El cuellipato es una especie de pingüino emplumado, cuello de cisne y pico de pato. Lo imaginé a los ocho años para un trabajo del cole donde debía describir un animal inventado. Era la primera vez que mandaban una cosa así. Lo recuerdo porque ese día ocurrió algo impactante: mi padre perdió su empleo.
Yo no era consciente de lo que eso significaba, pero su reacción fue esclarecedora. De hecho, me preocupé tanto que no pude conciliar el sueño. Incluso, ya muy tarde, me levanté y traté de hacer algo y desconectar. Quizá un nuevo punto de vista en la redacción. Fui al escritorio. Allí debería estar el trabajo, pero en su lugar había una libreta extraña sin desprecintar. No recordaba haberla visto antes. Sin embargo, me servía igualmente. La abrí y comencé a escribir, no sobre el cuellipato, sino una historia donde imperara el optimismo. La sensación fue tan placentera que me dormí sin recordar cómo.
Desperté con unos gritos. Mi madre había encontrado, en un bolsillo de un pantalón sucio, un décimo de lotería que, al comprobarlo, resultó estar premiado. El mayor premio jamás donado por la administración. Eso me asustó más que contentó. Fui a por la libreta. Allí estaba, palabra por palabra, lo ocurrido tal y como había imaginado.
Nos mudamos a una zona residencial de lujo; casa inmensa con un cuarto de juguetes que parecía un centro comercial. Sin embargo, de niño hay una cosa que impera sobre el resto: mis amigos. Una noche, cogí la libreta mágica y escribí otra historia.
Al día siguiente, llamaron por teléfono. Las puertas de las casas de mis amigos habían amanecido con una inmensa bolsa de dinero. Al poco, todos residíamos en esa zona lujosa. Era fantástico, aunque lo mejor fue la certeza de tener el poder de hacer lo que quisiera. Y no escatimé en imaginación: los abusones sufrían ataques de estornudos cuando nos veían, los profesores gruñones fueron relevados por otros más manejables, los exámenes tenían las preguntas que yo considerara... ¿Que queríamos playa? Un día apareció un lago en la zona. ¿Nos apetecía jugar con la nieve? Grandes nevadas asolaban el lugar.
Una vida de ensueño. Sin embargo, todo acto tiene su consecuencia.
Los estornudos de los abusones fueron atribuidos a una pandemia. Eso tuvo gracia; sabía que era falso. Lo de que la gente comenzara a abandonar la zona por la inestabilidad meteorológica ni me importó. El trastorno del ecosistema por el lago fue más molesto, sobre todo por los mosquitos. Lo peor, lo de nuestros padres, unos nuevos ricos que no supieron administrar su fortuna. Lo perdieron casi todo. Nada preocupante; podría hacerlo reaparecer. Pero se pelearon por ello y no quisieron que nos juntáramos. Enfurecido, los hice desaparecer.
No fue buena idea. Mi intención era hacerlos volver en unos días, pero mis amigos no sabían nada. Llamaron a las autoridades y, ese día, unas personas serías, asuntos sociales, aparecieron preguntando sobre nuestros padres. Yo no podía decir la verdad, nadie me creería, solo esperar y hacer que volvieran. Pero, para ello, necesitaba un porqué. Aunque fuera pequeño entendí que abandonar niños es una insensatez. Podría ser que, aunque los hiciera volver, el daño fuera irreparable.
Esa noche pensé y pensé hasta que se me ocurrió una manera de hacerlo: volver atrás y deshacer cambios. Sin embargo, retroceder en el tiempo podría tener consecuencias mucho más grabes que unos mosquitos molestos. Además, estaba la paranoia esa que trató de explicarme mi padre cuando vimos la película La máquina del tiempo; eso de que el pasado no se puede cambiar, una burda manera de explicar la paradoja. No obstante, yo tenía una ventaja: el ilimitado poder de la imaginación de un niño.
Pasé la noche escribiendo. No recuerdo cuándo me dormí. Al despertar volvía a estar en mi vivienda antigua. Fui al dormitorio de mis padres. Habían reaparecido. Corrí hacia su cama llorando de alegría. Ellos, al verme así, se sobresaltaron y preguntaron que qué ocurría. Les dije que había tenido un sueño extraño. Y es que, el plan había funcionado. En mi cuaderno anoté lo ocurrido desde que encontré dicha libreta aún precintada. Luego, redacté que todo había sido parte de un sueño, y que, al despertar, lo haría ese día. Pero entonces, me acordé de una cosa: la libreta.
Volví al cuarto. En el escritorio estaba el trabajo del cuellipato. Nada más. Rebusqué por doquier, pero había desaparecido, como si de verdad todo hubiera sido un sueño. Mis padres me observaban preocupados. Pensaron que lo del despido me había afectado y dijeron que no me preocupara; todo se arreglaría.
Ese día no fui al cole. Mi padre hizo tortitas y nos las comimos en el sofá del salón. Todo volvía a ser normal, como si realmente lo vivido las últimas semanas hubiera sido un sueño. De hecho, la desaparición de la libreta mágica daba esa sensación. O a lo mejor no; a lo mejor sí había sido real y mi maniobra lo arregló. Fuera como fuese, daba igual. La normalidad había vuelto, y eso era suficiente. Un niño no debería temer de imaginar.
Permanecimos en el sofá, abrazados y viendo la tele. Daban un documental de naturaleza. Recientemente habían descubierto un animal. La comunidad científica no se explicaba cómo este bicho había pasado tanto tiempo desapercibido. Era como un pingüino con plumas, cuello largo y pico de pato. Lo llamaron el cuellipato.