Cada día, a las seis en punto, un hombre se para en frente de casa de Ramiro Ramírez. Es alto, sobre cuarenta años y vestimenta elegante. Tiene la mirada amistosa, y no se va hasta que Ramiro sale de casa y se saludan. Puede que que trabaje por la zona o que por alguna razón, su día a día le obliga a quedar atorado justo hasta que Ramiro sale y le espanta. Aun así, lo peor no es la situación en sí, sino hacia dónde se dirige.
Y es que, llueva o haga sol, cada día, Ramiro siente la imperiosa necesidad asomarse por la puerta y saludar al extraño inquilino. Es como si su mundo se detuviera y con ese acto volviera a reactivarse. De hecho, se ha convertido en una obsesión que no le permite hacer otra cosa; no sale de casa, casi ni se relaciona, necesita tener esa hora libre, salir y deshacer ese surrealista entuerto. Y todo por una situación que podría arreglarse con una conversación.
Así que llega el día en que, harto, sale al encuentro y le dice que ya está bien la broma, que deje de hacer eso que hace, además, ¿por qué lo hace? El otro se sorprende, porque él no hace nada raro. Vive cerca, suele terminar a estas horas de trabajar y, esto lo dice bien extrañado, lleva años preguntándose por qué todos los días él, Ramiro, justo a las
seis, sale de su casa, le saluda y se adentra corriendo.
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