Urgencias. Diez de la mañana. El doctor observa mi mano sorprendido.
—¿Cómo se hizo este estropicio?
Tres dedos medio cercenados, el corte empieza por la mitad y recorre parte de la palma.
—Accidente de aguacate —digo.
Él ríe sin levantar la vista.
—Esas frutas las carga el diablo. ¿Qué utilizó? ¿Una radial de cocina?
Mi mujer, a su lado, suspira.
—Ya le dije que esos cuchillos nos traerían un disgusto.
Tiene razón; me los vendieron como pequeñas armas domésticas. El médico, sin embargo, la tranquiliza; hemos hecho bien en presionar la herida para que la carne colgante comenzara a soldar. Ahora puntos y una larga recuperación. O lo que es lo mismo: juego, set y campeonato. Un Grand Slam, además. Quién lo diría hace unos meses.
Todo empezó cuando perdí el trabajo y me convertí en amo de casa. Al principio no fue tan terrible. Llevaba a los niños al cole y luego holgazaneaba hasta la hora de la cervecita en el bar de abajo. Allí me reunía con mis colegas de profesión hasta la hora de comer. Entonces, salíamos pintando a casa a medio adecentarla para cuando volvieran las parientas. Además, no hacía ni la comida; soy un inútil en la cocina.
La vida era pura felicidad, hasta que un día llegué de la cervecita tarde y bastante doblado. Eso fue demasiado para mi mujer y me castigó: primero hacer mis tareas con esmero, y luego una comida decente. El bar ni olerlo. Sin embargo, nunca dejó de protestar:
—¿Qué hace esa botella ahí? —comentaba a veces.
—El balcón también se barre. —Eso lo decía mucho.
—Si vas a tender así la ropa más vale que aprendas a planchar. —Esto otro constantemente.
Era desesperante. Pasaba el día fregando, recogiendo juguetes, quitando polvo... Incluso remetía la ropa de la cama, algo que nunca he entendido su porqué. Pero ella solo se fijaba en minucias sin hacer. Entendí que no se trataba de un castigo: iba de venganza, porque la convivencia no es soportarse, es conspiración.
Y yo tenía que defenderme.
Primero traté de realizar mis tareas de la manera más eficiente, y cuando ella bajó la guardia le asesté el golpe. Fue en vísperas de un evento importante. Una boda. Se metió al baño para acicalarse y, de pronto, gritó.
—¿Cariño? —entré corriendo al baño, delantal y guantes de fregaza incluidos.
Ella, con un bote de laca que previamente yo había vaciado, me miraba angustiada.
—Se ha terminado.
—¿Y?
—¿No lo entiendes? Sin esto mi pelo parecerá un manojo de habas.
Sonreí, abrí el armario y saqué un nuevo tubo de laca que previamente había comprado.
Así comenzó mi estrategia. Cada vez que ella me lanzaba un reproche respondía vaciándole sus champús, o cambiándoles las llaves de bolso, o desparejando los pendientes... y cuando ella se desesperaba yo aparecía con la solución. La partida de tenis que es nuestra relación fue nivelándose. Aun así, todavía faltaba la guinda; porque no se trata de venganza, sino de llevar la razón.
Un día escondí la leche y esperé a que terminara la de la nevera.
—Cariño, ¿abriste tú este brik?
—Sí, ayer.
—Pues era el último, y el que abre el último debe avisar.
—¿Cómo? —exclamó al tiempo que fue al armario para corroborarlo—. Había más, ¡lo juro! —Estaba desorientada
—Bueno, últimamente andas un poco despistada, ¿estarás atenta?
Ella asintió y... ¡se disculpó! Fue sublime. Porque tampoco se trata de llevar razón, sino de ver a un ser tan poderoso como mi mujer bajo el yugo del perdón.
La victoria estaba cerca, pero surgió un imprevisto.
—Cariño —dijo un día, bote de laca en la mano—. No habrás comprado otro, ¿verdad? Se ha acabado.
Fue devastador. Y es que, aunque lo dijera con dulzura, vi un pequeño brillo en su mirada, el mismo que lucía cuando mandaba en el marcador. Urgía otro estrategia, una que no precisara mantenimiento.
Podría orquestar una infidelidad. Nada serio, solo varios coqueteos vía mensajitos para sacarle los colores. Pero necesitaría alguien de confianza y los únicos con que podría contar eran mis compañeros del bar. Y con cuarenta y tantos y atravesando ese estado viril donde, sexualmente, somos invisibles para cualquier mujer eso era impensable. Entonces, en la ferretería del barrio, los vi: cuchillos de cocina. Entré y pregunté si estaban afilados.
—Son como pequeñas armas domésticas.
Al día siguiente, me propuse llevarle el desayuno a la cama. Zumos, café, tostadas con aguacate a rodajas y de ahí... a urgencias. Sin embargo, salió perfecto. Desde entonces, mi mujer me trata como un rey; no quiere que haga nada, o lo que es lo mismo: juego, set y campeonato.
—Estás loco —dice uno de mis colegas en el bar.
—Sí; autolesionarte para hacer el perro...
Yo río, me reclino y disfruto de las rentas de mi recién triunfo. Ellos apuran la birra y se marchan corriendo a casa a adecentarla antes de que regresen sus congéneres. Después, un joven camarero comienza a recoger la mesa. Es alto, pelo largo y mirada rebelde.
—Oye, Parra, ¿quién es el guaperas?
Parra, el dueño del bar, se gira y lo observa con desdén.
—¿Ese? Mi ahijado. No tiene dónde caerse muerto y me lo han endosado.
—Y dime, ¿es de confianza?
Él arruga las cejas.
—¿Qué mierda de pregunta es esa?
—Ya sabes... —apuro mi copa y hago señas para que la rellene—, por empezar a preparar el próximo Grand Slam...
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