Trampantojo. Ese vocablo te encanta. Es una de esas palabras que provocan desoriente. Como pigricia, o como farisaico; sobre todo usada en la frase «La vida es muy farisaica».
Así empezaste tu último discurso. Te invitaron para hablar sobre la magia navideña, aunque tuvieras otra intención. Estabas sentado en tu atrio, levantaste la mirada y comenzaste: «En navidades, la pigricia de esta sociedad tan farisaica es un trampantojo en sí». Luego, pausa teatral obligada. El público asentía absorto. Una frase y lo tenías encandilado.
Había mucha gente. Seguidores incondicionales a pesar de tu evidente desprecio hacia ellos. Gente de la alta sociedad. Todos callados, mirada atenta. Solo uno permanecía distinto. Era de una edad cercana a la tuya, aunque de apariencia destartalada. Parecía un mendigo: sucio, desarreglado, barba larga y blanquecina y una sonrisa fuera de todo lugar. Estaba de pie en medio de todos, como si nadie reparara en él, como si no lo pudiesen ver.
Ahí sucumbiste.
Quisiste seguir con el propósito que te habías marcado, un discurso sobre las banalidades navideñas y cómo nos dejamos engañar como lelos borregos, pero ni siquiera pudiste bajar la mirada hacia tus papeles. En tu psique perduraba ese ser cochambroso observándote con sonrisa de medio lado.
La pausa teatral se tornó algo incómodo. Los espectadores comenzaron a mirarse desorientados. Nadie entendía qué hacías. A los pocos segundos, o minutos, nunca lo has sabido, te levantaste y, sin decir nada, abandonaste el atrio como si fueras un estudiante avergonzado.
Fue bochornoso. ¡El eminente Ramiro Ramírez derrumbado!
Horas después, la organización del evento te llamó. Alegaste una especie de indisposición fulminante. No tuviste que dar más explicaciones; tu fama de egocéntrico y el respeto, o temor, que rezumabas hizo el resto.
Sin embargo, tu martirio acababa de comenzar.
Tuviste que dejar tus cátedras universitarias. Tampoco te importó. Solo dabas tales clases por prestigio. Detestabas a unos alumnos que te idolatraban. Pero fue ponerte ante ellos, y tu raciocinio se disolvió como te pasó en el discurso navideño.
Lo de las charlas con tus colegas sí te molestó. Esas quedadas en El Club de los Idiotas, así las llamabas, proporcionaban el alimento que tu ego demandaba. Tu brillantez y elocuencia, que volvía a esos colegas en pardillos estúpidos, te abandonó.
Poco a poco fuiste recluyéndote. No te quedó otra. La inopia era la alidada en tu día a día. También comenzaste a descuidar tu aseo personal. Ni siquiera te cambiabas de ropa. ¿Para qué? La pigricia por no hacer nada te absorbió como un desagüe mugriento a una cucaracha. Y todo por ese vagabundo, esa especie de engendro fantasmagórico. Algo que ni con todo tu saber llegaste a comprender. ¿Quién era? ¿Qué tenía ese ser que te dejó tan tocado? ¿O tal vez era otra cosa? A lo mejor fue tu vida la que se hartó de ti. Eras un gran erudito, un genio del tiempo moderno. Podrías haber hecho algo grande. Reeducar una sociedad tan farisaica como ti mismo. La gente te escuchaba sin rechistar aunque estuvieras vilipendiando su integridad. Pero no. Tú estabas por encima. Tú y tu lógica decadente.
Mira adónde te ha llevado.
Nadie te echa en falta. Vagas por la calle como un engendro descerebrado, un espectro que ha agotado su tiempo. La gente ni te mira cuando pasas entre ellos, como si no existieras. Hace un rato una señora te ha golpeado y ni se ha inmutado. Iba feliz. De hecho, todo lo que te rodea rezuma una felicidad que nunca entenderás: gente jocosa, luces, hilos musicales... No lo sabes, pero es Navidad, de nuevo. Hace un año de esa charla que te dejó en la astenia.
Un grupo de caballeros te bloquea el paso, de hecho te envuelven y obligan a marchar con ellos, como si fueras parte de su comitiva. Van bien vestidos, parecen esa especie académica decadente a la que pertenecías hace un año. Siguen a uno en vanguardia. Este asemeja altivo, imperial; aunque lo más llamativo es que no es la primera vez que lo ves, pero no recuerdas dónde, y eso llama tu atención.
Te dejas llevar por el séquito. Es fácil; para ellos eres como invisible. Os internáis por una gran entrada, un teatro o algo similar. Atravesáis un hall lleno de detalles festivos que te dan náuseas y salís a una gran sala plagada de gente sentada de cara a un atrio que os recibe con un fuerte aplauso. El personaje de vanguardia, ese que sientes conocer, se separa y sube al escenario, se sienta y comienza a remover unos papeles. Todos callan súbitamente. Parece que va a dar un discurso.
Entonces, le reconoces: soy yo.
Sin dejar de observarme, comienzas a pasar por entre las butacas. A pesar de tu destartalado aspecto, la gente no te hace caso, no te ve. Yo, finalmente, dejo los papeles, levanto la vista y digo:
—En navidades, la pigricia de esta sociedad tan farisaica es un trampantojo en sí.
Luego callo histriónicamente mientras miro a un público absorto y listo para tragarse lo que vaya a decir. Pero entonces, me quedo en blanco al reparar en algo fuera de lugar: tú.
Estás de pie, en medio de todos, apariencia tan macabra como un espectro; eres el fantasma de las navidades pasadas que me observa, me sonríe y parece susurrarme: «Oye, Ramiro, ¿vas a hacer lo que debes o vas a seguir con este trampantojo?».