolver que sostiene un tipo delante de ti.
—zerímaR, adivlo on alupúC aL—dice esa persona.
Luego se queda quieto apuntándome. La puerta del ascensor se cierra y comienzas a ascender. En el suelo hay un papel hecho una bola que da un bote hacia tus manos. Jugueteas con él hasta que se despliega. Hay algo escrito.
«La Cúpula no olvida».
Desfrunces el ceño. Aún no entiendes la gravedad de esas letras. Tampoco te va a dar tiempo.