Opus 1: Los nueve Enanitos




Lo encontré al lado de un contenedor como un viejo mueble que ya ha vivido bastante. Parecía antiguo. Tenía la cubierta desgastada y el teclado destrozado. Sin embargo, las mazas, de apariencia atávica y rudimentaria, continuaban intactas, y las cuerdas tensas y con muchas melodías por ofrecer; de hecho, cantos de sirena salieron de su interior cuando las rasgué.
Soy más esnob que «Diógenes», pero para mí, y como pianista, estos objetos son sagrados. Además, mi carrera necesitaba otro punto de vista; el mundo de la interpretación y composición es como darse cabezazos contra una historia que nunca llegaría a saber de mi existencia. Amparándome a ello había acabado dando clases a críos mimados que solo suspiran contentar a sus padres. Quizá era hora de virar hacia la noble dedicación de luthier.
No supe qué fenómeno produjo tal locura, pero me vi haciendo algunas llamadas e instalando el piano en casa.
Una vez allí me puse manos a la obra. La cubierta la dejé tal cual. Estaba vieja y desgastada pero me gustaba el tono «vintage» que le proporcionaba. El teclado sí lo recompuse, aunque intenté utilizar los mismos trozos que lo componían, restaurando lo que pudiera y si alguna parte necesitaba un recambio nuevo lo hacía con materiales cuidadosamente rebuscados. Mientras lo ensamblaba me quedé maravillado con los acabados de su caja de resonancia y mecánica que, aunque antigua, continuaba perfecta. 
Durante días, mi pequeño estudio rezumaba artesanía, felicidad y un fuerte olor a cola. 
Una vez reparado me pasé horas sin poder dejar de mirarlo. Ese trasto me había dejado embelesado. No podía ni creer cómo alguien hablia podido desprenderse de esa reliquia. Ni siquiera conseguí contenerme; empecé a tocarlo sin esperar a que la cola compactara. 
Para mi sorpresa, estaba perfectamente afinado, el sonido que producía era límpido y puro y el peso de las teclas ideal. Interpreté «El Claro de Luna» de Beethoven, una pieza con la que mi profesor decía que llegué a tocarle el alma.
Cuando terminé permanecí en silencio y contemplando el magnífico instrumento.
—¿Podrías interpretar algo de Mozart? —dijo alguien a mi lado.
Giré sobresaltado y me encontré un hombrecillo mirándome con una cara marcada por el tiempo.
—Mejor Debussy, ese sí fue grande —oí del otro lado donde otro enanito me observaba con expectación.
—¿Grande? —una voz a mi espalda empezó a rebatir—, ¿lo dices por tu idea de la escala pentatónica?
Quizá fuera el cansancio o los vapores del pegamento, pero varios enanos a mi espalda empezaron una cómica discusión sobre unos méritos que no entendía.
—Tampoco fue tan ingenioso.
—¡Reinventó la composición! Gracias a mí.
Las intervenciones fueron sucediéndose con un tono de reproche «in crescendo».
—Todos hemos contribuido a que alguien reinventara algo.
—Ya, pero hay formas y formas.
—Totalmente de acuerdo.
—Pues yo no.
—Vamos a ver, después de Bach lo que siguió fue pura inercia...
—¿Ya me sales con Bach? ¿Y dónde te dejas a Monteverdi?
—¡Callad! —gritó uno señalándome—. Esta persona nos devuelve al mundo y, ¿nos ponemos a discutir como unos niñatos adictos al «postureo»?
Todos me miraron.
—Esto... —yo no podía creer lo que veía—, ¿qué está pasando?
Los nueve hombrecillos empezaron a reírse.
—Nos has sacado del piano —dijo uno.
—¿Yo?
—Sí —insistió el primero que había aparecido—, con la magnífica representación del maestro Beethoven.
La surrealidad se mezcló con la cordura. Ellos contando anécdotas que humanizaban a mis ídolos y tan rebuscadas que pocos musicólogos las conocerían. Yo, mientras tanto, interpretaba sus peticiones. 
Nacieron de una melodía que tocó el artesano que fabricó el instrumento. Cada vez que alguien lo tocaba y sobresaltaba las almas de sus oyentes, salían como si de una invocación se tratara. El piano era excepcional y su resonancia y armónicos tan profundos que cada uno de los grandes músicos de la historia quería pasar un rato con él, aunque fuera solo unos instantes. De ese modo, convivieron con cada genio y, en varios casos, proporcionaron el pequeño empujón que les hizo inmortales. 
Fue una velada extraordinaria.
Al día siguiente, amanecí durmiendo encima del piano, con varios pedazos de teclas pegados en la cara y la sensación de haber vivido sueño lúcido. Varios mensajes brillaban como reminiscencias de algo pasado en mi móvil. Algunos eran de padres de alumnos, preguntándome el porqué de mi ausencia. Pero uno, el más importante, procedía de mis vecinos diciéndome que la próxima vez que pasara la noche de cháchara con amigos y tocando el piano iban a denunciarme. 
Eso me exaltó. Quizá no fue una alucinación. Quizá todo lo acontecido fuera real. 
Me senté al piano e invoqué a los enanitos. Pero nada. Sin embargo, no me rendí y fui tocando sin parar. Cuando mi memoria se agotó saqué el arcón donde guardo mis partituras y empecé a interpretar una tras otra.
 Acabé con las muñecas destrozadas y las yemas sin sensibilidad. Había pasado por Brahms, Chopin, Tchaikovsky, Schumann, Schubert, Berlioz incluso Litz o Rachmaninov..., luego me atreví con Schönberg, Webern, Messiaen y contemporáneos hasta llegar a Stockhausen y los más vanguardistas, pero en el cuarto seguíamos yo y un montón de hojas por el suelo. Ningún hombrecillo misterioso. 
Desolado miré el arcón. Solo quedaba una obra. El último cartucho por quemar. La puse en el atril. Entonces me di cuenta de que nunca antes la había interpretado. Estaba manuscrita con unos garabatos puntiagudos y hechos como a toda prisa. Unos acordes en apariencia absurdos asomaban por una armonía tan complicada que no fui consciente del título y autor. Era dificilísima. Necesitaría varios días de práctica para tocarla decentemente. Sin embargo, empecé a interpretarla con una soltura innata. Mis dedos iban descubriendo cada nota como si fuera algo que surgiera de mí interior. Con los ojos entrecerrados, me dejé llevar por una interválica disonante entremezclada con melodías imposibles y una forma compositiva única que se adelantaba a mi propia época.
Terminé extasiado, sin aliento, con el corazón a mil y preguntándome de dónde habría salido esa maravilla mientras volvía a la primera página para descubrir título y autor. Esta obra sería motivo suficiente para inmortalizar a su creador. Entonces me quedé de piedra. Algo que, o bien esclarecía todo o lo dejaba aún más bajo su velo de irrealidad, me dio en la cara. Bajo el título, el mismo que esta historia, figuraba el nombre de un compositor peculiar y muy especial: yo.

13 comentarios:

  1. Buenísimo. Se nota en él un gran cariño y conocimiento de la música en muchas de sus facetas. Me ha encantado. Un placer leerte, de verdad.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola Rebeca, me alegra mucho que te gustara, la verdad es que el tema me gusta mucho, y parece que se ha notado, ¿no?, je, je.
      Muchas gracias por pasar y por tus sinceras y amables palabras.
      Un abrazo.

      Eliminar
  2. Vaya qué bueno. Tiene imágenes estupendas como cuando despierta encima del piano o el WhatsApp de los vecinos quejándode de la juerga de la noche, además, como te comentan, del conocimiento musical. Lo que me deja intrigado es cómo estaba allí el piano. ¿Quién lo dejó? ? Con qué propósito?
    Un saludo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Isan, la verdad que en este tema juego con ventaja, aunque creo que nunca había escrito nada sobre música.
      En lo referente a tus intrigas, la verdad es que no es usual eso de tirar instrumentos así como así. La mayoría de las veces como mucho se donan para prolongar su uso, aunque en estos tiempos donde se vende hasta los cordones de zapatillas usadas ese procedimiento es el final y principio de estos objetos. Pero rara vez tirar un instrumento. Por otro lado está la creencia de que todos los instrumentos antiguos que perduraron al tiempo tuvieron la misma suerte que los Stradivarius, pero lo cierto es que la gran mayoría murieron en el rincón de alguna casa vieja y sin el conocimiento de su valor por parte de su dueño. A lo que voy, y de esto trata este rollo, es que no pensé en ese aspecto, simplemente algún personaje inconsciente, que no sabía lo que tenía entre manos, decidió deshacerse de un objeto que heredó y le molestaba (por ejemplo), aunque claro está que eso es un poco inverosímil. Lo mejor hubiera sido alguna intro con el prota topándose con el piano en casa de algún conocido o algo así, pero como ya te he dicho, la historia que lleva al piano a la basura nunca la tuve en cuenta. La pensaré, je, je.
      Por cierto este relato es para café literautas, aunque esta es la versión extendida, allí leeré el tuyo, espero.
      Un abrazo y gracias por pasar.

      Eliminar
  3. ¡Hola, Pepe! Has pintado... mejor, has interpretado de manera fantástica el mayor momento del que podemos gozar como humanos: el momento de la creación, el instante en el que nos transportamos a otra dimensión sin remedio y cuando regresamos contemplamos lo creado. Muy bien introducidos los detalles técnicos para ambientar el relato y ese toque fantástico que siempre es de agradecer. Un abrazo!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Aquí intenté ensamblar varias de mis pasiones:la música y escritura. Se tiene la creencia de que la música tiene el poder de mover los sentimientos a su son, valga la redundancia, por eso escribir sobre música se me antoja muy difícil, pero lo que sí parece un estándar es el proceso en el que te ves envuelto y el mismo que comentas; ese estado donde tu existencia fluye hacia otra dimensión conceptual dejándose llevar a la vez que tejiendo los tejemanejes productivos. Es algo simplemente genial. Me alegra mucho haberte transmitido ese sentimiento.
      Un abrazo, David, y muchas gracias por pasar.

      Eliminar
  4. Un gran trabajo narrativo, amigo Pepe, con bellas descripciones, algunas poéticas incluso, que me han encantado.
    También se nota que has indagado sobre este instrumento musical de cuerda tan importante en cualquier orquesta y composición musical. Nombrando también a obras y creadores muy famosos.
    Subrayo la parte central de la historia donde das protagonismo a través de este estupendo diálogo, a estos personajes imaginarios, los nueve nomos o enanos, que además ilustran el título, los cuales contribuyen a través del diálogo con el protagonista a darle el ritmo trepidante que nos engancha como lectores y a disfrutar de un mundo surrealista donde la magia hace posible que la realidad de unas teclas se transforme en un maravilloso cuento de hadas o del sueño de un músico y autor de esta historia con un final encantador.
    Nos volvemos a leer en Café Literautas dentro de muy poco.

    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Estrella, ¿qué tal? Primero me gustaría felicitarte por ese cuarto puesto en el tintero, a pocos votos del podio que solo la suerte no te ha negado.
      Por otra parte, me alegra que te gustara el relato, soy músico pero, no sé por qué, me cuesta escribir sobre ella, es el primer relato que le dedico. Me alegra que resaltes lo de los hombrecillos, ellos fueron el germen inspirador de la historia. Nos leemos en café literautas, aunque esta versión es la extendida, ya que me pasé de palabras pero no quería dejarla tan podada.
      Un abrazo y nos leemos!

      Eliminar
    2. Quería decir "solo la suerte te ha negado" en referencis a la poca distancia que hay entre tu puesto y el tercero. Je, je.
      Ahora sí, nos leemos!

      Eliminar
  5. Un piano mágico o encantado esperando a ser descubierto por alguien merecedor de su historia y sonido. Un relato como los cuentos de hadas en los que el deseo del protagonista se hace realidad con la ayuda de personajes, también mágicos, que luego desaparecen, dejándole turbado y con una sensación de irrealidad.
    Si la historia ya tiene por sí misma un indudable gancho, la narrativa que has empleado la adorna para hacer del texto un pequeño regalo para el lector. Me ha encantado tu imaginación y tus conocimientos musicales, pues yo soy un perfecto analfabeto en cuanto a música clásica se refiere.
    Ojalá yo encontrara una guitarra mágica que me permitiera tocarla como un virtuoso sin tener idea de solfeo, ja,ja,ja.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Josep, la música es cómo la escritura, mientras se disfrute con ella da igual ser un virtuoso o un gato bailando encima de un piano. Aunque reconozco que no le diría que no a una guitarra como la que describes, je, je.
      Me alegra que te gustara y pasaras un buen rato, eso es lo principal.
      Otro abrazo!

      Eliminar
  6. Un texto muy bueno. Me ha encantado tu blog, me quedo de seguidora y te invito a que te pases por el mío si te apetece (es Relatos y Más, es que aparecen dos en el perfil).
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Rocío, por supuesto, estás bienvenida, ahora mismo me paso a verte.
      Otro abrazo.

      Eliminar