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El mundo de los postres navideños

Llego un poco tarde, pero aún queda mucha Navidad por disfrutar y degustar...

Todo empezó con un reto que lanzó David Rubio Sánchez desde su blog. Se trataba de realizar un texto a ocho manos junto con Estrella Amaranto y Rosa Berros Canuria. La idea fue buena, la elaboración mejor y el resultado, bueno, realmente inmejorable.

Así que, sin más dilación, vayamos al relato.



EL MUNDO DE LOS POSTRES NAVIDEÑOS



Felicidad, familia, reencuentros, sentimientos aglutinados junto con manjares típicos... En Navidad, la dulzura impera por cada rincón, pero si hay un mundo donde ese sentimiento adquiere todo su significado es en «El mundo de los postres navideños».
Sin embargo, a pesar de su dulzura, hubo una vez que esa condición quedó en entredicho:
Era víspera de Nochebuena y la casa de Don Turrón bullía. Cada año, todos los familiares repartidos por el mundo se encontraban allí y pasaban un rato en compañía antes de ofrecer su dulzura a los humanos.

—¿Qué tal por tierras teutonas, querida? —preguntó don Turrón a Berlina, su esposa, nada más llegó.
—Poco, ya sabes... ¿y el pequeñín? ¿Dónde tienes a mi Polvoroncillo? —contestó ella.
—Ha salido un momento con su hermano Mazapán...
—¿Dónde? Necesito abrazarlo después de tanto...
—Han ido con el abuelo a no sé qué —interrumpió Torrijas de leche, la viuda y cuñada de Don Turrón.
De pronto, la puerta se abrió y entraron los pequeños con Alfajor, el abuelo.
—¡Mis pequeños! —gritó Berlinesa abrazando a ambos—, qué ganas tenía de acariciar vuestra dulzura.
—¡Nuera! ¡Ya viniste acá! —irrumpió Alfajor sin siquiera moverse del umbral, como si extrañamente no quisiera entrar todavía.
—¡Abuelo! —exclamó Berlinesa—, entre, ¿qué hace ahí parado?
—Pues veréis... —dijo el abuelo echándose a un lado y dejando paso a un familiar que hacía mucho que no se presentaba en las reuniones familiares y que puso en jaque esa típica personalidad tan dulce: Helado de chocolate vegano con té verde.
La primera en cuestionar su presencia fue una de las tías Peladilla:
—¿Y ese qué hace? Menudo postre de Navidad más triste. Helado, frío como el tiempito que tenemos y encima sin mantequilla ni nata ni nada rico.
—Ja, ja. Parece un ratoncito mustio. ¡Eh, tú, Helado de chocolate vegano con trocitos de té verde! —¿habrase visto qué nombre más rimbombante?—, ¿entiendes castellano? Sí, soy yo, Torrija.
—No deberías burlarte tanto, Torrija —dijo serio Alfajor—. Tú que tan pronto sirves de postre navideño como de postre de Pascua no eres la más apropiada para criticar a los demás.
—Bueno, padre, de todas formas hay que hacer algo. Solo faltaría que les gustara más a los humanos y nos relegaran para siempre —se lamentó Turrón, haciéndose eco de lo que todos sentían y no se atrevían a confesar.
—Pues encima de mí estaría muy bueno —dijo Torrija un poco amoscada por el rapapolvo de Alfajor—, aunque para eso tendríamos que derretirlo.
—Ja, menuda idea —exclamó don Turrón—. ¿Por qué no lo metemos en el microondas? Un poquito y a baja potencia…
—¡Ay, querido esposo! No sé qué me da…
—Berlinesa, no vamos a matar a tu hermano solo quitarle ese aire tan… frío.
—Es verdad, se da tantos aires…
—¡¡¡¡Nooo!!! —gritó Polvoroncillo—. No quiero que queméis al tío cocholate.
La cena de Nochebuena fue todo un éxito, aunque no para todos los miembros de la familia de don Turrón. Helado de chocolate vegano yacía desmadejado en un cuenco: el mismo en que, a baja potencia y durante unos segundos, había permanecido en el microondas; lo suficiente para perder su apetitoso aspecto cremoso y adquirir la consistencia del barro mojado. Nadie en la mesa se dignó mirarlo más que para apartarlo a un lado y abrirse camino hacia una Peladilla. Los humanos disfrutaron con los dulces tradicionales. Don Turrón y los niños, Polvoroncillo y Mazapán, fueron los triunfadores absolutos de la cena, aunque Berlinesa, Alfajor y demás familiares también recibieron la atención merecida aquella noche.


En la mañana de Navidad, casi todos los postres se engalanaron para ofrecer de nuevo sus encantos gustativos a los humanos. El casi era Polvoroncillo que intentaba encaramarse al cuenco en el que se hallaba Helado de chocolate vegano con té verde.
—¿Necesitás ayuda?
Polvoroncillo se giró para ver a su abuelo rodando hacia él.
—¡Hola, abuelo Alfajor! ¿Oyes eso? Parece que el tío cocholate vegano está llorando. No me gustó lo que hicieron papá y los demás.
—Estuvo muy mal, por muy altanero que sea ese tipo no se lo merecía, y menos en Navidad. Va, subí encima de mí para ver cómo está.
Y así hizo el pequeño. Dentro del cuenco, pudo observar las lágrimas de chocolate que saltaban como los chorros de una fuente.
—¿Cómo estás? —preguntó Polvoroncillo.
—¡Ay, ay! ¡Mira lo que me hicieron! ¿Así se recibe a un familiar?
—Lo… lo siento. ¿Puedo hacer algo?
—¡Llévame de nuevo a la nevera, te lo suplico!
Polvoroncillo bajó de Alfajor dispuesto a ello, aunque no sabía cómo podrían hacer tal cosa, siendo él pequeño y su abuelo, anciano. En ese momento, llegó don Turrón.
—¿Qué hacéis todavía aquí? Los humanos pronto van a reunirse a la mesa.
—Disculpá, creo que Polvoroncillo tiene algo que decir.
Polvoroncillo observó al terco de su padre y apenas balbuceó:
—De... deberíamos llevar a tío cocholate a la nevera.
—¡¿Qué?! ¡Un rotundo no! Ya lo entenderás cuando crezcas. Vamos, que están a punto de servirnos.
Los postres aterrizaron en la mesa, felices y preparados para ser degustados. Pero pasó el tiempo, y ni uno de ellos abandonó las bandejas. Entonces escucharon a uno de los niños humanos que verbalizó la opinión del resto de comensales:
—¿Otra vez lo mismo? ¡Qué aburrimiento! ¿Cuándo podremos comer a Helado de chocolate vegano con tropezones de té verde, mamá?
Y allí quedaron. Abandonados, inadvertidos.
Fue tan decepcionante para los postres tradicionales aquel ostensible rechazo de los humanos, que al llegar la cena de Nochevieja temieron desaparecer del menú. Aquello les llevó a arrepentirse sobre su mezquina conducta con el forastero. Había que devolverle a su primigenio estado, con lo que nada mejor que enfriarlo en la nevera, de ello se encargó Polvoroncillo, pues su inocente súplica a fin de resucitarlo hizo que toda la familia cambiara de actitud, lo que le colmó de alegría, dando saltos y gritos: «¡hip hip hurra... Vivan las fiestas de Navidad y del Año Nuevo!»
Con ese buen ánimo entraron al comedor donde todos lucían sus mejores galas perfumados de aromas deliciosos y con sabores únicos. Los comensales los miraron asombrados y aguardaron que se sentara un niño impaciente, después de cometer una de sus típicas travesuras.
—Disculpa, amigo Helado vegano, pero he tropezado sin querer... en realidad, me han empujado y no sé cómo salir de aquí. —balbuceó nervioso arqueando las cejas, don Turrón, a quien aquel niño al que le gustaba hacer travesuras le había arrojado en el cuenco del postre exótico.
—¡No te preocupes! Podemos hacer un dúo exquisito si ellos se deciden a probarnos. —le contestó con una amplia sonrisa tratando de tranquilizarle.
—¡Ah, no lo había pensado antes, pero me parece una idea genial! —exclamó don Turrón mostrando sus sabrosas y exquisitas almendras en señal de aprobación.
Inquietos por la curiosidad de aquella novedosa fusión de ambos postres, los humanos la saborearon y les encantó.
Aquel incidente les ayudó a comprender que de nada les había valido ser tan prejuiciosos con lo diferente, puesto que la unión de lo tradicional con lo atípico fue lo que contribuyó a realzar sus virtudes y enriquecerse mutuamente.


FIN

Extraños en un andén


 —¿Por qué no arranca? —dice una señora. Su marido calla y baja la mirada—. ¡Vamos! —brama levantándose y estirándole con saña—, ¡si tengo que esperar a que hagas algo...!
Salen al andén. Entre vapor y siseos, ascienden. Pasan el primer vagón y ven un hombre alto mirando la locomotora.
—¿Señor? —llama la señora—, ¿ocurre algo?
—¿Perdón? —El hombre sacude la cabeza como saliendo de un trance.
—¡Otro inútil! —Farfulla ella.
—¡Deténganse! —grita entonces el hombre viéndolos enfilar hacia la locomotora—. Sucede algo... extraño —titubea señalando la máquina.
La mujer entrecierra los ojos y al ver, asomando por la puertecilla lateral de la locomotora, una persona tirada empieza a gritar. Varios viandantes se acercan alertados.
—¿Señora? —pregunta un anciano.
—¡Han matado al maquinista! —exclama alterada.
—¿Cómo? —pregunta otro.
—Es el segundo maquinista —irrumpe el hombre alto—. Él y yo estábamos hablando cuando hemos oído gritar al primer maquinista dentro de la locomotora. Entonces, ha ido y al entrar se ha desplomado.
—¡Cierto! —dice una mujer incorporándose—, lo vi desde allá atrás. Ha sido como si le hubiera dado un síncope...
—Gas tóxico —suelta un hombre calvo.
—Estaríamos todos muertos.
—¡Un disparo!
—Hubiéramos oído el tiro. Es gas, pero localizado, por ejemplo, en un leño; al arder, la caldera suelta el veneno por la cabina.
—¡Qué horror! —Exclama la señora.
—¡Absurdo! —bufa el hombre alto.
—Oiga —dice entonces ella observándolo detenidamente—, nos... ¿conocemos?
—¡Abran paso! —irrumpe de pronto un hombre uniformado: el revisor—. ¿Por qué tanto...? —calla al ver al hombre alto—. Bruno..., ¿Qué mierda haces aquí?
—Hay leños venenosos —interviene la señora.
—¿Qué has hecho, Bruno?
—Nada...
—¿No lo reconocen? —brama alto, apuntando al hombre alto, y mirando a todos— es maquinista de esta terminal; su cara lleva una semana colmando los periódicos.
—Por eso me sonaba —cuchichea la señora.
—Escúchame... —interviene Bruno.
—¡Calla! —bufa el revisor mirando hacia la locomotora—. ¿Lo has matado?
—Estás paranoico... ¡Tu esposa te ha vuelto majara!
Jack, al oír eso, reacciona propinándole un puñetazo. Los observadores retroceden. La señora se gira sobresaltada y ve dos agentes paseando.
—¡Policía! —grita.
Estos se acercan, los inmovilizan y registran. Sacan una derringer del bolsillo de Jack.
—Tengo licencia —espeta este.
—¿Qué pasa aquí? —pregunta un policía.
—Hay leños tóxicos... —suelta la señora —, y estos dos saben el porqué.
—¡Cállese! —salta Bruno. Entonces les cuenta la historia.
Jack escucha colérico.
—Ahora, la verdad —dice cuando Bruno termina.
—¡Es cierto! —interrumpe nuevamente la señora—. Una mujer dice haberlo presenciado.
—¡Yo también! —suelta un hombre con gabardina y cara oculta tras un pasamontañas. El gentío va creciendo.
—Esta historia no... —corrige Jack—. ¿Se acuerdan del descarrilamiento del tren de Metcalf? Este hombre —continúa señalando a Bruno— era el primer maquinista, su segundo, y el que tenía que testificar contra él, el hombre que yace muerto. ¡Ha matado al testigo de su imprudencia!
—¡Por eso puso lo leños...! —chilla la señora mirando a Bruno.
—Pero, ¿han comprobado que esté muerto? —suelta un policía. El gentío enmudece.
El agente, tapándose nariz y boca con la mano, decide inspeccionar la escena. Encuentra dos cadáveres ensangrentados con un pequeño y familiar orificio en la cabeza.
—¡Aprésenlo...! —dice regresando y señalando al revisor—. Herida de bala... una derringer.
Se produce un mar de cuchicheos.
—¿Yo? Hoy en día cualquiera tiene una, además, ¡miren la mía...! está completamente cargada.
—La ha podido recargar.
—Pero no hemos oído disparos —salta la señora.
—El sonido de esta arma es más débil que el siseo del tren —agrega el policía girándose al gentío—. ¿Alguien ha visto a este señor merodeando la zona?
—¡Claro que me han visto, soy revisor! ¿Y por qué iba a querer matarlos?
—Porque se follaban a tu mujer —agrega Bruno a su espalda provocando el silencio.
Jack se gira lentamente con los ojos inyectados en sangre.
—¡Cabrón! —brama saltando contra él, pero un policía, de un porrazo, lo deja inconsciente.
—Llévatelo a comisaría —comenta después a su compañero—. Usted, ¡acompáñele! —ordena a Bruno—, quiero una declaración.
—Esto... debería fichar... —titubea Bruno aparentemente aturdido por la escena—, ya... tengo bastantes problemas.
—Le esperamos
Bruno asiente y parte hacia el registro. Por el camino se cruza con el hombre de la gabardina. Parece seguirle. Entran a la terminal y doblan por un pasillo que desemboca en una puerta que abre a un descampado repleto de material ferroviario.
—Joder, Guy —dice Bruno—, con ese antifaz pareces un asesino.
—¡Tenías razón! —ríe Guy quitándose el pasamontañas—, llevaba una derringer.
—Sí, el plan salió bien.
—¿De verdad se tiraban a su mujer?
—No sé, pero ella se ha cepillado a medio personal.
—¡¿No sabes?! ¿Y si lo niega?
—Sus mentiras e infidelidades desarticularan su confesión; ahora, dame la derringer.
—Primero la pasta.
—No la traje.
—¡Mierda, Bruno!, si no pago hoy mis deudas estoy muerto.
—¡Me han registrado, imbécil! Hubiera sido sospechoso llevar tanto dinero. Luego saldamos cuentas. ¡Ahora, dame el arma! Aquí hay un pozo donde arrojarla.
Guy obedece.
—¿Habrás sido sigiloso? —pregunta Bruno.
—¡Claro! Permanecí agazapado en la puerta contraria al andén. Tuve que matar al primero, daños colaterales, después rodeé el tren y me uní al gentío.
—La gabardina, ¡dámela!, la arrojo también, y lárgate; tengo prisa, con la conmoción del momento solo podré justificar diez minutos de desfase en mi registro.
—Vale... —dice Guy girándose—, y deshazte del arma; es el último cabo suelto.

—Sí —ríe Bruno apuntándole a la espalda—, pero antes, ataré el penúltimo...





899 palabras



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La fábrica de pasteles

   


Al final he elegido el verde. La verdad es que no sé por qué lo he hecho. Puede que haya sido por la novedad o a lo mejor por esa luz verdosa y penetrante resbalando por la superficie, pero su imagen ha captado al instante mi atención. Un día leí que el color verde chillón es donde reside la máxima agudeza visual, y es muy posible que el artesano pastelero decidiera darle tal aspecto para que resaltara sobre el resto. 
    No obstante, me ha parecido algo intrigante, y no me refiero al pastel en sí, sino a mi elección. Es la primera vez que lo he visto, y tampoco soy una persona adicta al cambio, pero la estrategia que ha conseguido que yo lo eligiera me ha convencido. Incluso las expectativas que su visión me han provocado han sido enormes. Sin embargo, después de saborearlo, se me ha quedado la misma cara de tonto que tengo desde que empecé a degustar estos pasteles.    
    El último que me comí también suscitó los mismas falsas perspectivas. Este era un pastel anaranjado que se puso, como un golpe de viento, rápidamente de moda, pero que en seguida se dejó de ver. Algo parecido le pasó al famoso pastel de frambuesa, aunque lo de frambuesa era solo por su color morado, por dentro, y en esencia, tenía el mismo sabor que todos. 
    Una nube de reproches y aversiones ha vuelto a nublar mi pensamiento. Siempre que caigo en la tentación de un nuevo pastelillo me pasa lo mismo. Aun así, como yo, y cada persona que conozco, nunca dejo visitar este obrador; todos queremos nuestra parte del pastel. 
    Pese a todo, no siempre fue así. Tardé mucho tiempo en poder optar a mi cachito. Por alguna maniobra propagandística, la gente tiene prohibida la entrada a la fábrica hasta que cumple la edad conocida como «adulta». Antes de ella, somos tratados como si fuéramos un bebé grande sin consciencia. La sensación de impotencia por no poder entrar es tal que, cuando por fin cumplí los años necesarios, entré con tanta ilusión que sentí como si el hecho de poder elegir el pastel que llevarme a la boca comprendiera un acto transcendental del que dependiera el rumbo de mi vida. 
    En aquel entonces no había tanta variedad ni estilismo. Los pasteles estaban elaborados sin  imaginación. Su condición dulce estaba por encima de lo demás. El primero que saboreé fue uno que, sigo sin entender por qué, aún continúa fabricándose. Era de un color azulón y regusto empalagoso. Empero, la sensación de estar al mando de mis acciones compensó, a piori, aquella primera mala experiencia. Pero, al segundo bocado, toda su esencia me empachó de tal modo que no pude continuar comiendo. Todavía recuerdo cómo sufrí ese bocado varias horas atravesado en mi garganta como si fuera un caracol arrastrándose por una madera reseca y vieja. Por eso, la segunda elección fue la otra clase de pastel que se hacía en aquellos tiempos. Este era de un aspecto  trabajado, con una superficie roja como una rosa, pero de igual sabor al primero.
    Pasé largos años entre estas falsas gollerías sin saber cuál estaba deglutiendo; degustando sus empalagues sin poder ir más allá de dos bocados por elección. Pero no había otra, era lo único que la fábrica ofrecía, y si irrumpía algo nuevo, la cantidad de los dos primeros lo absorbía. 
    Llegó un momento en que la gente empezó a cansarse de la poca variedad. La fábrica fue vaciándose y sus cimientos empezaron a resquebrajarse ante la idea del cierre. Entonces, desde lo más profundo de la zona manufacturera, irrumpió una nueva generación de pasteles, que se sumó a los dos pioneros, y revolucionó el negocio de la repostería. Miles de electores, como yo, comenzaron a aglutinarse con la esperanza de saborear el pastel definitivo. Incluso la producción se tornó tan efectiva que cada día irrumpía con un producto nuevo. 
    Esta mañana ha sido uno verde chillón. Un pastelillo vistoso, novedoso, llamativo, innovador, pero con la misma sensación de empalague y empache de siempre. Y eso, después de tantos bocados, me ha dado mucho qué pensar...
    Quizá la nueva estratagema haya potenciado la creencia de que comamos por los ojos; o quizá nos haya hecho creer que lo amargo, en realidad, sepa dulce; pero la mayor proeza que ha conseguido es la de hacernos creer que con nuestra elección podemos cambiar algo. El mismo «Algo» que se me antoja absurdo; después de todo, solo son  pasteles... 




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El consultorio de Madame Santal




¿Estás deprimido? ¿Te ocurre algo que nadie sabe cómo paliar? ¿Piensas que tu mundo no es exactamente el mismo que el del resto? La solución es El Consultorio de Madame Santal
Este espacio es un proyecto colectivo a las órdenes de Estrella Amaranto y su súbdita La Madame Santal, donde acude aquella gente que quiere pasar un buen rato, ya sea colaborando o disfrutando de una lectura tronchante, surrealista e ingeniosa. 
Vale mucho la pena visitar muy de vez en cuando este fantástico consultorio y leer sus consultas, tanto de ella como de sus colaborares, o animarte y enviar la tuya.  

¿Te animas a enviar tu consulta? 



Paso aquí una consulta en la que colaboré para poder ayudar a un amigo mío que el pobre lo estaba pasando francamente mal.


Queridísima Madame Santal, acudo a vos desesperado, nadie me cree y ya no guardo esperanza. Solo su magia queda para paliar alguno de mis cinco males.
               ¿Ha oído la expresión «comer por lo ojos»?,  pues mire, hace poco, escuchando una sinfonietta que no oía desde niño, caí en un estado de trance donde empecé a ver, oler y percibir toda aquella infancia como si estuviera presenciándola. Fue mágico. Al poco volví en mí, pero mis sentidos lo hicieron algo trastocados.
               A priori fue agradable. Oler las vistas puede ser afable, sobre todo encontrándose delante de un campo de flores. Y ya no le digo poder sentir las caricias del canto de un ruiseñor ¡Qué cosquillitas más agradables! ¿Y para qué chuparse los dedos si con el tacto se perciben los sabores?  Al igual que eso de mojarse la punta de las yemas para pasar las páginas, mejor chuparlas directamente para que el gusto lea; Proust, Bernhard, Nietzsche... ¡Por fin pude masticar sus palabras! ¿Y qué decir de un olfato oyente? La bollería de mi barrio suena a Mozart multiplicado por Beethoven elevado a Brahms.
                  Sin embargo, eso solo fue la calma que precedió mi tormento.
                  Es decir, no todos los sonidos que nos rodean suelen ser «ruiseñoriales», cada día una «somanta palos» aguarda a las puertas de mis orejas. Y, a parte de fragancias, no oigo nada claro, ando metiendo la nariz en la boca de la gente para poder escuchar palabras emergiendo impresas en su aliento, y he de decirle que los caramelos de menta están pasados de moda. Además, ¿se imagina el olor de todo lo que mira? ¡Mi piso apesta a pintura! Y si no las manos, desde que saboreé aquella silla oxidada voy con guantes de limpieza, aunque tenga el sabor a goma perenne. Y la comida..., ¿sabe qué puede suponer ver comestibles machándose dentro de la boca? Esa visión me produjo un vómito que se aglutinó en mi cavidad bucal traumándome tanto que llevo una semana en ayunas.
              Incluso hacerle llegar este escrito ha sido una auténtica tortura; el repiqueteo de mi teclado produce agujas asesinas, la luz polarizada de mi portátil apesta a mofeta y cada vez que chupo la pantalla para ver qué he escrito sufro un calambrazo...
                    Así que, por favor, Madame, antes de que vengan los villancicos, lucecillas, comilonas, abrazos y velas perfumadas... ¡Ayúdeme!

                   En su magia reside mi única esperanza...

 EL ARLEQUÍN DE LOS SIN SENTIDOS  




Respuesta para Arlequín de los Sin Sentidos:

Bienvenido querido Arlequín de los sinsentidos, ya veo en qué devarío anda metido usted y espero, pero no desespero sacarle del agujero en el que se ha metido usted solito, amigo mío.
La esperanza es lo último que se pierde, como dice el dicho susodicho ¿verdad?... ¡Claro que sí, ánimoooo y al toro del tío Locomotoro! ¡Hágame caso y no el payaso! que se lo digo en serio y ya se está muriendo de risa sin cortapisa.

¿¿«Comer por los ojos»?? pardiez ¿no me habrá salido alcohólico, por un casual?... o es que ayer se zampó alguna mosca cojonera que le ha embotado el cerebro... Veamos a ver qué más males le acosan tan de cerca... ¡Cinco, nada menos! Si ya digo yo, que este consultorio me va a dejar ojiplasmática de la ciática que me va a dar un día con tanto cliente de ecuación tan polivalente y disfuncional.

A priori el viento sopló a su favor, descubriendo todo un mundo de color rosa, de olores paisajísticos maravilosos, caricias tan bien trinadas y tactos de mil sabores... ¡Nada como leer saboreando las magdalenas de Proust, masticar despacio para no atragantarse desde "El origen" pasando por "El sótano" notando "El aliento" y "El frío" de "Un niño"... Hasta degustar los bocados irreverentes de Nietzsche, masticando a Zaratustra ¡qué gozada!
¡Qué decir del olfato oyente, atraído por el aroma irresistible de la bollería de su barrio con notas flotantes aromáticas de música clásica!

En cambio, a posteriori la cosa cambió de color a peor, tras la «somanta palos», metiendo la nariz en la boca de la gente para escuchar palabras halitóxicas sin caramelo de menta que lo remedie. No, no quiero imaginarme ese tufo tan penetrante de la pintura en su retina cada vez que entra a su piso. Saborear una silla oxidada no se hace todos los días, como le está jugando el tacto tan mala pasada y encima con un monosabor a goma, que dista bastante del chicle de menta.
Esa sensación visual que menciona sobre «ver comestibles machándose dentro de la boca», también me contagió de vómito, por lo que amigo mío, si no solucionamos el problema lo veo ya hecho un auténtico fideo trashumante con crisis de identidad.

Esto no admite más demoras, por lo que voy a darle mis consejos tras mi tirada de Tarot, donde pintan espadas afiladas con caballos de bastos nefastos, La Torre bocabajo, La Templanza también invertida, El Juicio invertido, La Luna invertida, El Mundo invertido y El Colgado representando su fatal estado. Resumiendo la tirada me anuncia malísimos presagios, por lo que voy a darle una serie de advertencias y consejos que deberá cumplir si quiere recuperarse de esta grave distorsión neuronal, donde las conexiones sinápticas se han vuelto demasiado antipáticas y muy vagas por cierto.

1º.- Lávese los ojos en agua de lavanda y almizcle, esa que usa la cuchipanda de su ciudad natal, con flores de azahar del bazar singular donde observó por primera vez aquel juguete de sus sueños de infancia. Lávese temprano cuando clarea el día y los rayos ultravioletas distraen a las nubes pizpiretas.

2º.- Acaricie las cuerdas de una guitarra o las teclas de un piano, o si prefiere las caracolas del mar y déjese llevar por tan exquisita armonía hasta perderse en la sinfonía de las melodías que día a día le resucitarán el sonido en el oído.

3º.- Visite un jardín botánico de su ciudad, trate de localizar los árboles, plantas, arbustos y flores más aromáticas y realice unas cuantas inhalaciones y espiraciones acompasando el ritmo cada vez más lento y déjese atrapar por tan bella visión, disfrutará de esencias y aromas increíbles pero muy efectivos para devolverle el olfato a su nariz. En su defecto lance directamente sobre los cuadros o imágenes preferidas, que tenga en su casa, o de los del museo si no le ven los guardias de seguridad, aquel frasco de colonia que le quitaba el sentido antes de la perturbación.

4º.- Escuche atentamente el espectacular descorche de una botella de cava o champán (según prefiera) para desembotar sus oídos y que pacten una separación de mutuo acuerdo con su compadre "gusto", que se coló en la fiesta sin ser invitado.

5º.- Deguste no solo el envase sino el contenido de una caja de bombones, suaves y extrafinos para el tacto más exigente y eficiente. Puede elegir tamaño, textura y cuanto necesite para inspirar confianza a su tacto y luego devolverle a su lugar de destino antes del desatino.

Bendecidos saludos y mucha suerte.